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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (14 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—¿Crees tú qué sería posible arrendar un auto y salir solos, manejando tú?

Mendelius rió lastimeramente y sacudió la cabeza.

—Me temo que no,
schatz
. Y esa es otra lección que deberás aprender en Roma. No hay forma de escapar de los sabuesos de Dios.

Francone bien podría ser parlanchín, pero era sin duda un excelente perro guardián. Dio dos vueltas completas alrededor de las calles que rodeaban el apartamento de Herman Frank y luego permaneció de pie, vigilante, hasta que las puertas del edificio se cerraron tras ellos, dejando afuera los peligros de la noche.

En los jardines de San Calixto las buganvillas estaban en llamas, las rosaledas en el primer esplendor de su florecer y las palomas alborotaban en su palomar detrás de la capilla… todo se conservaba tal como él recordaba que había estado durante aquella primera visita suya, largos años atrás. Los guías mismos no habían cambiado: ancianos piadosos provenientes de por lo menos una docena de países, que dedicaban sus servicios de traductores a los grupos de peregrinos que acudían a rendir homenaje a las tumbas de los primeros mártires.

Una extraordinaria tranquilidad reinaba en la diminuta capilla, los fantasmas se habían ido y no había horrores barrocos ni tampoco grotescas huellas medievales. Aun los símbolos eran sencillos y llenos de gracia: el ancla de la fe, la paloma trayendo los signos del Pan eucarístico. Todas las inscripciones hablaban de esperanza y paz: Vita in Christo, In Pace Christi. La palabra Vale —adiós— había sido desterrada. Aun los oscuros laberintos debajo de la capilla habían sido despojados de toda forma de terror. Los loculi, es decir los nichos en las murallas que habían servido de tumbas para los muertos, solo mostraban ahora pequeñas canastas y polvorientos fragmentos de huesos.

Más tarde, en la Capilla de los Papas, asistieron a una misa oficiada por un sacerdote alemán para un grupo de peregrinos bávaros. La capilla era una nave grande, abovedada, donde el conde de Rossi había descubierto, en 1854, el lugar de descanso de cinco de los primeros pontífices. Uno fue deportado como esclavo a las minas de Cerdeña, y murió en cautiverio. Su cadáver fue traído de vuelta, y enterrado en este lugar. Otro fue ejecutado en la persecución de Decio, y otro muerto por la espalda a la entrada del lugar de entierro. Ahora estaba casi olvidada la violencia en que perecieron. Allí dormían en paz. Su memoria era celebrada en una lengua que jamás conocieron.

Arrodillado con Lotte en el suelo de toba, respondiendo a la liturgia familiar, Mendelius recordó su propio sacerdocio y sintió un ramalazo de resentimiento por haber sido excluido de su ejercicio. No era así en la Antigua Iglesia. Aún ahora a los clérigos Unigatas se les permitía casarse, en tanto que los romanos se aferraban con obstinación a su celibato, y lo reforzaban con mitos y leyendas históricas y leyes canónicas. Él había escrito copiosos argumentos al respecto, y todavía luchaba contra eso en los debates; pero, casado a su vez, era un testigo inválido, y los redactores de las leyes no le prestaban atención.

¿Pero y el futuro —el futuro próximo—, en que el abastecimiento de candidatos célibes se interrumpiría y la grey pediría el ministerio… de hombre o mujer, casados o solteros, no importaba, siempre que escucharan el Verbo y compartieran el Pan de la Vida en caridad? En el Vaticano, Sus Eminencias todavía eludían el problema y se ocultaban detrás de una tradición cuidadosamente expurgada. Hasta Drexel lo eludía, porque era demasiado viejo para luchar, y un soldado demasiado bien adiestrado para desafiar al alto mando. Jean Marie había encarado el tema en su Encíclica, había enfrentado el problema, y éste era otro de los motivos que habían ayudado a suprimirla. Y ahora los días negros estaban, una vez más, aproximándose. Los pastores serían derribados y el rebaño dispersado. ¿Quién sería capaz de congregarlos una vez más y de mantenerlos unidos en el amor mientras el techo del mundo se derrumbaba alrededor?

Cuando el celebrante levantó la Hostia y el Cáliz después de la Consagración, Mendelius inclinó la cabeza y de su corazón se alzó una silenciosa y ardiente plegaria: "Oh Dios, dame la luz suficiente para conocer la verdad y el valor necesario para llevar a cabo lo que será exigido de mí". Bruscamente, incontrolablemente, se encontró llorando. Lotte extendió su mano y apretó la suya y él se aferró a ella, mudo y desesperado, hasta que la misa terminó y salieron a la luz del sol que refulgía sobre la rosaleda.

Aquel domingo, temprano, mientras Lotte se encontraba aún en el baño, Mendelius telefoneó al Hospital Salvator Mundi y preguntó por el estado de salud del senador Malagordo. Como la vez anterior, su llamado fue transferido de la recepción a la hermana guardiana y luego al hombre de la seguridad. Finalmente se le comunicó que el senador se encontraba mucho mejor y que desearía verlo en cuanto le fuera posible. Hizo entonces una cita para las tres de aquella misma tarde.

La inquietud, poco a poco, se había ido apoderando de él pues estaba cada vez más convencido de que su reunión del miércoles próximo con Jean Marie estaba destinada a significar una de las encrucijadas más importantes de su vida.

Si él no era capaz de aceptar la revelación de Jean Marie, la relación entre ellos cambiaría irrevocablemente. Si, al contrario, aceptaba esa revelación, debería al mismo tiempo aceptar la misión que involucraba, cualquiera que fuera la forma que esta misión tomara. De todos modos, muy pronto debería irse de aquí y deseaba, mientras tanto, tener la menor cantidad posible de impedimentos sociales o de cualquier otro orden.

Había llevado a cabo algunas investigaciones pero estaba demasiado preocupado para ser capaz de concentrarse en el material que había reunido, el que, por lo demás, era fragmentario y en consecuencia, poco importante. Para el martes debería enfrentar nuevamente a los Evangélicos. Se sentía todavía irritado por la filtración hacia la prensa que se había producido a propósito de su última conferencia, pero necesitaba poner a prueba la reacción de una audiencia protestante ante algunas de las proposiciones de Jean Marie. Además debía cumplir la promesa hecha a Georg Rainer y darle la historia anunciada. Hasta ahora no tenía la menor idea de lo que le diría.

Lotte continuaba en el baño, de manera que reunió sus notas y salió a la terraza con la intención de desayunar allí. Herman había partido temprano para la Academia y Hilde se encontraba sentada sola frente a la mesa. Le sirvió café y anunció firmemente:

—Ahora ha llegado el momento en que usted y yo tengamos una pequeña conversación. Usted está preocupado por algo, Caro mío. ¿De qué se trata?

—Nada. Se lo prometo.

—Herman estudia cuadros. Yo estudio gente. Y veo que hay problemas inscritos en cada línea de su cara. ¿Anda todo bien entre usted y Lotte?

—Por supuesto.

—¿Entonces, qué sucede?

—Es una larga historia, Hilde.

—Sé escuchar muy bien. Cuéntemelo.

Y él le contó, entrecortadamente al comienzo y luego progresivamente en un chorro de vívidas palabras, la historia de su amistad con Jean Marie y la extraña encrucijada hacia la cual esta amistad lo había conducido. Ella lo oyó en silencio; y para él fue un verdadero alivio poder expresar lo que sentía sin sobrellevar al mismo tiempo la carga de dar razones o polemizar. Cuando hubo terminado, dijo sencillamente.

—De manera que así es la cosa, querida mía. Y no sabré nada más hasta que vea a Jean Marie el miércoles.

Hilde Frank colocó una suave mano sobre su mejilla y dijo gentilmente:

—Es un peso enorme para andar por ahí con él a cuestas, aunque sea el gran Mendelius. Y ayuda a explicar algunas cosas también.

—¿Qué cosas?

—La romántica idea de Herman de vivir de porotos, "broccoli" y queso de cabra allá arriba en las montañas.

—Herman ignora lo que le acabo de contar a usted sobre Jean Marie.

—¿Entonces, de qué demonios está hablando Herman?

—Está asustado ante la perspectiva de una nueva guerra. Todos estamos asustados. Y además él está preocupado por usted.

—¡Y si supiera la forma que tiene de preocuparse! ¿Sabe cuál es su última ocurrencia? ¡Desea que corramos a Suiza para hacerse unos injertos de hormonas con el objeto de mejorar nuestra vida sexual! Le dije que no se molestara. Estoy perfectamente bien tal como estamos.

—¿Es usted feliz, Hilde?

—¿Me creerá que sí? Lo soy. Herman es un encanto y yo lo amo. En cuanto a lo sexual, el hecho es que no soy ni he sido demasiado competente en esa materia. Oh, me encanta, claro, la intimidad y el calor de las caricias, pero el resto… no es que sea frígida, pero sexualmente soy lenta y difícil de excitar y lo que finalmente obtengo apenas vale la molestia. De manera que usted ve que Herman no tiene nada de qué preocuparse.

—Entonces lo mejor que usted puede hacer es decirle esto tan a menudo como le sea posible —dijo Mendelius restando importancia a sus palabras— porque en estos momentos se siente un tanto inseguro de sí mismo.

—Olvide nuestros problemas, Carl. Saldremos adelante con ellos. Siempre, desde que nos casamos, he sabido cómo tratar a Frank… Volvamos a su historia.

—Me gustaría conocer su reacción ante ella, Hilde.

—Bueno, para comenzar he vivido mucho tiempo en Italia, de manera que me he vuelto un poco escéptica en todo lo relativo a santos, milagros, vírgenes que lloran y sacerdotes que se elevan del suelo durante la misa. En segundo lugar soy una mujer perfectamente satisfecha de su vida, en tal forma que nunca me he sentido tentada de recurrir a adivinos, o sesiones de espiritismo o grupos terapéuticos de ningún orden. Prefiero mil veces hacer cosas divertidas. Finalmente, creo que soy una persona bien centrada. Mientras mi pequeño rincón de universo tenga sentido para mí, me olvido del resto. Y, de todos modos, ya no hay forma de cambiarme.

—Bien. Miremos entonces al problema desde otro ángulo. Supongamos que yo regreso el jueves de Monte Cassino y le digo: "Hilde, acabo de ver a Jean Marie. Creo que la revelación que él ha recibido es verdadera, que el mundo, en consecuencia, está por terminar y que la Segunda Venida de Cristo es inminente". ¿Qué haría usted?

—Difícil decirlo. Pero de lo que sí estoy segura es de que no partiría corriendo a refugiarme en ninguna iglesia, ni me apresuraría en acaparar comida ni me subiría a los Apeninos para esperar al Salvador o contemplar la última salida del sol. ¿Y usted Carl? ¿Cómo reaccionaría usted?

—No lo sé, Hilde, mi querida. Desde que leí aquella carta de Jean Marie, no ha pasado ni una noche, ni un día en que no haya pensado en ello. Pero aun así, no sé.

—Bueno, naturalmente, hay una forma de mirar el asunto…

—¿Qué manera?

—Si alguien se apronta para liquidar al mundo, entonces todo lo que existe carece de sentido. Y en ese caso, en lugar de esperar el último llamado del tambor, ¿por qué mejor no comprarse una buena botella de whisky y un gran frasco de barbitúricos y ponerse a dormir? Creo que muchísima gente haría precisamente eso.

—¿Lo haría usted? —dijo Mendelius suavemente—. ¿Podría hacerlo usted?

Ella volvió a llenar las tazas de café y comenzó, calmadamente a untar de mantequilla un pedazo de pan.

—Por los mil demonios, usted está en lo cierto, Carl, lo haría. Y estoy segura de que no querría luego despertar para encontrarme con un Dios capaz de incinerar a sus propios hijos.

Sonreía al hablar como negando lo que decía, pero Carl Mendelius tuvo la certeza de que cada una de sus palabras sólo había afirmado la verdad.

Aquella tarde, cuando se dirigían hacia el Hospital Salvator Mundi, Domenico Francone, habitualmente tan parlanchín, se mostraba taciturno y arisco. Cuando Mendelius le señaló que parecían haber tomado una ruta muy complicada, Francone le contestó con bastante brusquedad.

—Conozco mi oficio, profesor. Y le prometo que llegará a tiempo.

Mendelius digirió el desaire en silencio. El tampoco se sentía muy feliz. Su conversación con Hilde Frank había hecho surgir en él nuevas y más profundas dudas sobre la veracidad de Jean Marie y la prudencia de su encíclica, así como también había arrojado una luz diferente sobre la actitud de los cardenales que lo habían obligado a abdicar.

A través de toda la literatura apocalíptica, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, en los documentos Esénicos y Gnósticos, un tema en especial mantenía su persistencia: la idea de la existencia de elegidos, de seres escogidos, hijos de la luz, buena simiente, ovejas amadas por el pastor y por eso mismo, y por siempre, separadas de las cabras. Para ellos, para estos elegidos, era la salvación. Solo ellos serían capaces de cruzar indemnes los horrores de los últimos tiempos, solo ellos, en consecuencia, serían juzgados dignos de un juicio misericordioso.

Era una doctrina peligrosa, no solo porque estaba llena de añagazas y de paradojas, sino también porque los fanáticos, los charlatanes y los más rabiosos sectarios podían tan fácilmente apropiarse de ella. En la Guayana un millar de elegidos había llevado a cabo un suicidio ritual. En el Japón, un millón de hijos de la luz había levantado al Soka Gakkai. Otros tres millones de predestinados habían escogido la salvación en la Iglesia Unificada del Reverendo Moon… Todos ellos y millones de otros, en diez mil cultos exóticos, se creían y se llamaban a sí mismos los elegidos, los separados y llevaban a la práctica un intenso sistema de adoctrinamiento que creaba entre ellos lazos fieros, fanáticos y exclusivos…

En la eventualidad de un pánico universal, como el que la encíclica de Jean Marie sería perfectamente capaz de desatar, ¿cuál podría ser la actitud, la conducta de estos fanáticos? A la luz de la historia de todas las grandes religiones, las perspectivas que semejante eventualidad planteaba, eran tristemente desalentadoras. No hacía tanto tiempo que los musulmanes Mandistas habían ocupado la Kaaba en la Meca, tomado rehenes y derramado sangre en uno de los lugares sagrados del Islam. Existía la posibilidad —pesadilla inenarrable pero posible— de que la Parusía fuera precedida por una vasta y sangrienta cruzada de los creyentes contra los incrédulos, de los "de adentro" contra los "de afuera". Frente a semejante horror, un suicidio rápido y sin dolor podría llegar a parecer a muchos la alternativa más razonable.

Y éste era el corazón del problema que debería discutir con Jean Marie. Porque cuando alguien reclama para sí mismo la gracia de ser el depositario de una revelación privada, implica necesariamente que ha renunciado a la racionalidad. A esto los racionalistas replicarían sin duda que una vez que alguien ha invocado haber recibido cualquier tipo de revelación, por muy consagrada y apoyada por la tradición que ésta se encuentre, se abren las puertas a la total insania.

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