Read Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin Online
Authors: Enid Blyton
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Julián y Dick opinaban de la misma forma. Los muchachos empezaban las vacaciones en igual fecha que las niñas. Así que podrían incluso encontrarse en Londres y efectuar juntos el viaje hasta Kirrin. ¡Hurra!
Llegó por fin la anhelada fecha. Las maletas se amontonaban en el vestíbulo. Coches particulares acudían a recoger a las niñas cuyas familias habitaban cerca. Los autocares del colegio se encargaban de transportar a las demás a la estación. Reinaba un alboroto terrible de gritos y risas por doquier. Las profesoras se las veían y se las deseaban para imponer orden y hacerse entender en medio del jaleo.
—Cualquiera creería que todas las niñas se han vuelto locas de repente —comentó una profesora con otra—. Gracias a Dios que ya las tenemos a casi todas en los autocares. ¡Jorge! Debes de estar corriendo a cien por hora, con tu
Tim
pegado a las faldas, a juzgar por el ruido que armas por el pasillo.
—Es verdad. ¡Pero no me puedo contener! —gritó Jorge—. Ana, ¿dónde estás? ¡Ven! Sube al coche conmigo. He recogido a Tim. Se ha dado cuenta de que empiezan las vacaciones. ¡Ven,
Tim
!
Los autocares, con la barahúnda de cantos en su interior, se encaminaban a la estación. No bien hubieron llegado las niñas, se fueron montando de modo atropellado en el tren. Se oía gritar por todas partes:
—¡La maleta sobre este asiento!
—¿Quién ha cogido mi bolso?
—No te sientes ahí, Hetty. No puedes poner a tu perro al lado del mío. ¡No pararían de ladrar un momento!
—¡Viva! El jefe de estación ya toca el pito.
—¡Nos vamos!
La locomotora salió poco a poco de la estación, arrastrando tras si los vagones, llenos a rebosar de niñas que iniciaban sus vacaciones. El tren fue atravesando la tranquila campiña, pequeñas ciudades y pueblos. Por último, llego a los humeantes suburbios de Londres.
—El tren de los chicos tiene señalada la llegada para dos minutos antes que el nuestro —dijo Ana asomándose a la ventanilla, mientras penetraban en la estación de Londres—. Si ha sido puntual, mis hermanos estarán ya esperándonos en el andén. ¡Mira, Jorge, mira! ¡Allí están!
Jorge se asomó a su vez a la ventanilla.
—¡Eh, Julián! —gritó—. ¡Hola, Dick, hola! Estamos aquí. ¡Hola, Julián!
De regreso en «Villa Kirrin»
Julián, Dick, Ana, Jorge y
Tim
se dirigieron en el acto al bar de la estación para comer unos bocadillos y tomarse unas bebidas. ¡Era estupendo volver a estar reunidos!
Tim
pareció volverse loco de alegría al ver a los dos muchachos y brincaba alrededor de sus piernas.
—Calma,
Tim,
mi viejo amigo. Te quiero mucho y estoy muy contento de volverte a ver —exclamaba Dick—, pero, por favor, no me tires el jarabe por encima con tus caricias. ¿Se ha portado bien esta vez, Jorge?
—Bueno…, bastante bien —contestó Jorge después de meditarlo un poco—. ¿Verdad, Ana? Quiero decir que sólo una vez hizo una pequeña travesura. Metió el hocico en el armario de la ropa blanca y mordisqueo una almohada. Porque si las chicas se dejan las zapatillas en cualquier parte, es natural que
Tim
sienta ganas de jugar con ellas.
—Lo que supondría el fin de las zapatillas, ¿no es así? —comentó riendo Julián—. En total,
Tim,
tu nota en conducta parece ser muy baja. Me temo que tío Quintín no te entregue la media corona que acostumbra regalar por las buenas calificaciones.
Al oír mencionar a su padre, Jorge frunció el ceño.
—¡Vaya! Jorge no ha perdido su característica manera de demostrar su enfado —comentó Dick con voz burlona—. Querida Jorge, deberías fruncir el ceño media docena de veces más para que te reconozcamos.
—No te creas —comentó Ana, acudiendo en defensa de Jorge—. Esta mucho más amable que antes.
En realidad a Jorge se le había pasado casi por completo el enfado y Ana temía que los comentarios de los chicos acerca de la usurpación de la isla de Kirrin por parte de su padre provocara en ella antes de tiempo una nueva irritación.
Julián echo una mirada a su prima y le dijo:
—Mira, chata, no debes tomarte tan a pecho la cuestión de la isla. Has de tener en cuenta que tu padre es un hombre muy inteligente, uno de los mejores científicos que tenemos en el país. Yo pienso que a esta clase de sabios hay que darles toda la libertad que necesiten para sus trabajos. Quiero decir que, si el tío Quintín desea trabajar en la isla de Kirrin, por alguna razón particular, lo que tú debes hacer es decirle con alegría: «¡Adelante, papa!»
Jorge aparentaba estar algo mosca por el largo discurso. No obstante, tenía en gran concepto a su primo y, por regla general, aceptaba sus razones. Julián era el mayor de todos ellos. Un muchacho alto y bien parecido, con ojos enérgicos y una barbilla prominente.
Por fin, Jorge acarició la cabeza de
Tim
y acepto con voz suave:
—Muy bien, prometo no protestar más. Pero has de reconocer que es una pena después de haber planeado allí nuestras vacaciones, saber que nos han estropeado el proyecto.
—Bueno, todos estamos disgustados, esa es la verdad —contestó Julián—. Acabad, acabad pronto los bocadillos, porque tenemos que atravesar todo Londres para tomar el tren de Kirrin. Lo perderemos si no nos damos prisa.
Pronto estuvieron aposentados en el vagón del tren que les trasladaría a Kirrin. Julián se mostraba muy hábil para tratar con los mozos de equipaje y los taxistas. Ana contemplo admirada a su hermano mayor al ver que había sabido encontrar para todos los mejores asientos cerca de la ventanilla. ¡Julián sabía manejarse muy bien!
—¿Tú crees que he crecido? —le preguntó—. Yo esperaba alcanzar a Jorge durante este curso, pero ella no se ha dejado. ¿No te parece que también ha crecido, Julián?
—Si quieres que te diga la verdad, me parece que solo has crecido cuatro o cinco milímetros más que el curso pasado —contestó Julián—. No nos podrás alcanzar nunca. Siempre serás la pequeñaja de la casa, pero no te preocupes. Nos gustas a todos así.
—¡Mirad a
Tim!
Ya está sacando el hocico por la ventanilla como siempre —señalo Dick—.
Tim,
se te meterá una mota de polvo en los ojos. Y luego Jorge se echará a llorar de pena, imaginando que puedes quedarte ciego.
—¡Guau! —respondió
Tim
moviendo el rabo. Este era el aspecto más simpático de
Tim.
Siempre se daba cuenta de cuando le hablaban, aunque no dijeran su nombre, y se daba por aludido, contestando alegremente.
Tía Fanny los aguardaba en la estación, para recogerlos en el cochecito tirado por un
pony.
Las niñas se arrojaron sobre ella. Sus sobrinos la querían tanto como su propia hija. Era amable y gentil con los muchachos. Y hacía cuanto estaba en su mano para suavizar el genio de su marido, al que impacientaba bastante la gente menuda.
—¿Cómo está el tío Quintín? —preguntó Julián con cortesía mientras montaban en el cochecito.
—Está muy bien —contestó su tía—, pero muy excitado. Nunca le había visto tan obsesionado por su trabajo como ahora. Sus experimentos parece que adelantan con mucho éxito.
—Supongo que no sabrás en que consiste su última investigación… —se interesó Dick.
—¡Claro que no! Nunca me cuenta una sola palabra —repuso la tía Fanny—. Jamás habla con nadie de sus trabajos, excepto con sus colaboradores. Sin embargo, sospecho que ahora se trata de algo muy importante. Desde luego, sé que la última parte del experimento ha de realizarse en un lugar rodeado por todas partes de agua profunda. No me preguntéis por qué. Lo ignoro por completo.
—¡Mirad, ya se ve la isla de Kirrin! —exclamó Ana de repente.
En efecto, tras la revuelta del camino, apareció ante sus ojos la bahía. A la entrada de la misma se perfilaba el curioso islote, coronado por las ruinas de un castillo. El sol iluminaba el mar azul y transformaba a la isla en un paisaje de cuento de hadas.
Jorge lanzó en su dirección una seria mirada. Trataba de vislumbrar el edificio, o en lo que consistiera aquello que su padre afirmo necesitar para sus trabajos. Todos miraban hacia la isla con la misma intención.
Pronto lo descubrieron. Sobresaliendo del centro del castillo —debía de estar situada en su patio— podía verse una alta y esbelta torre, semejante a un faro. Tenía un remate de vidrio, que brillaba al sol.
—¡Oh, mamá, es espantoso! No me gusta. Estropea la silueta de la isla —comentó Jorge, disgustada.
—Pero, nena, no te preocupes. Puede derribarse en cuanto tu padre termine su experimento. Se trata de algo provisional y ligero. Se desmontara con facilidad. Tu padre me prometió deshacerlo en cuanto concluyese su trabajo. Dice que puedes ir a verlo si te apetece. Es algo en verdad interesante.
—¡Estupendo! A mí me gustaría mucho verlo —interrumpió Ana—. ¡Parece tan original! ¿Está solo en la isla el tío Quintín, tía Fanny?
—Sí, pese a que no me gusta dejarle solo —respondió tía Fanny—. Por una parte, estoy segura de que no toma sus comidas con regularidad y, por otra, temo que pueda hacerse daño con sus experimentos. Y si se queda allí solo, ¿cómo podré saberlo?
—Bueno, tía Fanny, podrías ponerte de acuerdo con él para que te hiciera señas convenidas cada mañana y cada noche —propuso Julián—. No presenta ninguna dificultad desde lo alto de la torre. Por las mañanas se serviría del sol para hacer señales con un espejo, como una especie de heliógrafo, diciendo que se encuentra bien. Y por la noche, podría utilizar una linterna.
—Si, ya le propuse yo algo parecido —contestó la tía—. Le dije que mañana iríamos todos a verle. A lo mejor, tú, Julián, consigues convencerle de que establezca de ese modo un contacto diario. A ti te hará caso.
—¡Pues sí que tiene gracia…! ¿Quieres decir que papá desea que invadamos su refugio secreto? —preguntó Jorge, sorprendida—. Bueno, yo no pienso ir. No puedo olvidar que es
mi
isla. Me resultará insoportable ver que alguien ha tomado posesión de ella.
—¡Jorge, por lo que más quieras, no empieces de nuevo! —suplicó Ana suspirando—. ¡Tú y tu dichosa isla! ¿Es que no eres siquiera capaz de prestársela a tu propio padre? Tía Fanny, debieras haber visto la cara de Jorge cuando recibió tu carta. Se puso tan furiosa que llego a asustarme.
Todos se echaron a reír, excepto Jorge y su madre. Esta parecía muy disgustada con su hija. ¡Seguía tan difícil como siempre! ¡Mira que enfadarse con su propio padre! Se enfrentaba con él una y otra vez. Pero, en cambio, ¡Santo Dios!, como se le parecía, con su ceño fruncido y sus explosiones temperamentales y aquel indomable orgullo. ¡Ojalá Jorge hubiera sido tan dulce y dócil como sus tres primos!
La muchacha observó la cara ensombrecida de su madre y se avergonzó de si misma. Poniendo la mano sobre su falda, le dijo con humildad:
—Está bien, mama. Te prometo no armar más jaleo. Trataré de guardar mis sentimientos para mí misma. De verdad, lo intentaré. Comprendo que el trabajo de papá es importante. Mañana iré con vosotros a la isla.
Julián dio un golpecito cariñoso en la espalda de Jorge.
—¡Simpaticota Jorge! —exclamó—. No solo cede sino que está aprendiendo a ceder con amabilidad. Jorge, cuando te portas así pareces más un chico que una chica.
Jorge se puso muy oronda. Le gustaba que Julián le dijese que se parecía a un chico. No le gustaba mostrarse mimosa, ni coqueta, ni melindrosa como acostumbran ser las chicas. Pero Ana se molestó un poco:
—No son solo los chicos los que saben ceder con nobleza o hacer cosas por el estilo —dijo—. Hay muchas chicas que son tan capaces de ello, yo misma entre ellas.
—¡Santo Dios! Ya he encendido otra hoguera —comentó tía Fanny sonriendo—. ¡Basta ya de discusiones! Ya estamos en «Villa Kirrin». ¿No os parece preciosa, con el jardín lleno de prímulas, y los alhelíes y los narcisos brotando por todas partes?
En efecto, estaba preciosa. Los cuatro muchachos y
Tim,
con tía Fanny, se apearon frente a la verja, felices por hallarse de regreso. Penetraron en la casa y con gran regocijo encontraron a Juana, la vieja cocinera. Había venido para ayudar durante las vacaciones. Abrazó a los niños y acarició a
Tim,
que saltaba a su alrededor sin cesar de ladrar.
—Bien, bien, aquí os tenemos de nuevo. ¡Como habéis crecido! Y que mayor esta ya el señorito Julián. ¡Es más alto que yo! No hay duda. Y la pequeña Ana ha crecido también mucho.
Ana quedo muy satisfecha con el elogio. Julián se había dirigido a la entrada para ayudar a su tía a bajar los maletines del coche. Las maletas grandes llegarían más tarde. Julián y Dick subieron todo el equipaje al piso. Ana se unió a ellos, deseosa de ver de nuevo su dormitorio.
—¡Que gusto da estar otra vez en Kirrin! —exclamo asomándose a las ventanas. Por una de ellas se veía el fangoso pantano y por la otra se divisaba el mar. Todo era magnífico.
Ana se puso a cantar, mientras desempaquetaba sus cosas:
—¿Sabes? —confió a Dick cuando este entraba con la maleta de Jorge—. ¿Sabes, Dick? Me alegro de que el tío Quintín se quede en la isla. Aunque eso no nos permita ir mucho por allí, me siento más libre en la casa cuando él no está. No se puede negar que es un hombre muy sabio y que, cuando quiere, sabe ser amable, pero confieso que me siento algo asustada en su presencia.
Dick se echó a reír:
—Yo no le tengo miedo, aunque reconozco que a veces hace el efecto de una ducha fría. No me explico cómo puede vivir solo ahora en la isla.
De pronto, una voz sonó al pie de la escalera:
—Bajad a tomar el té, niños. Hay bollos calientes, recién salidos del horno.
—¡Ya vamos, tía Fanny! —gritó Dick—. Corre, Ana, tengo un hambre de miedo. Julián, ¿oíste a tía Fanny llamándonos?
Jorge subía las escaleras en busca de Ana. Se sentía contenta de estar en casa. En cuanto a
Tim,
husmeaba lleno de alegría por todos los rincones de la finca.
—Siempre lo hace —comentó Jorge—. Como si esperara encontrar una silla o una mesa que no oliera igual que la última vez. Ven,
Tim,
es la hora del té ¿Mama, puesto que papa no está en casa, puedo sentar al perro a mi lado? Ahora se porta muy bien.
—¡De acuerdo! —aceptó su madre. Y en seguida se pusieron a merendar.
¡Menuda merienda! Parecía un banquete para veinte invitados. ¡Que estupenda cocinera era la vieja Juana! Debió de necesitar todo el día para prepararla. Todo estaba exquisito. Podría jurarse que no iba a quedar gran cosa cuando terminaran de comer.