Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
—Ya sé lo que es ser una mujer. Tú me lo has enseñado.
Él intentó tocar su mano. Yo nunca había visto un gesto tan dulce en el Ubar. No sabía que fuera capaz de ello.
—No —dijo ella retrocediendo—. Tus caricias me dan miedo, Marlenus. Sé lo que puedes hacerme.
Él la miraba.
—No soy tu esclava —prosiguió.
—El trono de la Ubara de Ar está vacío —dijo Marlenus.
—Gracias, Ubar —respondió ella.
—Me ocuparé de todo lo necesario para tu proclamación como Ubara de Ar.
—Pero yo no deseo ser la Ubara de Ar.
Todos permanecimos en silencio.
Ser la Ubara de Ar constituía lo más glorioso a lo que podía aspirar una mujer. Significaba ser la mujer más rica y poderosa de Gor, que tropas, naves y caballerías estarían a sus órdenes, que los tesoros del más rico imperio de Gor podían yacer a sus pies.
—Tengo los bosques —dijo Verna.
Marlenus no podía hablar.
—Parece que no siempre puedo ganar —dijo al fin.
—No, Marlenus, ya has conseguido la victoria —respondió ella.
Él la miró, confundido.
—Te quiero —dijo Verna—. Te quería incluso antes de conocerte, pero no llevaré tu collar ni compartiré tu trono.
—No comprendo.
—No lo entiendes porque soy una mujer.
Él negó con la cabeza.
—Estoy hablando de libertad —dijo Verna.
Luego se alejó de él.
—Esperaré a mis mujeres en el bosque. Diles que me busquen allí.
—Espera —gritó Marlenus. Su voz era triste. Levantó la mano, como suplicándola que volviera.
Yo estaba alarmado. Nunca hubiera imaginado que el Ubar pudiera ser así.
—¿Sí? —preguntó Verna volviéndose. Sus ojos estaban humedecidos.
Marlenus no dijo nada. Permaneció quieto un momento y luego con una mano arrancó de su cuello el colgante que llevaba. De él pendía un anillo. Era el sello de la gloriosa Ar. Se lo lanzó a Verna.
Ella lo cogió.
—Con esto —dijo Marlenus—, estás a salvo en el reino de Ar. Con él podrás dominar la ciudad. Es como la palabra del Ubar. Con él podrás ordenar a los soldados. Quien se acerque a ti y vea este anillo sabrá que en ti reside el poder de Ar.
—No lo quiero.
—Llévalo. Hazlo por mí.
—Entonces, lo acepto —sonrió Verna.
Sujetó el anillo a una cinta de cuero alrededor de su cuello.
Se miraron.
—No te volveré a ver —dijo Marlenus.
—Quizá no —dijo ella—, o quizá sí. Acaso algún día regreses para cazar en los bosques del norte.
—Sí. Es mi intención.
—Bien. Quizá entonces podamos cazar juntos.
—Te deseo lo mejor, mujer —dijo Marlenus.
Ella sonrió.
—Yo también a ti —dijo.
Se dio la vuelta y desapareció entre las oscuras sombras de los bosques del norte.
Marlenus permaneció en silencio, contemplándola. Luego se volvió hacia mí. Estaba llorando.
—El viento es frío y me irritaba los ojos —miró a sus hombres. Ninguno se atrevía a hablar—. Sólo es una mujer —me dijo—. Acabemos nuestra tarea.
—Los que formaban parte de la tripulación de Tyros en el
Rhoda
y en el
Tesephone
—dije—, serán conducidos a Puerto Kar y vendidos como esclavos. Los beneficios de su venta serán repartidos entre mis hombres.
—Reclamo a esta mujer —dijo Marlenus señalando a Hura—. Me la dio Verna.
—Es tuya —le dije.
Hura gemía.
—Una esclava de mi grupo es tuya —me dijo él, señalándome a Grenna.
Grenna, con su túnica de lana rota, y maniatada, se arrodilló ante mí. La tira de piel seguía aún alrededor de su cuello.
—¿Te gusta? —le pregunté a Arn.
—Sí —contestó.
—Es tuya —le dije, ofreciéndole a Grenna—. Quítale el collar —ordené a Thurnock.
Arn llamó a sus hombres.
—Me voy —dijo.
—Te deseo lo mejor, Arn, a ti y a los otros —dije.
Emprendió su partida. Grenna le miraba. De repente echó a correr hacia él.
—Amo —dijo.
Él la miró.
—Soy un proscrito. Poco puedo reclamar a una esclava —dijo—. Eres hermosa y te deseo.
—No entiendo —dijo ella.
Arn, con su cuchillo, cortó la tira de piel que rodeaba el cuello de la muchacha, y también la que ataba sus muñecas. Luego la besó con delicadeza.
Ella susurró, sin mirarle:
—¿No debo someterme a ti?
—No. Eres libre.
—Soy Grenna. Era la segunda de Hura. También yo soy una proscrita, y conozco los bosques. También yo debo ir a cazar.
—Llevo en mi cabeza la señal de la degradación —dijo Arn.
—Yo también quiero llevarla —dijo ella.
Arn extendió su brazo.
—Ven —dijo—. Cazaremos juntos.
Arn y Grenna, seguidos por sus hombres, se adentraron en el bosque y desaparecieron.
—Que la esclava Tina se presente ante mí —dije.
La muchacha, con su collar, se acercó.
—Le debo mucho a una esclava y mis hombres también —dije.
—Nada se le debe a una esclava —dijo Tina.
—No puedes regresar a Lydius. Allí vivirías sólo como una esclava.
—¿Amo? —preguntó.
Turus se situó detrás de ella.
—En Puerto Kar hay una casta de ladrones. Es la única casta de ladrones en Gor —dije.
Ella me miró.
—No te costará mucho integrarte en esa casta —dije.
—¡He visto la marca de los ladrones! ¡Es muy bonita!— dijo Tina.
—Quitadle el collar —le dije a Thurnock.
Tina estaba radiante.
—¿Te veré en Puerto Kar, Turus? —preguntó.
—Sí, pequeña —respondió él, abrazándola.
—¡No me hubiera importado ser tu esclava!
—Te has ganado la libertad.
Turus, tras palpar el vestido de la muchacha, sacó de él su brazalete de amatistas, que ella había escondido. Tina le miró, ofendida. Luego rió.
—¡Tu bolsa! —dijo. Se la devolvió a Turus, y se fue hacia la playa, riendo, hacia el bote que nos llevaría al
Tesephone
.
De repente él echó a correr hacia ella, la cogió por la túnica y la sumergió en el agua. La arrastró, tomándola por el cabello, hasta la orilla, donde la tendió sobre la arena. Los vi besarse y acariciarse. Ella no volvió a intentar quitarle el brazalete o la bolsa. Ahora sólo deseaba los labios de Turus, su cuerpo.
—Quiero a esa mujer —dijo Marlenus, señalando a Mira, que estaba arrodillada sobre la arena—. Me traicionó.
—Por favor, amo, no me entregues a él —me suplicó Mira.
—Muy bien. Te la doy —dije.
Marlenus la tomó por el cabello y la arrastró al lado de Hura.
No podía mover los dedos de mi mano izquierda. El viento era frío.
—Estos hombres deben regresar a Ar para ser empalados públicamente —dijo Marlenus, señalando a Sarus y sus diez hombres.
—No —contesté.
Se produjo un gran silencio.
—Son mis prisioneros —dije—. Yo los capturé, yo y mis hombres.
—Los quiero —dijo Marlenus.
—No —repetí.
—Que sean empalados en el muro de Ar. Que ésta sea la respuesta de Ar a Chenbar de Tyros.
—No es Ar quien debe responder, sino yo —dije—. Liberadlos.
—¡No! —gritó Marlenus.
Sarus y sus hombres estaban aturdidos.
—Devolvedles sus armas —ordené—. Y dadles medicinas y comida. El viaje que han de emprender es largo y peligroso. Ayudadles a preparar vendas para sus heridas.
Me dirigí a Sarus.
—Sigue la costa sur. Ten cuidado —dije.
—Lo tendré —contestó.
—¡No! —gritó Marlenus.
Sheera estaba detrás de mí. Se formaron dos grupos de hombres. Las mujeres de Hura retrocedieron. Hura y Mira yacían atemorizadas. Mis hombres, incluso los que habían abrazado a las mujeres de Verna, avanzaron. Las mujeres, con el pelo suelto, sus vestidos de seda mojados y cubiertos de arena, los siguieron.
Marlenus miró a su alrededor.
Nuestras miradas se encontraron.
—Liberadlos —dijo Marlenus.
Sarus y sus hombres fueron liberados de sus cadenas. Se les proporcionaron medicinas y alimento.
—Devolvedle a Sarus su espada —dije.
Así se hizo.
Sarus seguía delante de mí.
—Has perdido, Sarus —dije.
—Los dos hemos perdido —dijo.
—Vete —contesté.
Se fue, seguido de sus hombres. Los vimos alejarse, a través de la playa. No se volvieron a mirarnos.
—Derribad la empalizada —ordenó Marlenus a sus hombres.
Ellos obedecieron, dejando los maderos sobre la arena. Luego volvieron a sus puestos.
—Nos marcharemos —dijo Marlenus.
El Ubar se giró para mirarme. No parecía muy contento.
—No vengas a la ciudad de Ar —me dijo.
No le contesté. No me apetecía hablar con él.
Luego, con sus hombres, y sus esclavas, incluidas Mira y Hura, se alejó. Entraron en el bosque. Regresaría a su campamento al norte de Laura. Desde allí volvería a Ar, sin duda con Hura a su lado.
Los vi partir.
Ni él ni sus hombres llevaban la señal de la degradación en su cabeza. Había venido al bosque para capturar a Verna y liberar a Talena. Había logrado su primer objetivo pero, tras haberla obligado a servirle, tras haberla conquistado sexualmente, la había liberado. ¿Era un gesto digno de un Ubar? En cuanto a su segundo objetivo, la liberación de Talena, ya no le importaba. Ella le había suplicado ser comprada. Hacer esto significa ser una propiedad, ser una esclava. Él la había repudiado. Ya no la consideraba su hija. Ni siquiera le había preguntado a Verna dónde estaba. Y Verna, como buena goreana, no le había deshonrado informándole. De haberlo hecho, su acto hubiera sido considerado una degradante insinuación de que él, un hombre libre, un Ubar, podía estar interesado en el destino de una esclava. Verna respetaba a Marlenus más que a ningún otro hombre en Gor. No quería insultarle. Sin embargo, quizás enviara a las dos mujeres que vigilaban a Talena a su campamento al norte de Laura, con su prisionera, para ver si, sólo como un hombre libre, estaba interesado en la compra de una esclava. Entonces él, sin preocuparse, podría decidir.
Marlenus y sus hombres habían desaparecido.
Contemplé las maderas abandonadas de la empalizada.
—Thurnock, recoge esos maderos y construye con ellos una baliza —dije.
Me miró con ojos tristes.
—No habrá nadie para verla, pero la construiré —dijo—. Construiré una baliza cuya luz se vea a una distancia de cincuenta pasangs.
No sabía por qué quería construirla. Pocos la verían en Gor. Y tampoco la vería nadie desde el planeta Tierra. Y si alguien la viera, ¿acaso entendería su significado?
Me volví hacia Sheera.
—Te portaste bien en la empalizada. Eres libre —le dije.
La noche anterior, en el
Tesephone
, ya había liberado a Vinca y a las dos esclavas de paga que la ayudaban.
Se les daría oro y serían conducidas a salvo hasta sus ciudades.
—Muy bien —dijo. Estaba llorando. Sabía que la iba a liberar.
—Un inválido no necesita una hermosa esclava —le dije.
Besó mi brazo.
—Te amo, Bosko de Puerto Kar —dijo.
—¿Deseas quedarte conmigo?
—No. No, dulce Bosko. No es porque estés inválido.
La miré confundido.
—Los hombres no entendéis nada —dijo—. Estáis locos, y las mujeres lo están aún más, por amaros.
—Entonces quédate conmigo —le rogué.
—No era a mí a quien llamabas cuando la fiebre te dominaba en el
Tesephone
—replicó.
Contemplé al mar.
—Te deseo lo mejor, Bosko —me dijo.
—Yo también, Sheera —contesté. Sentí su beso en mi brazo, y luego se volvió hacia Thurnock, para que le quitara el collar y así poder, como Verna, desaparecer en el bosque. Marlenus había dicho que el viento de la playa era frío y le irritaba los ojos. A mí me pasaba lo mismo.
—Rim —dije.
—Capitán —contestó.
—Eres el capitán del
Rhoda
. Leva anclas.
—Sí, Capitán.
—¿Sabes lo que tienes que hacer?
—Sí —contestó—. Venderé a los que permanecen en la bodega, los hombres de Tyros que tripularon el
Rhoda
y el
Tesephone
, en Puerto Kar.
—¿Algo más? —le pregunté.
—Sí —contestó—. Primero, cruzaremos el Laurius hasta Laura. Negociaremos con un hombre llamado Hesius de Laura, que envió esclavas de paga y vino drogado a nuestro campamento. Luego prenderé fuego a la taberna. Sus mujeres serán encadenadas, y las llevaremos a los mercados de esclavos de Puerto Kar.
—Bien —dije.
—¿Y Hesius? —preguntó.
—Debéis apoderaros de su caja fuerte y repartir su contenido entre los pobres de Laura.
—¿Y Hesius? —repitió Rim.
—Quitadle todas sus pertenencias y abandonadlo en Laura. Se verá obligado a contar, una y otra vez, por una moneda, la historia de la venganza de los hombres de Puerto Kar.
—Nuestros barcos deberían ponerse a salvo después de esto —dijo Rim.
—Espero que lo consigáis —contesté.
Rim, seguido de Cara, se dirigió al bote.
Las mujeres permanecieron en la arena, viéndolos partir. Algunas levantaban sus manos, y lloraban.
De repente, una muchacha echó a correr hacia uno de los hombres de la tripulación, y se arrodilló ante él, con la cabeza baja y los brazos extendidos. Con un gesto, él le indicó que se levantara y se dirigiera al bote. Ella, su esclava, obedeció.
Para mi sorpresa, una tras otra, las muchachas empezaron a correr a través de la playa. Cada una se arrodillaba ante aquel que la había tocado. La última en hacerlo fue Rena, de la que yo me había servido hacía tiempo, en el campamento de Marlenus. Tras dudar unos instantes, corrió hacia el hombre que la había tocado. También ella fue conducida hasta el bote.
Verna esperaría a sus mujeres en el bosque hasta que comprendiera que ya no iban a regresar.
Entonces comprendí su sabiduría. Ella había conocido las caricias de un hombre, Marlenus. Había temido su contacto, y ni siquiera al partir le había permitido volver a tocarla. En Verna luchaban dos naturalezas, una que quería rendirse y otra que reclamaba la libertad.
Verna cazaría sola en los bosques. Disfrutaría de su libertad. Llevaba el anillo de Ar. Me preguntaba si a veces, se tendería en la oscuridad, acariciando el anillo, llorando. Su orgullo se interponía entre ella y su feminidad. Todavía llevaba los pendientes. Nunca olvidaría que había sido una esclava.