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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Ayla abandona su hogar, El Valle de los Caballos, donde ha permanecido junto a su fiel compañero Jondalar, con el que ha descubierto el amor y nuevas sensaciones hasta ahora ocultas para ambos. Nuestros protagonistas se aventuran en un viaje que les llevará hasta los Mamutoi, Los Cazadores de Mamuts. Sin embargo, tan pronto como Ayla se va asentando en su nueva vida entre una gente que al principio le parece extraña y extremadamente distinta, se siente atraída de manera irresistible por el magnético Ranec, el maestro grabador, con el que aprenderá y compartirá nuevas experiencias.

Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts

Los hijos de la Tierra

ePUB v1.2

Conde1988
20.04.11

Campamento del León

Zona de entrada: almacenamiento de combustible, utensilios y vestimentas exteriores.

Primer hogar: fogata para cocinar y espacio para reuniones.

Segundo: Hogar del León

Talut, jefe

Nezzie

Danug

Latie

Rugie

Rydag

Tercero: Hogar del Zorro

Wymez

Ranec

Cuarto: Hogar del Mamut: espacio para ceremonias, reuniones,

proyectos, visitantes

Mamut-chamán

Ayla

Jondalar

Quinto: Hogar del Reno

Manuv

Tronie

Tornec

Nuvie

Hartal

Bectie

Sexto: Hogar de la Cigüeña

Crozie

Fralie

Frebec

Crisavec

Tasher

Séptimo: Hogar del Uro

Tulie, jefa

Barzec

Deegie

Druwez

Brinan

Tusie

(Tarneg)

Capítulo 1

Ayla, temblando de miedo, se estrechó contra el hombre alto que la acompañaba, en tanto los desconocidos se aproximaban. Jondalar la rodeó protectoramente con un brazo, pero ella seguía estremecida.

«¡Es tan grande!», pensó ella boquiabierta, mirando al hombre que precedía al grupo; tenía el pelo y la barba de color fuego. Ayla nunca había visto a nadie tan grande. Hasta Jondalar parecía pequeño en comparación, aunque lo cierto es que era mucho más alto que la mayoría. El pelirrojo que se acercaba a ellos no era sólo alto: era enorme, un oso humano. Tenía el cuello abultado; su tórax era más amplio que el de dos hombres comunes, y sus macizos bíceps equivalían al muslo de cualquier persona.

Ayla echó un vistazo a Jondalar y no vio miedo alguno reflejado en su cara, pero notó que sonreía con cautela. Le eran desconocidos; en sus largos Viajes había aprendido a ser cauteloso con los desconocidos.

–No recuerdo haberte visto antes –dijo el hombrón, sin preámbulos–. ¿De qué Campamento eres?

Ayla se dio cuenta de que no hablaba el idioma de Jondalar, sino uno de los otros que él le había estado enseñando.

–De ninguno –dijo Jondalar–. No somos Mamutoi –soltó a Ayla y dio un paso adelante, extendidas ambas manos con las palmas hacia arriba para mostrar que no ocultaba nada, en saludo de amistad–. Soy Jondalar de los Zelandonii.

Las manos no le fueron aceptadas.

–¿Zelandonii? Qué extraño... Espera, ¿no había dos forasteros hospedados en ese pueblo del río que vive hacia el oeste? Creo haber oído un nombre parecido.

–Sí, mi hermano y yo vivíamos con ellos –admitió Jondalar.

El hombre de la barba flamígera permaneció pensativo un rato. Después, inesperadamente, se lanzó hacia Jondalar y estrechó al rubio alto en un abrazo capaz de quebrarle los huesos.

–¡Entonces somos parientes! –tronó, con una amplia sonrisa que confirió calidez a su expresión–. ¡Tholie es hija de mi prima!

La sonrisa volvió a Jondalar, algo trémula.

–¡Tholie! Una mujer Mamutoi llamada Tholie era familiar de mi hermano. Ella me enseñó tu idioma.

–¡Por supuesto, ya te lo he dicho! ¡Somos parientes! –el gigante cogió las manos de Jondalar, rechazadas antes–. Soy Talut, jefe del Campamento del León.

Ayla notó que todo el mundo sonreía. Talut le mostró los dientes en una sonrisa y la observó apreciativamente.

–Veo que ahora no viajas con tu hermano –dijo el hombre.

Jondalar volvió a rodearla con un brazo; ella vio cómo aparecía en su frente una fugaz arruga de dolor antes de hablar.

–Se llama Ayla.

–Nombre extraño. ¿Es del pueblo del río?

Jondalar quedó sorprendido por la brusquedad de la pregunta, pero, al recordar a Tholie, sonrió para sus adentros. La mujer baja y fornida que él conocía guardaba muy poco parecido con ese hombre enorme que tenía ante sí, en la ribera, pero ambos estaban tallados del mismo pedernal: mostraban idéntica franqueza, el mismo candor nada tímido, casi ingenuo. No supo qué decir. No sería fácil explicar lo de Ayla.

–No. Ha estado viviendo en un valle, a varias jornadas de aquí.

Talut pareció desconcertado.

–No sé de ninguna mujer llamada así que viva en la zona. ¿Estás seguro de que es Mamutoi?

–Estoy seguro de que no lo es.

–Entonces, ¿de qué pueblo es? Sólo nosotros, los cazadores del mamut, vivimos en esta región.

–No tengo pueblo –dijo Ayla, levantando el mentón con aire de desafío.

Talut la estudió intrigado. Ella había pronunciado aquellas palabras en su idioma, pero la cualidad de su voz, el modo de pronunciar los sonidos, eran... extraños. Desagradables no, pero sí desacostumbrados. Jondalar hablaba con el acento de un idioma que no era el suyo, pero la diferencia en el modo de hablar de la mujer iba más allá del acento. El hombrón sintió aguzado su interés.

–Bueno, éste no es sitio para hablar –dijo, por fin–. Nezzie desatará sobre mí la ira de la Madre misma si no os invito a visitarnos. Los visitantes siempre traen un poco de entusiasmo y hace tiempo que no tenemos visitas. El Campamento del León os dará la bienvenida. Jondalar de los Zelandonii y Ayla sin Pueblo, ¿queréis venir?

–¿Qué te parece, Ayla? ¿Te gustaría visitarles? –preguntó Jondalar, hablando en zelandonii para que ella pudiera responder con franqueza, sin temor a ofender–. ¿No es hora de que conozcas a tu propia gente? ¿No es eso lo que Iza te indicó que hicieras? ¿Buscar a tu pueblo?

No quería parecer demasiado ansioso, pero llevaba mucho tiempo sin conversar con nadie más y le seducía aquella visita.

–No sé –dijo ella, frunciendo el ceño, indecisa–. ¿Qué pensarán de mí? Él ha querido saber cuál era mi pueblo. Yo no tengo pueblo. ¿Y si no les gusto?

–Les gustarás, Ayla, créeme. Sé que sí. Talut te invitó, ¿verdad? A él no le molestó que no tuvieras pueblo. Además, no podrás saber si te aceptan o si te gustan a menos que les des una oportunidad. Con gente como ellos debiste de haberte criado, ¿sabes? No es necesario que nos quedemos por mucho tiempo. Podremos marcharnos cuando queramos.

–¿Podremos marcharnos cuando queramos?

–Por supuesto.

Ayla bajó la vista al suelo, tratando de decidirse. Quería ir, pues se sentía atraída hacia ellos y experimentaba cierta curiosidad por conocerlos mejor. Pero también sentía un apretado nudo de miedo en el estómago. Al levantar la vista, vio a los dos desmelenados caballos de la estepa que pastaban la jugosa hierba de la llanura, cerca del río. Su temor se intensificó.

–¿Y qué haremos con Whinney? ¿Y si ellos quieren matarla? ¡No puedo permitir que nadie haga daño a Whinney!

Jondalar no había pensado en la yegua. ¿Qué diría aquella gente?

–No sé qué harán, Ayla, pero no creo que la maten si les decimos que es algo especial, que no se debe comer –recordó su sorpresa y su sobrecogimiento inicial al descubrir la relación de Ayla con el animal. Sería interesante ver cómo reaccionaban ellos–. Se me ocurre una idea.

Talut no comprendía lo que Ayla y Jondalar estaban diciendo, pero sabía que la mujer se mostraba reacia y que el hombre estaba tratando de convencerla. También notó que ella hablaba aquel otro idioma con el mismo acento raro. El jefe sacó la conclusión de que era el idioma del hombre, pero no el de ella.

Estaba cavilando sobre el enigma de la mujer (con cierto deleite, pues disfrutaba con lo nuevo y extraño, y lo inexplicable le parecía un desafío), cuando el misterio cobró una dimensión totalmente distinta. Ayla emitió un silbido alto y agudo. De pronto, una yegua pajiza y un potrillo de pelaje pardo, de rara intensidad, galoparon hacia el grupo, en dirección a la mujer. ¡Y permanecieron quietos mientras ella los tocaba! El hombrón reprimió un escalofrío de respeto religioso. Aquello iba más allá de cuanto él conocía.

«¿Será Mamut?», se preguntó con mayor aprensión. Alguien con poderes especiales. Muchos de los que Servían a la Madre aseguraban poseer magia para llamar a los animales y dirigir la caza, pero él nunca había visto a nadie que dominara de ese modo a las bestias, al punto de hacerlas acudir a una señal. Ella tenía un talento inigualable. Resultaba un poco atemorizante, pero ¡cuánto podía beneficiarse un Campamento con semejantes poderes! Cazar sería más fácil.

Talut apenas comenzaba a reponerse de su sorpresa cuando la joven le causó otra. Prendida a las rígidas crines de la yegua, saltó a lomos del animal y se sentó a horcajadas. La boca del hombrón se abrió a impulsos de la estupefacción que le embargaba, al ver que la yegua, con Ayla sobre el lomo, galopaba a orillas del río. Seguidas por el potrillo, ambas corrieron por la cuesta hasta las estepas. La maravilla reflejada en los ojos de Talut podía observarse también en el resto del grupo, sobre todo en una niña de doce años, que se adelantó hacia el jefe, recostándose contra él como si buscara apoyo.

–¿Cómo ha hecho eso, Talut? –preguntó, con la vocecita llena de asombro, respeto y algo de ansiedad–. Aquel caballito estaba tan cerca que casi hubiera podido tocarlo.

La expresión de Talut se ablandó.

–Tendrás que preguntárselo a ella, Latie. O tal vez a Jondalar –dijo, volviéndose hacia el alto desconocido.

–Yo mismo no estoy seguro –replicó éste–. Ayla mantiene una comunicación especial con los animales. Crió a Whinney desde que era una potrilla.

–¿Whinney?

–Es el nombre que ha dado a la yegua, tal como yo puedo pronunciarlo. Cuando lo dice ella, parece como si fuera un caballo. El potrillo se llama Corredor. El nombre se lo puse yo, ella me lo pidió. Así llamamos los Zelandonii a quien corre mucho; también al que se esfuerza por ser el mejor. La primera vez que vi a Ayla, estaba ayudando a la yegua a parir el potrillo.

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