Los barcos se pierden en tierra (17 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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2003
El Piloto largó amarras

Se ha muerto Paco el Piloto, y yo no estaba. No pude ir. No pude verlo. No lo sabía. Me telefonearon lejos, a Italia, para contarme que estaba listo de papeles. «Muy malico», resumió la hija. Cáncer. Cuando los médicos le abrieron el asunto, se lo volvieron a cerrar y se fumaron un pitillo. Nada que rascar, Paco. Así que lo metieron en un hospital de Cartagena, a esperar. Entonces lo supe. Estaba en Milán mientras el Piloto agonizaba, y no podía volver hasta una semana más tarde. «No me llama ni se acuerda de mí», fueron sus palabras. Y se murió creyéndolo. Cuando telefoneé y pude hablar con su mujer, él estaba en la cama con la mascarilla de oxígeno, y ya no se enteró de nada. Se fue al desguace pensando que no me acordaba de él. Al enterarme, llamé a Paco Escudero, de la tele local, que es un periodista respetado y mi hermano de toda la vida, desde que traducíamos juntos Arma virumque cano. Está palmando el Piloto, dije. No tiene remedio y no sé si aguantará hasta que yo vuelva; pero quiero que la gente sepa que ha muerto un tío como Dios manda. Un hombre de bien, un marino y una leyenda. Y a él le habría gustado saber que no casca ignorado como un perro. Que lo recuerdo y que lo recordamos. Tranquilo, dijo Paco, que es un señor. Yo me encargo.

Ahora Telecartagena me ha mandado la cinta que emitió en el informativo, y en ella veo al Piloto con su piel atezada, los ojos azules y el pelo rizado y blanco, algo más gordo que en los años de mi adolescencia, pasear conmigo por el puerto, beber cerveza en el bar Sol, en la Obrera y en el Valencia, o pararse ante el gran bar de la calle Mayor cuando acababa de salir La carta esférica, aquella novela sobre el mar y sobre los marinos donde al Piloto lo llamé Pedro en vez de Paco, pero donde todo Cristo pudo reconocerlo en los gestos, palabras y silencios. Aunque eso de los silencios ya era relativo; porque en los últimos tiempos el Piloto se había vuelto más hablador que de costumbre. Los años, quizá: saber que te vas poco a poco, y hay cosas que no has soltado nunca y quisieras no llevártelas dentro. El Piloto era uno de los últimos supervivientes de otra época: cuando los hombres se ganaban la vida en los puertos trabajando en lo que podían, trampeando, contrabandeando un poquito si era preciso, viviendo siempre, además de sobre una movediza cubierta de barco, en el foso margen exterior de la legalidad vigente.

No tenía estudios, pero sí la profunda sabiduría del Mediterráneo cuyo sol y salitre le habían impreso miles de arrugas en torno a los ojos. Sabía de mar y de la vida; que, como él decía, son iguales uno que otra. Quizá en los últimos años se había vuelto más hablador para echar afuera los diablos que le dejaron dentro las autoridades portuarias, y el ayuntamiento, y las normas legales la madre que parió a todos quienes lo obligaron malvender el barco con el que se ganaba la vida dejándolo a él en tierra, jubilado forzoso a veinticuatro mil cochinas pesetas de pensión al puto mes. Ahí reconozco a cierta gente de mi tierra. Hace un par de años propuse a las personas adecuadas comprar yo mismo el barco del Piloto y restaurarlo -costaba sólo cuatro duros- y que ellos lo colocaran en algún sitio, con el compromiso de conservarlo para que no se perdiera ese modesto trocito de la historia portuaria de Cartagena. Pero les importó un carajo, y pasaron del barco igual que habían pasado de su patrón; y El Piloto, que así se llamaba en realidad el otro barco que aparece con el nombre de Carpanta en mi novela -el Piloto era hijo de un marinero también apodado Piloto y nieto de Paca la Pilota- se pudrió al sol varado en el muelle comercial, y nunca más de él se supo.

Por eso hoy escribo estas líneas para recordar a mi amigo. Al navegante de piel atezada y ojos azules que parecía recién desembarcado del Argo, que me llamaba zagal y que me guió por el mar color de vino. El hombre con quien saqué ánforas romanas que llevaban dos mil años abajo. El zorro mediterráneo que me enseñó a pescar calamares al atardecer, frente a la Podadera, con la misma naturalidad que a contrabandear tabaco rubio y whisky. El marinero que en el Cementerio de los Barcos sin Nombre me dio el primer cigarrillo y dijo que los hombres y los barcos deberían hundirse en el mar antes que verse desguazados en tierra. Hoy escribo para atenuar el remordimiento de no haber estado allí para ayudarlo a largar amarras en su último viaje y gritarle mientras se alejaba del muelle, lo que nunca le dije: que era el amigo leal, valiente y silencioso que todo niño desea tener mientras pasa las páginas de libros del mar y de la aventura.

Nelson: 206 años manco

Estaba el otro día repasando la Naval Chronicle, que es una relación inglesa de su guerra en el mar entre 1793 y 1819, y fui a dar con el combate de Tenerife, que hace tiempo mencioné aquí de pasada, pues allí perdió Nelson su famoso brazo un 25 de julio: esta próxima semana hará exactamente doscientos seis años. Ya he dicho alguna vez que el patrioterismo de fanfarria y chundarata me da retortijones; pero eso nada tiene que ver con asumir tu historia, enorgullecerte de lo bueno y avergonzarte de lo malo. Por poner un ejemplo fácil: detesto el fútbol, pero prefiero que gane España a que gane otro. También soy mediterráneo y con gente de mar en la memoria; y allí el inglés, como se le llamó toda la vida, siempre fue el enemigo: los mejores marinos, los más crueles y arrogantes. Montaron su negocio cuando el nuestro ya iba cuesta abajo, y ganaron el pulso: piraterías en América, San Vicente, Trafalgar. Etcétera. Ahora la Pérfida Albión sólo es una piltrafilla que se la succiona a Bush y conserva las maneras –otros succionamos sin conservarlas–; pero que le quiten lo bailado. Sus guerreros, eso sí, continúan siendo los mejores del mundo. Estuve con ellos en Bosnia y en el Golfo y los he visto dar cebollazos. Les gusta pelear, y no tienen complejos: son ingleses a mucha honra, hooligans con bandera y escopetas. Por eso en el XVIII nos trincaron Mahón y Gibraltar. También quisieron jugarnos la del chino en Tenerife. Allí les salió el marrano mal capado, aunque leyendo la Naval Chronicle nadie lo diría. Pasan de puntillas por la palabra derrota. En cuanto a la herida de Nelson, parece que se la hizo él solo, por gusto. Herida que tampoco la Jane’s Naval History menciona sino de pasada. Así salen luego sus historiadores modernos, claro, afirmando que Nelson no fue derrotado nunca. Picaruelos.

Pues no. Y ahí están las relaciones de la época, para disfrutarlas. Así que hoy, a fin de dar un poquito por saco a los británicos residentes en España que, pese a la ausencia del difunto y añorado perro inglés –mejorando lo presente–, siguen leyendo El Semanal, he decidido refrescar el aniversario. Y la cosa es que el 20 de julio de 1797, hace exactamente dos siglos y seis años, Nelson se presentó ante Santa Cruz de Tenerife con tres navíos de línea, cuatro fragatas, un cúter y una bombarda, y dos días después desembarcó mil fulanos en Valle Seco, bajo el mando del capitán Toubridge. Sólo se trataba, una vez más, de escabechar a unos despreciables y sucios spaniards, trincar el oro e izar la bandera británica. Lo normal. Pero esta vez, en lugar de acojonarse, los despreciables y sucios spaniards le arrimaron tal candela a la fuerza de desembarco que ésta tuvo que regresar a los buques. El día 25 los ingleses intentaron apoderarse del muelle de Santa Cruz, pero la artillería de la ciudad también repartió las suyas y las de un bombero, hundiéndoles el cúter Fox y cañoneándoles los botes donde venían los marines de Su Graciosa. Caía una de tal calibre, que cuando Nelson puso pie en el muelle y levantó el sable, la metralla se le llevó el brazo derecho; así que hubo que devolverlo a su barco, hecho polvo. Después de que los últimos 57 ingleses del muelle se rindieran con bandera blanca, dentro de la ciudad quedaron 340 british bajo el mando del capitán Toubridge; quien, echándole muchos huevos al asunto –las cosas como son–, aún intentaba cumplir su misión. Pero niet. Atrincherado en un convento, con los tinerfeños pegándole tiros desde las azoteas, tuvo que negociar. De farol, como siempre negocian los ingleses, incluso ahora con lo del euro; pero negociar. A fin de facilitar las cosas y ahorrar sangre, el gobernador español, don Juan Antonio Gutiérrez, aceptó que en la capitulación no figurase la palabra rendición –ahí se apoyan los pillines ingleses para decir que no la hubo–. Luego, Toubridge y sus chicos rubios, sacando mucho pecho y todo lo que ustedes quieran, se fueron con el rabo entre las piernas, dejando 44 muertos por las armas, 177 ahogados, 123 heridos y 5 desaparecidos, amén del brazo con el que Nelson le palmeaba la retambufa a lady Hamilton. Que no es, pardiez, un mal resultado de cuartos de final.

Lo que me fastidia es que luego, en Trafalgar, a Nelson se lo cargara un francés. Pero que conste: el despiece lo empezaron los canarios. Así que el viernes 25 pienso tomarme una copita a la salud de Tenerife.

Giliaventureros

Me parece muy bien que un fulano, o fulana, practique deportes de riesgo: parapuenting, nautishoking, tontolculing y todo eso. Cada cual es cada cual, y hay quien no encuentra riesgo suficiente en conducir cada mañana camino del curro, con doscientos hijos de puta a ciento ochenta adelantándote por los carriles derecho e izquierdo. Sobre gustos, ya saben. Como he comentado alguna vez, veo de perlas que alguien ávido de vivir peligrosamente haga motocross por Afganistán, o se tire por las cataratas del alto Amazonas con una piedra de quinientos kilos atada al pescuezo. Me parece bien, ojo, siempre y cuando el osado deportista no vaya luego quejándose al ministerio de Exteriores cuando un pastor de cabras afgano y enamoradizo lo ponga mirando a Triana en las soledades del Paso Jyber, o las pirañas motilonas le roan un huevo. Como el propio complemento indica, son deportes de riesgo, y punto. Allá cada cual con lo que se juega. Lo que pasa es que incluso ahí hay clases. Categorías. No es lo mismo ser un aventurero de riesgo que un giliaventurero. Y no es giliaventurero el que quiere, sino el que puede.

Para que ustedes capten la diferencia, pongamos que un aventurero normal, español, de infantería, al que le gustan los deportes de riesgo, compra en Carrefour un barreño de plástico, se pone un casco de albañil de la obra y los manguitos de su hija Jessica, y se tira dentro del barreño por los rápidos de un río asturiano, por ejemplo, al día siguiente de que el ministro de Fomento haya afirmado rotundamente que los ríos asturianos son los menos contaminados, los más tranquilos y seguros de Europa. Eso es echarle adrenalina y cojones al deporte, y ahí no tengo nada que objetar. Al Filo de lo Imposible se hace con cosas menos arriesgadas. Además, lo del barreño está al alcance de cualquiera. Sale por cuatro duros. Basta ser un poquito imaginativo y una pizca gilipollas.

El otro, el aventurero de riesgo de elite, o sea, el giliaventurero a lo grande, es un ejemplar más exquisito. Tiene rasgos específicos propios, lejos del alcance de cualquier tiñalpa. El nivel Maribel de sus hazañas, por ejemplo, está muy por encima de la media del resto de los aventureros cutres. Un giliaventurero de pata negra nunca se despeina por menos de una travesía atlántica a bordo de un navío de línea de setenta y cuatro cañones construido por artesanos turroneros de Jijona con bejucos del Aljarafe, y tripulado por una dotación hermanada y multirracial –eso es lo más emotivo y lo más bonito– compuesta por un saharaui, un chino, un maorí y uno de Lepe. Y si nunca llega a atravesar nada porque una vez se le suelta el bejuco y otra se le amotina el chino, y tiene que salir doce o quince veces, pues mejor. Más fotos y más prensa. Además hay aventuras alternativas, como hacer slalom entre los icebergs de Groenlandia con moto acuática y sin otra escolta que una fragata de la Armada, o tirarse con parapente de kevlar ignífugo sobre Liberia –hermoso detalle solidario con esos pobres negros– para aterrizar en Puerto Portals, entre una nube de fotógrafos, casualmente el día de la regata patrocinada por la colonia Azur de Juanjo Puigcorbé número 5.

Pero la piedra de toque, la condición indispensable, el contraste de calidad por donde se muerde a este aventurero al primer vistazo, es ese aura, ese carisma mediático que deja, para toda la vida, tener o haber tenido algún parentesco, aunque sea lejano o accidental, con familias de la realeza europea: primo del heredero de Varsoniova, ex novio de la hija hippie del rey de Borduria, hermano del cuñado del rey de Ruritania. Detallitos, en fin, que permiten salir en la prensa rosa. Ayuda mucho ser de buena familia, con posibles, y que el patronímico –con los aventureros cutres se dice nombre a secas– sea, por ejemplo, Borja Francisco de los Santos; pero que desde niño la familia y los amigos te hayan llamado, y sigan haciéndolo aunque ya tengas cuarenta tacos, Cuquito, Cholo o Totín. Porque luego, cuando el Hola dedica cuatro páginas a tu última hazaña, para el titular queda estupendo eso de Totín Fernández del Ciruelo-Bordiú, estirpe de aventureros, declara: «Que Televisión Española, Iberia, Telefónica, el BBVA, La Caixa, Trasmediterránea, Repsol, la Once y la Doce me financien esta gesta no tiene nada que ver con que yo sea cuñado del rey Ottokar de Syldavia».

El viejo amigo Jack Aubrey

Estamos al otro lado del mundo en un simple barco de madera, pero este barco es un trozo de nuestra patria. Hoy vamos a luchar por nuestra patria»… Hace falta tener muchos huevos y pocos complejos históricos, o sea, hay que ser británico –australiano en este caso, como el director Peter Weir– para meter esa frase en una película, a estas alturas de la feria, y que encaje con perfecta naturalidad. O sea, que uno ve Master and commander, la extraordinaria versión cinematográfica de las novelas navales de Patrick O’Brian con las aventuras del capitán Jack Aubrey y su amigo el doctor Maturin, y a la satisfacción de ver la que sin duda es la mejor película marinera desde Moby Dick, une la admiración por el modo en que los anglosajones, es decir, los perros ingleses y sus derivados, son capaces de abordar narrativamente su memoria histórica, mantenerla viva y fresca, y convertirla, además, en un relato apasionante que te agarra por el pescuezo.

Les juro a ustedes por mis muertos que hacía mucho tiempo que el cine no me deparaba dos horas de felicidad tan absoluta. He disfrutado como un gorrino en un maizal. Si para un espectador normal, de infantería, la película es una magnífica historia de aventuras navales, para los que pertenecemos a la cofradía de lectores de las novelas de Patrick O’Brian –de quien, por cierto, acaba de publicarse aquí la última de las veinte que componen la serie, Azul en la mesana–, la película interpretada por Russell Crowe, clavado en el papel de capitán Aubrey, es, amén de perfecto estudio psicológico de personajes, una delicia técnica. Y no sólo por las impresionantes secuencias de temporales y batallas, con las astillas volando por cubierta y los palos desplomándose entre el humo y los cañonazos, sino también, y sobre todo, por la exquisita fidelidad de los detalles náuticos: armas, utensilios marineros, cabuyería, manejo de las velas y la jarcia de labor, indumentaria, tatuajes, cicatrices, suciedad de la vida a bordo. Con el lujo extra de que, para la correcta traducción de las palabras marineras en el doblaje –eterno punto flaco del cine del mar–, los distribuidores españoles recurrieron a Miguel Antón, traductor de las últimas novelas de O’Brian: un joven catalán especialista en terminología naval de finales del XVIII. Que, oigan. Está feo que yo lo diga, porque Miguel es amigo mío. Pero el cabrón lo borda.

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