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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (43 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Un par de inspiraciones en vano aumentaron más si cabe el pánico que atenazaba el cuerpo de Kassandra, que luchaba por liberarse con uñas y dientes. Kimmie la sujetaba con firmeza y cerraba todas las vías de acceso de oxígeno; su madrastra se sacudía en violentas convulsiones, su pecho se agitaba febrilmente, sus gemidos se ahogaban.

Al final, calló.

Kimmie la abandonó en el
ring
donde habían librado su combate y dejó que la copa de vino rota, la mesita descolocada y el hilo de líquido que brotaba de entre sus labios hablaran por sí solos.

Kassandra Lassen había sabido aprovechar las ventajas de la vida con la misma habilidad con la que ahora había dejado que se la arrebataran.

Un accidente, dirían algunos. Previsible, añadirían otros.

Esas fueron las palabras exactas de uno de los antiguos compañeros de cacería de Kristian Wolf cuando lo encontraron en su finca de Lolland con la arteria perforada. Un accidente, sí, pero previsible. Kristian era muy imprudente con su escopeta. Algún día tenía que ocurrir, comentó el tipo en cuestión.

Pero no se trató de ningún accidente.

Kristian había manejado a Kimmie a su antojo desde el día que le puso la vista encima. La presionó, a ella y a los demás, para que tomara parte en sus juegos y utilizó su cuerpo. La empujó a mantener relaciones de las que luego la apartaba. La obligó a engañar a Kåre Bruno con la promesa de una reconciliación para que fuese a la piscina de Bellahøj. La incitó a gritar para que él lo empujara. La violó y la vapuleó, primero una vez y luego otras más, hasta acabar con su bebé. Le cambió la vida muchas veces, siempre a peor.

Cuando ya llevaba en la calle seis semanas, lo vio en la primera página de un periódico. Sonriente después de hacer unos negocios fantásticos y a punto de disfrutar de unas semanas de descanso en su finca de Lolland. «No hay presa en mis tierras que pueda sentirse a salvo de mi buena puntería», aseguraba.

Robó su primera maleta, se vistió de punta en blanco y tomó el tren hasta Søllested, donde se apeó y recorrió a pie, a la luz del atardecer, los últimos cinco kilómetros que la separaban de la finca.

Pasó la noche entre la maleza mientras oía los gritos de Kristian en la casa y su joven esposa desaparecía en el piso de arriba. Él durmió en la sala de estar y pocas horas después ya estaba preparado para descargar sus carencias personales y todas sus frustraciones sobre un montón de indefensos faisanes y de todo bicho viviente que se le pusiera a tiro.

La noche había sido gélida, pero Kimmie no había pasado frío. La perspectiva de que Kristian pagara sus pecados con su sangre era como el fuego del verano. Vivificante, sublime.

Desde los tiempos del internado sabía que el devastado interior de Kristian lo sacaba del sueño antes que a los demás. Un par de horas antes de que llegara el resto del grupo, solía salir a reconocer el terreno para que ojeadores y cazadores obtuvieran el máximo provecho de su colaboración. Varios años después de asesinarlo aún recordaba perfectamente lo que sintió al ver a Kristian Wolf atravesar el arco de entrada de su finca en dirección a los campos. Completamente equipado como las clases altas creen que se debe ir a matar. Limpio y aseado, hecho un pincel y con unas relucientes botas de cordones. Pero ¿qué sabrían las clases altas de asesinos de verdad?

Lo siguió a cierta distancia por entre los setos con paso rápido y a veces inquieto a causa del ruido de las ramas y de los palitos al quebrarse. Si la descubría, no dudaría en disparar. Una bala perdida, diría. Un malentendido. La falsa hipótesis de que era una pieza que se acercaba.

Pero Kristian no la oyó. No, hasta que la tuvo encima clavándole el cuchillo en sus órganos sexuales.

Se desplomó hacia delante y se retorció por el suelo con los ojos desmesuradamente abiertos y la certeza de que el rostro que había sobre él sería el último que viera.

Ella le arrebató la escopeta y lo dejó desangrarse. No tardó mucho.

Después le dio la vuelta, se metió las manos en las axilas y limpió el arma, la puso entre las manos del cadáver, apuntó el cañón contra su vientre y disparó.

Concluyeron que había sido un accidente de caza y que la causa de la muerte era el desangramiento provocado por la rotura de las arterias. El accidente más comentado del año.

Sí, un accidente, pero no para Kimmie, que sintió que una calma desconocida inundaba su interior.

Para el resto de la banda fue peor. Kimmie había desaparecido de la faz de la tierra y todos sabían que Kristian jamás habría acabado de esa manera sus días de manera natural.

Inexplicable, así describió la gente la muerte de Kristian.

Pero los chicos del internado no se lo tragaban.

Por aquel entonces, Bjarne confesó.

Tal vez supiera que sería el siguiente. Tal vez hubiera alcanzado algún acuerdo con los demás. Qué más daba.

Kimmie lo leyó en los periódicos. Bjarne se declaraba culpable del crimen de Rørvig, con lo que ella podía vivir en paz con el pasado.

Llamó a Ditlev Pram para decirle que si ellos también querían vivir en paz tendrían que pagarle cierta suma de dinero.

Acordaron el procedimiento, y la banda mantuvo su palabra.

Bien hecho por su parte. Así, al menos, el destino tardaría algunos años en darles caza.

Observó por un instante el cadáver de Kassandra, sorprendida al no sentir mayor satisfacción.

Es porque no has terminado
, dijo una de las voces.
Nadie puede sentir dicha a medio camino del paraíso
, dijo otra.

La tercera guardó silencio.

Kimmie asintió, sacó el fardo del bolso y empezó a subir por las escaleras lenta y fatigosamente mientras le explicaba a la pequeña que ella había jugado por aquellos peldaños y se había lanzado barandilla abajo cuando nadie la veía. Que siempre tarareaba la misma canción una y otra vez cuando Kassandra y su padre no la oían.

Breves destellos de la vida de una criatura.

—Tú quédate aquí mientras mamá va a buscarte el osito, mi vida —dijo colocando el fardo con mucho cuidado sobre la almohada.

Su habitación estaba exactamente igual que antes. Allí había pasado varios meses mientras le crecía la tripa. Esa sería su última visita.

Abrió la puerta del balcón y buscó a tientas la teja suelta a la luz del atardecer. Sí, allí seguía, tal y como recordaba. Y cedió con una facilidad sorprendente, cosa que no esperaba. Era como abrir una puerta recién engrasada. Un mal presentimiento le heló la piel, y el frío se transformó en oleadas de calor cuando introdujo la mano en el agujero y lo halló vacío.

Sus ojos rebuscaron febrilmente entre las tejas de alrededor, aunque estaba convencida de que era en vano.

Porque aquella era la teja, era el agujero. Y la caja no estaba.

Todas las abominables kas de su vida empezaron a desfilar frente a ella mientras las voces aullaban en su interior, reían histéricas y la reprendían. Kyle, Willy K. , Kassandra, Kåre, Kristian, Klavs y todos los demás que se habían cruzado en su camino. ¿Quién se había atravesado esta vez llevándose su caja? ¿Serían los mismos a los que pretendía restregarles las pruebas por la cara? ¿Serían los supervivientes? ¿Ditlev, Ulrik y Torsten? ¿Sería posible que hubiesen dado con la caja?

Temblorosa, sintió que las voces se fundían en una y hacían que le palpitaran las venas del dorso de la mano.

Hacía años que no ocurría. Las voces estaban de acuerdo.

Esos tres hombres tenían que morir. Por una vez, las voces estaban completamente de acuerdo.

Exhausta, se echó en la cama junto al pequeño fardo, poseída por un pasado de sumisión y humillaciones. Los primeros y duros golpes de su padre. El aliento a alcohol que se escondía tras los labios de fuego de su madre. Sus uñas mordidas. Sus pellizcos. Los tirones al pelo fino de Kimmie.

Cuando le pegaban mucho, después se sentaba en un rincón con las manos temblorosas aferradas a su osito. Le hablaba y él la consolaba. Por muy pequeño que fuera, sus palabras siempre eran grandes.

Tranquila, Kimmie. Son malos, eso es todo. Algún día desaparecerán. De repente, ya no estarán.

Cuando creció, aquel tono cambió. A veces el osito le decía que no tenía que consentir que le pegaran nunca más, que si alguien daba golpes tenía que ser ella. Ya no debía consentir nada más.

El osito ya no estaba. Lo único en esta vida que le traía el destello de algún recuerdo feliz de su niñez.

Se volvió hacia el fardo, lo acarició con dulzura y, sintiéndose culpable por no haber sido capaz de cumplir su promesa, le dijo:

—No vas a tener tu osito, brujita mía. Lo siento, lo siento muchísimo.

34

Como de costumbre, el que estaba más enterado de las noticias era Ulrik, pero él no se había pasado el fin de semana entrenando con la ballesta como Ditlev. Eran muy diferentes, y siempre lo habían sido. Ulrik prefería ir por la vida con todas las facilidades posibles.

Cuando sonó el teléfono, Ditlev estaba frente al estrecho disparando series de flechas hacia una diana. Al principio, muchas pasaban de largo y acababan haciendo cabrillas en el agua, pero en los últimos dos días eran pocas las que salían despedidas de la ballesta y no aterrizaban exactamente en su objetivo. Ya era lunes y estaba entretenido en alinear cuatro flechas en cruz en el centro de la diana, cuando la voz aterrorizada de Ulrik puso fin a la diversión.

—Kimmie ha matado a Aalbæk —anunció—. Lo he oído en las noticias, sé que ha sido ella.

En una décima de segundo, el dato penetró en la mente de Ditlev. Era como un presagio de muerte.

Escuchó atentamente la breve e inconexa historia de Ulrik acerca de la fatal caída del detective y demás circunstancias.

Por lo que había entendido de la interpretación que hacían los medios de las vaguedades de la policía, no estaba claro que se pudiera hablar de suicidio. Lo que, hablando en plata, quería decir que tampoco se podía descartar que fuera un asesinato.

Era una noticia de la mayor gravedad.

—Tenemos que vernos los tres, ¿me oyes? —susurró Ulrik como si Kimmie ya le siguiera la pista—. Si no nos mantenemos unidos, nos pillará de uno en uno.

Ditlev contempló la ballesta que colgaba del extremo de la correa de cuero que sostenía en la mano. Ulrik tenía razón. Eso lo cambiaba todo.

—De acuerdo —contestó—. De momento vamos a hacer lo que habíamos dicho. Mañana a primera hora nos reunimos en la finca de Torsten para la cacería y después parlamentamos. Que no se te olvide que solo es la segunda vez que ataca en más de diez años. Aún hay tiempo, Ulrik, tengo esa sensación.

Contempló el estrecho con la mirada perdida. De nada servía darle la espalda. O ella o ellos.

—Escucha, Ulrik —dijo—. Voy a llamar a Torsten para informarlo. Mientras tanto, tú puedes hacer unas llamadas a ver qué averiguas. Por ejemplo, a la madrastra de Kimmie. Ponla al tanto de la situación, ¿vale? Pídele a la gente que nos avise si se enteran de algo. Lo que sea. Y Ulrik —añadió antes de colgar—, no salgas de casa si puedes evitarlo hasta que nos veamos, ¿vale?

No le había dado tiempo a guardarse el móvil en el bolsillo cuando volvió a sonar.

—Soy Herbert —se presentó una voz sin brillo.

Su hermano mayor no lo llamaba jamás. Cuando la policía investigaba el crimen de Rørvig, Herbert caló a su hermano pequeño con una sola mirada, aunque nunca dijo nada. No comentó sus sospechas ni intentó entrometerse, pero aquello no fue precisamente el inicio de una gran relación. Antes tampoco la había. Los sentimientos no se llevaban demasiado entre los miembros de la familia Pram.

A pesar de todo, Herbert nunca le había fallado en los momentos decisivos. Probablemente porque su eterno miedo al escándalo estaba por encima de cualquier otra consideración. El temor a que todo lo que él representaba se manchara le producía un sentimiento abrumador.

Por eso había sido la herramienta perfecta cuando Ditlev olfateaba en busca de una posibilidad de frenar la investigación del Departamento Q.

Y por eso telefoneaba ahora.

—Te llamo para avisarte de que la investigación del Departamento Q vuelve a estar en marcha. No puedo facilitarte más datos porque mi contacto en Jefatura ha replegado las antenas, pero el caso es que ese tipo que está al frente, Carl Mørck, ya sabe que habéis intentado entrometeros en su trabajo. Lo lamento, Ditlev. Trata de pasar desapercibido una temporada.

Ditlev también empezaba a notar las embestidas del pánico.

Pilló a Torsten Florin en el preciso instante en que el rey de la moda salía marcha atrás de su plaza de aparcamiento de Brand Nation. Acababa de enterarse de lo de Aalbæk y coincidía con Ditlev y Ulrik en que era obra de Kimmie. De lo que no estaba enterado era de que el Departamento Q y Carl Mørck habían vuelto a la carga.

—Joder, la cosa se está poniendo cada vez más negra —oyó al otro lado de la línea.

—¿Quieres suspender la cacería? —preguntó Ditlev.

El largo silencio al otro extremo era más que elocuente.

—¡No! El zorro se moriría —contestó al fin.

Como si lo viera. Seguro que Torsten se había pasado el fin de semana deleitándose con los tormentos de aquel pobre animal enloquecido.

—Deberías haberlo visto esta mañana —prosiguió—, completamente enloquecido. Pero deja que lo piense.

Ditlev lo conocía. En aquellos momento libraba una batalla entre sus impulsos asesinos y la sensatez con la que había manejado su vida laboral y su creciente imperio desde los veinte años. No tardaría en oírlo musitar una plegaria. Así era él. Cuando no podía solucionar las cosas por sus propios medios, siempre tenía algún dios al que invocar.

Ditlev se colocó el auricular del móvil en el oído, tensó la cuerda de la ballesta y sacó una nueva flecha de la aljaba. A continuación la cargó y apuntó hacia uno de los postes del antiguo embarcadero. El ave acababa de posarse y se estaba sacudiendo la bruma de las alas cuando Ditlev calculó la distancia y el viento y disparó como si acariciara con el dedo la mejilla de un niño.

El animal no se dio cuenta de nada. Cayó atravesado al agua y allí se quedó flotando, eso fue todo; mientras tanto, Torsten salmodiaba casi imperceptiblemente al otro lado de la línea.

Aquel prodigioso disparo fue lo que decidió a Ditlev a abrir el baile.

—Seguimos adelante, Torsten —dijo—. Reúne a todos los somalíes esta noche y dales instrucciones para que a partir de ahora estén atentos con Kimmie. Ponlos en guardia. Enséñales una foto suya. Promételes una gratificación fuera de serie si ven algo.

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