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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (8 page)

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
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¿Es que sólo su mente humana era capaz de ver el peligro?

No, comprendió que Prot lo veía también, lo sabía. Por eso le había entregado este pergamino. Los irdas estaban desesperados. La intrusión de los extranjeros —groseros, bárbaros, oliendo a sangre y acero— los había asustado mucho. Estaban actuando en defensa del modo de vida que habían conocido durante incontables generaciones.

Usha soltó la carta sobre su regazo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero ya no eran de autocompasión. Eran lágrimas de añoranza y amor por el hombre que la había criado. Tales lágrimas manan de distinta fuente... o así lo creen los elfos. Tales lágrimas brotan del corazón, y, aunque causadas por el pesar, tienen el extraño efecto de aliviar el dolor.

Exhausta, adormecida por el balanceo del bote y el zumbido del viento entre los cabos, Usha lloró hasta quedarse dormida.

5

El altar y la Gema.

El enano llega tarde.

Se parte la piedra

Los irdas no volvieron a reunirse. Cuando llegó el momento de partir la Gema Gris —un momento en el que ninguna de las lunas era visible en el firmamento, en particular Lunitari, que, conforme a la leyenda todavía codiciaba la gema—, el Dictaminador caminó solo hacia el altar en el que descansaba la piedra.

Los otros irdas permanecieron en sus viviendas separadas, cada uno de ellos trabajando en su propia magia, prestando ayuda al Dictaminador. Había fuerza en la unicidad, o así lo creían los irdas. La concentración se convertía en desorden, las energías se fragmentaban cuando el uno se volvía muchos.

El altar en que los irdas habían colocado la piedra estaba situado en el centro geográfico de la isla. Se encontraba a cierta distancia de lo que los irdas llamaban pueblo, aunque para cualquier otra raza sólo habría sido una colección de viviendas diseminadas. Los irdas no pavimentaban calles, no abrían mercados, no asistían a reuniones de gremios. No construían templos ni palacios, posadas ni tabernas; sólo casas, desperdigadas por la isla al azar, cada vivienda donde su propietario se sentía mas a gusto.

El altar estaba hecho de madera pulida, tallada con símbolos intrincados y arcanos. Se alzaba en un claro rodeado por siete pinos gigantes que habían sido transportados mágicamente desde una localización secreta de Ansalon hasta la isla.

Tan añejos eran estos árboles que probablemente habían visto pasar a la Gema Gris la primera vez que escapó al control de Reorx. Los pinos parecían estar alerta, resueltos a impedir que la Gema Gris volviera a escaparse. Sus ramas estaban entrelazadas, entretejidas, presentando un frente sólido de corteza, agujas y ramas a través del cual hasta un dios tendría dificultad para pasar.

El Dictaminador se detuvo frente a la pineda, pidiendo la bendición de los siete espíritus que moraban en los siete árboles.

Los pinos permitieron al Dictaminador pasar al claro y cerraron filas en el momento en que el irda estuvo dentro. Las enormes ramas se alzaban sobre su cabeza; al mirar hacia arriba no alcanzó a ver ni una sola estrella, y menos aún una constelación. No se veía a Takhisis ni a Paladine. Y, si no podía verlos a ellos, tenía la esperanza de que ellos no pudieran verlo a él. El dosel de agujas de los pinos sagrados ocultarían al Dictaminador y a la Gema Gris de cualquiera que pudiera intentar interferir.

La pineda habría estado sumida en una oscuridad impenetrable a no ser por la luz de la propia Gema Gris, si bien ésta era débil, mortecina, apenas un tenue fulgor.

»Casi como si estuviera de mal humor», pensó el Dictaminador.

Pero daba luz suficiente para ver y, en realidad, el irda no necesitaba demasiada. De haberlo querido, podría haber recurrido a su magia para alumbrar el claro como si fuera de día, pero prefería no llamar la atención sobre lo que estaba haciendo. Algún ojo inmortal podía ver el fulgor mágico y preguntarse qué estaba pasando. En consecuencia, se sintió agradecido por la ayuda de la Gema Gris.

Concentrado, tranquilo, el Dictaminador avanzó hasta encontrarse de pie junto al altar. Disfrutaba de estar a solas, en el aislamiento que tanto valoraban los irdas. Sin embargo, sentía en su interior las mentes y los espíritus de los suyos. Inclinó la cabeza y se sustentó en esa energía. Luego, alargó las manos y, cogiendo la Gema Gris, la examinó con intensa atención.

Resultaba desagradable sostener la piedra. Era cortante y suave, cálida y fría, y daba la impresión de que se retorcía entre sus manos. Mientras la sostenía, la luz gris empezó a destellar rítmicamente, creciendo en intensidad hasta que llegó a hacerle daño en los ojos. El irda incrementó su control mental sobre la Gema Gris, y la luz disminuyó, tornándose tenue. El Dictaminador pasó los dedos por la joya, deslizándolos por las suaves facetas, siguiendo el trazo de cada aguda arista, buscando, tanteando. Por fin, encontró lo que buscaba, lo que había descubierto la primera vez que sostuvo la gema en sus manos, lo que le había dado la idea.

Un defecto. Más exactamente, una cavidad obstruida. Lo había notado antes de haberlo visto. Del mismo modo que en el ámbar pueden encontrarse insectos, al parecer algún tipo de materia ajena a la piedra había quedado atrapada en la Gema Gris durante su formación. Lo más probable es que hubiera ocurrido mientras los minerales precipitados de la gema se enfriaban, quedando atrapada en la compleja cristalización. La substancia ajena en sí misma no era importante. Lo que importaba es que era un punto débil. Aquí, en esta zona, podían formarse grietas.

El Dictaminador volvió a poner la joya en el altar. Los símbolos arcanos que estaban tallados en la madera tejieron un hechizo que retuvo cautiva a la Gema Gris.

El irda, al reforzar el conjuro, tuvo la extraña sensación de que la magia no era necesaria, de que la Gema Gris estaba descansando sobre el altar porque así lo quería, no porque estuviera retenida.

Esta sensación no era muy tranquilizadora. El Dictaminador necesitaba tener la joya bajo su control, no al contrario. Fortaleció su magia.

La gema estaba ahora rodeada por una red chispeante de sinergia irda. El Dictaminador cogió dos herramientas: un martillo y un punzón. Los dos estaban hechos de plata, fabricados a la luz de la luna blanca, Solinari. Las herramientas estaban tratadas con encantamientos, tanto por dentro como por fuera. El Dictaminador colocó la punta del punzón sobre el punto defectuoso de la joya, colocó cuidadosamente el punzón, lo agarró con firmeza, y levantó el pequeño martillo.

Los pensamientos de todos los irdas se aunaron, fluyeron hacia el Dictaminador, le proporcionaron fuerza y poder.

El martillo se descargó sobre el punzón con un seco golpe.

* * *

En la playa, a varias leguas del pueblo irda y del altar, un bote había llegado a tierra. Este bote no había navegado a través de los mares a la manera usual de las embarcaciones. Había aterrizado tras navegar por el cielo, siendo su procedencia una estrella roja, la única de ese color que había en el firmamento. Una enano, de espesa y rizosa barba negra, al igual que el cabello, estaba en el bote; ofrecía una imagen chocante si alguien hubiera estado observando, ya que ningún enano vivo de Ansalon o de ninguna otra parte en Krynn jamás había venido de las estrellas navegando en un bote. Sin embargo, los irdas no estaban mirando, ya que tenían los ojos cerrados, y sus mentes centradas en la Gema Gris.

El enano, rezongando y hablando consigo mismo, salió del bote y enseguida se hundió hasta el tobillo en la arena profunda. Maldiciendo, el enano avanzó trabajosamente, dirigiéndose al bosque.

—Así que éstos son los ladrones —masculló en voz baja—. Debí imaginarlo. Nadie más podría haber mantenido oculto mi tesoro durante tanto tiempo sin que yo lo descubriera. Pero haré que me lo devuelvan. Con Paladine o sin él, me lo devolverán ¡o, por mi barba, que no me llamo Reorx!

Un sonido tintineante, como de metal chocando contra metal, se escuchó en medio de la noche.

Reorx se detuvo y ladeó la cabeza.

—Qué raro. No sabía que los irdas practicaran el bello arte de la forja de metales. —Se acarició la barba—. Puede que los haya subestimado.

De nuevo se oyó el sonido tintineante. Sí, indudablemente era el ruido que hacía un martillo al golpear. Pero le faltaba la resonancia profunda de un martillo de hierro, y ni siquiera el enano podía convencerse a sí mismo de que los irdas habían desarrollado un repentino interés en hacer herraduras y clavos. Trabajos de platería, quizá. Sí, el sonido era parecido al que hacía la plata.

Entonces, serían teteras, o elegantes copas. Tal vez joyería. Los ojos del enano brillaron. Trabajar con gemas relucientes, engarzarlas en el metal...

Gemas.

Una gema. Un golpe de martillo...

El miedo estremeció a Reorx, un miedo tal como jamás había experimentado en este plano de existencia. Intentó traspasar las sombras. La vista del dios era muy penetrante, y podía ver, en una clara noche, una moneda de acero que se hubiera dejado caer descuidadamente en las calles de una ciudad en un país de un continente de una estrella lejana, pero fue incapaz de traspasar la oscuridad de la pineda. Algo obstaculizaba su vista.

Tembloroso, el enano avanzó a trompicones, el terror estrujándolo entre sus frías y sudorosas manos. Sólo tenía una vaga idea de lo que lo atemorizaba, un miedo realzado por cierta sospecha que se había estado insinuando en su mente desde hacía siglos. Jamás lo había admitido, jamás había ahondado en ella abiertamente, porque la posibilidad era demasiado terrible para planteársela. Ni que decir tiene que jamás se lo había dicho a sus colegas inmortales.

Reorx se planteó llamar a Paladine, a Takhisis y a Gilean pidiendo ayuda, pero eso significaría tener que explicarles qué era lo que temía haber hecho, y siempre existía la posibilidad de que pudiera parar a los irdas en su locura. Nadie se enteraría nunca.

Y siempre cabía la posibilidad de que estuviera equivocado, de estar preocupándose sin motivo.

El enano aceleró el paso. Ahora podía ver un parpadeo de luz gris.

—¡No puedes esconderte de mí mucho tiempo! —gritó, y salió disparado hacia adelante.

Al tener la mirada fija en la luz, Reorx no prestó demasiada atención al cercano entorno, y chocó contra arbustos, tropezó en raíces de árboles que asomaban por el suelo, resbaló en la hierba húmeda. Pisoteó y se topó y metió más ruido que un regimiento entero. El ruido sacó a los irdas de su concentración, creyendo que era un ejército —el regreso de los caballeros de armaduras negras— y ello incrementó su miedo y su desesperación. Instaron al Dictaminador para que se apresurara.

El enano llegó a la pineda. La luz gris fluía del centro; podía verla brillar mortecinamente a través de las ramas entrelazadas. Reorx buscó un sitio por el que entrar, pero los pinos se mantenían tan impenetrables como soldados situados en formación de combate, con los escudos levantados a fin de presentar una sólida barrera al enemigo. Ni siquiera permitirían entrar a un dios. Resollando y maldiciendo de frustración, Reorx corrió alrededor de la pineda, buscando un hueco por el que meterse.

El tintineo de plata aumentó de intensidad. La luz gris disminuía un poco con cada golpe, y después brillaba más fuerte.

Reorx estaba seguro de que sabía lo que estaba ocurriendo, y su terror aumentó con esta certeza. Intentó gritar al irda que se detuviera, pero los resonantes golpes del martillo ahogaron su voz. Por fin, renunció a seguir chillando, y dejó de correr.

Jadeante, el sudor goteando por el cabello y la barba, señaló a dos de los pinos más grandes y gritó con una voz que semejó el estallido del trueno:

—¡Juro por la luz roja de mi forja que secaré vuestras raíces, marchitaré vuestras ramas y haré que los gusanos se coman vuestras pinas si no me dejáis pasar!

Los pinos se estremecieron, sus ramas crujieron, las agujas se agitaron y cayeron alrededor del enfurecido enano. Apareció una abertura, apenas lo bastante grande para que se metiera por ella.

El robusto dios contuvo la respiración, estrujó su cuerpo entre los troncos, se esforzó y empujó y, finalmente, con un respingo, irrumpió en el otro lado. Y justo en ese momento, justo cuando salía trastabillando al claro, parpadeando ante la brillante luz, el Dictaminador dio al punzón un séptimo golpe fuerte.

Un crujido, que sonó como si el mundo se partiera, hendió la noche. La luz gris de la gema llameó brillantemente. Reorx, acostumbrado a mirar el fuego de su forja, la luz que relucía en el cielo como una estrella roja, no pudo soportarlo y tuvo que cerrar los ojos. El Dictaminador gritó y se agarró la cabeza. Gimiendo de dolor, cayó al suelo. El altar, en el que la gema había descansado, se partió en dos.

Y entonces la luz se apagó.

El enano se arriesgó a abrir los ojos.

El altar donde la Gema Gris descansaba estaba oscuro ahora. No con una oscuridad normal, sino con una negrura terrible que no presagiaba nada bueno.

Reorx la reconoció: había nacido de ella.

Intentó moverse hacia adelante, con alguna absurda idea, hija del pánico, de reparar el daño causado, pero sus botas le pesaban más que el mundo que una vez forjó. Trató de gritar una advertencia a los otros dioses, pero su lengua parecía hecha de hierro y no se movió en su boca. No había nada que él pudiera hacer, nada salvo mesarse la barba por la frustración y esperar lo que venía a continuación.

La oscuridad empezó a cobrar consistencia y forma. Asumió forma de un hombre mortal, no como homenaje —como hacen los dioses cuando toman formas humanas— sino con salvaje mofa. Era un hombre exageradamente desarrollado y cebado. De la oscuridad salió un gigante que creció y creció hasta superar la altura de los pinos.

Iba vestido con armadura hecha de metal fundido. Su cabello y barba eran fuego chisporroteante. Sus ojos, pozos de negrura, en cuyas profundidades ardía la ira.

Reorx cayó, tembloroso, de rodillas.

—¡Él! —musitó el enano con sobrecogimiento.

El gigante bramó triunfalmente. Extendió y alzó los brazos, rompiendo las ramas de los pinos como si fueran de paja. Las puntas de los dedos rozaron las nubes, desgarrándolas en jirones. Las estrellas, las constelaciones, titilaron de terror.

—¡Libre! ¡Libre por fin de esa infame prisión! ¡Ah, mis queridos hijos! —El gigante abrió los brazos mientras miraba las estrellas, que temblaban ante su presencia—. ¡He venido a visitaros! ¿Dónde está esa bienvenida a vuestro padre? —Soltó una risotada.

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
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