Tenían un hijo en Saint Cyr y una hija, algo mayor, que había ganado una buena reputación como productora de programas de televisión. Respecto del resto, Jean Marie no sabía nada y tampoco había investigado. Pierre Duhamel era lo que su presidente proclamaba que era: "un buen compañero de viaje: un hombre bueno".
Jean Marie cogió su breviario y salió al jardín para leer las vísperas del día. Era éste uno de sus hábitos más queridos; la oración de un hombre que, al término de la jornada, camina por el jardín de la mano con Dios. Los salmos del día comenzaban con uno de sus cánticos preferidos:
Quam Dilecta
: "Qué amables tus moradas, oh Yahveh Sebaot — Anhela mi alma y languidece — tras los atrios de Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría — hacia el Dios vivo — Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, — y para sí la golondrina un nido — donde poner sus polluelos…"
Era la perfecta oración para una tarde de verano como ésta, con las sombras que se alargaban y el aire todavía lánguido con el perfume de las rosas. Al doblar por un sendero empedrado buscando el verdor de otro prado, oyó voces de niños y momentos después vio a un grupo de pequeñuelas uniformadas en delantales de tela de cuadros jugando con un par de maestras. En un banco cercano una mujer de más edad dividía su atención entre el juego y un bordado que tenía en la mano.
Al pasar Jean Marie por el pedregoso sendero una de las niñas se salió del grupo y corrió hacia él. Pero al hacerlo resbaló por el borde del camino y vino a caer casi a sus pies. La niña rompió a llorar y entonces él la levantó y la llevó en brazos hasta el banco donde se encontraba la mujer de más edad que la acarició, limpió suavemente su sucia rodilla y le ofreció un dulce para consolarla. Y fue solamente en aquel momento que Jean Marie se dio cuenta de que la niña era mongólica, como por lo demás lo eran todas las otras niñas del grupo. Al constatar la impresión que el descubrimiento le había producido, la mujer le alcanzó la niña y le dijo, con una sonrisa:
—Somos del Instituto que está allí, al otro lado de la calle. Esta pequeña nos acaba de llegar. Echa mucho de menos a su familia y piensa que todo hombre que ve es su papá.
—¿Y dónde está su papá? —Había en la voz de él, un dejo de censura.
La mujer sacudió la cabeza.
—¡Oh no!, no es lo que cree. El acaba de enviudar y considera, con razón, que la chica está mucho mejor aquí, con nosotros. En el Instituto tenemos alrededor de cien niños. La patrona del hotel nos permite que los traigamos aquí a jugar. Ella tuvo una sola hija, mongólica y que murió muy joven.
Jean Marie extendió los brazos. La niña se refugió en ellos y lo besó. Luego se sentó en su falda y comenzó a jugar, feliz, con los botones de su camisa. El dijo:
—Parece muy afectuosa.
—La mayoría lo son —le contestó la mujer—. La gente que puede guardar a estos niños en la familia no tarda en darse cuenta que tenerlos es como tener constantemente un bebé en casa… Pero, claro, la tragedia comienza cuando el niño llega a la adolescencia y a la madurez y los padres envejecen. Los varones suelen tornarse duros y violentos. Las niñas son víctimas fáciles de la invasión sexual. Y así el futuro es siempre muy negro tanto para los padres como para los hijos… Es triste. ¡Yo los quiero tanto!
—¿Cómo mantienen el Instituto?
—El gobierno provee los fondos. Y a los padres que pueden hacerlo, se les pide una contribución. También solicitamos la caridad privada. Felizmente tenemos algunos benefactores generosos como el señor Duhamel que vive cerca de aquí. Llama a las niñas
les petites bouffonnes du Bon Dieu…
, "los pequeños bufones de Dios…"
—Es un pensamiento muy dulce.
—¿Conoce a monsieur Duhamel tal vez? Es un hombre muy importante; dicen que es la mano derecha del Presidente.
—De reputación —dijo cuidadosamente Jean Marie. La niña se deslizó de sus rodillas y comenzó a tironear de su mano para invitarlo a caminar con ella. El preguntó.
—¿Puedo llevarla al estanque a ver los peces?
—Por supuesto. Yo también iré.
Al levantarse Jean Marie, el breviario que llevaba en el bolsillo cayó sobre el banco. La mujer lo recogió, echó una mirada al título y, dejando de lado su bordado, libro en mano, siguió tras él.
—Dejó su breviario, padre.
—¡Oh! Gracias.
El aceptó el libro y lo guardó nuevamente en su bolsillo. La mujer tomó la mano de la niña y acordó su paso al de Jean Marie. Dijo.
—Tengo la curiosa impresión de haberlo visto en alguna parte.
—Pero yo estoy seguro de que no hemos podido encontrarnos. He estado mucho tiempo ausente de Francia.
—¿Es misionero, tal vez?
—En cierto sentido, sí.
—¿Dónde sirvió usted?
—Oh, en varios países, pero sobre todo en Roma. Ahora estoy retirado. Y he venido a casa a pasar las vacaciones.
—Yo creía que los sacerdotes jamás se retiraban.
—Digamos que mi retiro es sólo temporal… Ven, pequeña. Vamos a ver a los peces dorados.
Levantó a la niña, colocándola sobre sus hombros y, al tiempo que se dirigía al estanque con ella, comenzó a cantar una canción venida de su propia infancia. La mujer se detuvo y desde allí, a la distancia, permaneció observándolos. El parecía ser un hombre muy agradable, que obviamente amaba a los niños, pero, pensó para que un sacerdote tan vigoroso como éste se hubiera retirado tan temprano en la vida, tenía que haber algún motivo muy poderoso.
A las ocho, muy puntualmente, Pierre Duhamel golpeó a la puerta del apartamento. Tenía que irse antes de las nueve, pues nunca dejaba de cenar con su esposa. Entretanto aprovecharía para tomar un Campari-soda con Jean Marie, a quien parecía considerar —no sin un leve dejo de diversión— como un memorable sobreviviente, algo así como un mamífero de tiempos prehistóricos.
—¡Dios mío…! ¡La verdad es que lo echaron fuera sin miramientos y luego le lanzaron encima una aplanadora! Francamente debo decirle que estoy asombrado de verlo tan saludable… ¿Qué ha hecho para que se hayan encarnizado de tal forma sobre usted? Claro está que esa gran historia en la prensa no ha ayudado a hacerlo popular con la jerarquía de la Iglesia francesa. Los Amigos del Silencio son muy poderosos en estos lugares… Y luego me enteré de que su amigo, Mendelius, había sido víctima de una bomba terrorista…
—Sí, en efecto, de un ataque por medio de una bomba. Pero no de un ataque terrorista. La cosa fue planeada y ejecutada por un agente de la C.I.A., Alvin Dolman.
—¿Por qué la C.I.A.?
—¿Por qué no? Dolman era su agente en Tübingen. Pienso que todo ello fue parte de un limpio trabajo hecho por los americanos para sus amigos de la Bundesrepublik. Su objetivo era desembarazarse de un académico muy influyente que podía causar problemas cuando llegara el momento del llamado a las armas.
—¿Alguna prueba?
—Para mí, suficientes. Sin embargo, no suficientes para una declaración pública.
—Muy pronto —Pierre Duhamel batió el licor con su dedo— muy pronto uno podrá hervir a su madre sobre el Pont Royal sin que nadie pestañee siquiera. Lo que se ha hecho con usted es sólo una pálida sombra de lo que se tiene planeado para la represión de las personas y la supresión de todo debate. Los jefes de la nueva maquinaria de propaganda harán que
Goebbels
parezca un colegial aficionado… Su retorno al mundo es demasiado reciente de manera que usted no conoce aún el impacto de los métodos de esta gente pero, por Dios que son efectivos.
—¿Lo que implica que usted está de acuerdo con ellos?
—Por penoso que me resulte confesarlo, sí, estoy de acuerdo. Ve usted, amigo mío, sobre la premisa de que una guerra atómica es inevitable —y ése es nuestro pronóstico militar y su propia profecía, recuérdelo— las grandes masas solo pueden ser protegidas a través de un intenso programa de condicionamiento psicológico y físico. No poseemos ningún medio capaz de defender al pueblo de París de los estallidos de las bombas, de las radiaciones o de los gases que afectan al sistema nervioso o de los virus letales. Si nos limitáramos a anunciar el puerco hecho,
tout court
, se produciría un inmediato pánico. De manera que, a cualquier costo, y mientras nos sea posible, debemos mantener a la gente trabajando. Si eso implica barrer las calles con los tanques dos veces al día, pues lo haremos. Si eso implica redadas al amanecer sobre los disidentes o los idealistas parlanchines, pues los sacaremos de sus camas en pijamas y ropas de noche, fusilaremos a unos pocos y eso servirá de advertencia para los demás. Y si luego necesitamos de algunas diversiones —pan, circo y orgías en las escaleras del Sacré Coeur— también recurriremos a ellas… Y nadie discutirá lo que hagamos. Porque para entonces todos nos habremos transformado en Amigos del Silencio; y que Dios se apiade del que se atreva a abrir su boca en el momento inapropiado… Este, amigo mío, es el escenario. Y créame que no me gusta más de lo que le gusta a usted, pero, de todos modos, es el que recomendé a mi Presidente.
—¡Entonces, por piedad! —dijo Jean Marie en un esfuerzo de persuasión—. ¿No cree que debería considerar también el escenario que yo sugiero? Cualquier cosa seguramente será mejor que la brutalidad primitiva y las bacanales que usted está preparando para ofrecer.
—Estamos llevando a cabo esta tarea a conciencia —le contestó Duhamel con helado humor—. Las mejores autoridades en psiquiatría nos han asegurado que la táctica de oscilación entre la violencia y la indulgencia báquica producirá en el pueblo una mezcla de desconcierto y de docilidad a las directivas del gobierno, con tanta mayor razón cuanto que los hechos serán conocidos sólo por informaciones de persona a persona, ya que nada pertinente será publicado en la prensa o en la televisión…
—¡Eso es monstruoso! —dijo Jean Marie Barette que se había puesto furioso.
—Por supuesto que es monstruoso. —Pierre Duhamel se alzó expresivamente, de hombros—. Pero considere la alternativa. Aquí la tengo conmigo.
Sacó de su billetera y extrajo de ella un recorte de diario cuidadosamente doblado, que extendió ante Jean Marie. Continuó:
—Estas son sus propias palabras, creo, como Gregorio XVII, citadas por Mendelius en su artículo sobre usted. Debo presumir que la cita es auténtica. Esto es lo que dice:
"…Es evidente que en estos días de calamidad universal las estructuras tradicionales de la sociedad no serán capaces de sobrevivir. Se desatará una lucha a muerte en torno de las necesidades más elementales de la vida como comida, agua, combustible y abrigo. La autoridad será usurpada por los más fuertes y los más crueles. Las grandes sociedades urbanas se fragmentarán en grupos tribales, cada uno hostil al otro. Las áreas rurales serán objeto de pillaje. Y las personas serán consideradas como bestias de presa, así como los animales que hoy llevamos al matadero para que nos alimenten. La razón se oscurecerá de tal modo que el hombre buscará fortaleza y consuelo en las más primitivas y violentas formas de la magia. Aun para aquellos que más fuertemente fundan su vida en la Promesa del Señor, será muy difícil mantener su fe y continuar dando hasta el fin, el indispensable testimonio… ¿Cómo deberán, entonces, comportarse los cristianos, en estos tiempos de prueba y terror?
"…Desde el momento en que ya no será posible para ellos mantenerse unidos en grandes grupos, deberán dividirse en pequeñas comunidades, cada una de las cuales deberá ser capaz de sostenerse a sí misma por el ejercicio de la fe común y de una verdadera y mutua caridad…"
—Ahora veamos lo que usted nos enseña aquí. Desórdenes y caos a escala mundial en todos los niveles de las relaciones sociales. Y contra eso, ¿qué alternativa? ¿Cuál es su receta? Pequeñas comunidades de elegidos llevando a cabo experimentos seminales en el ejercicio de la caridad y de otras virtudes cristianas. ¿He resumido bien?
—Tal como usted lo presenta, sí.
—Cualquiera que sea el gobierno o el tipo de jefatura que exista aún en ese momento, deberá tener en cuenta en primer término a los bárbaros. Y ¿de que otra manera podrá llevar a cabo la tarea sino a través de las medidas violentas que hemos contemplado? Después de todo sus elegidos —y no hablemos de los elegidos de otros cultos— cuidarán de sí mismos, o Dios Todopoderoso cuidará de ellos… Miremos las cosas de frente, amigo mío y comprenda que la razón por la que su propia gente se desembarazó de usted, es porque sabe que es imposible argumentar contra el principio que usted sustenta. Es un hermoso principio: el pueblo de Dios cultivando su jardín de gracias, tal como los monjes y las religiosas lo hicieron en la edad oscura de Europa. Pero en el fondo sus obispos son hombres fríamente pragmáticos. Saben que si de verdad usted quiere que prevalezcan la ley y el orden, debe comenzar por demostrar cuan terrible puede ser el caos. Si desea que reine la moralidad, entonces deberá primero permitir que Satán se desate por las calles, amplio y poderoso como la vida, de tal forma que le sea posible dispararle y matarlo allí mismo enfrente de un aterrorizado populacho… Y en todos los países del mundo, esta misma historia se repite; porque ninguna nación puede ir a la guerra si su pueblo no está conforme con ella. Por lo demás, esta mentalidad de ciudadela sitiada ha sido adoptada incluso por su propia Iglesia: nada de debates, regresemos a una moralidad de cocina y dejemos que todos vayan a Misa el domingo de manera de poder ofrecer un testimonio público en contra de los infieles… lo último que la Iglesia desea es un profeta errante anunciando desastres entre las tumbas…
—¿Aun si sabe que el desastre viene?
—Justamente porque sabe que viene. Precisamente porque sabe que viene. No es capaz —así como tampoco somos capaces nosotros— de enfrentar lo inenarrable antes que suceda. Y ésa es la única razón de la existencia de los Amigos del Silencio y de sus equivalentes en el gobierno secular. —Repentinamente se echó a reír—. Amigo mío, no se impresione tanto. ¿Qué esperaba de Pierre Duhamel? ¿Un tranquilizante y una cucharada de jarabe adormecedor? Los católicos romanos no son los únicos que poseen bienes y tiene fieles aquí en la república, han dado al gobierno garantías de lealtad en caso de emergencia nacional… Y el motivo por el cual se están aferrando ahora a los viejos modelos de la experiencia y de la cultura es porque saben que carecen de tiempo para forjar nuevos moldes o acostumbrar a su gente a vivir con ellos.