Las mantas y los cojines fueron repartidos por el arenoso suelo de la cueva. Empezaba a oscurecer y encendieron una vela. Los cuatro adormecidos chicos se miraron unos a otros.
Tim,
como de costumbre, estaba con
Jorge.
—Buenas noches —dijo
Jorge
—. No puedo estar despierta ni un minuto más. Buenas… noches… a… todos.
UN DÍA EN LA ISLA
Los chicos apenas sabían dónde se encontraban cuando despertaron al día siguiente. El sol aparecía por la entrada de la cueva, topando primero con la durmiente cara de
Jorge.
Esto la despertó, y, adormilada, no comprendía cómo su colchón no estaba tan blando como de costumbre.
«¡Pero no estoy en mi cama, sino en la isla Kirrin, por supuesto!», pensó de pronto. Se incorporó y le dio a Ana un empujón.
—¡Despierta, dormilona! ¡Estamos en la isla!
Pronto despertaron todos, restregándose los ojos.
—De todos modos, será mejor que traiga brezos para mi cama —dijo Ana—. La arena parece blanda al principio, pero luego se vuelve dura.
Los otros estuvieron conformes con la idea de Ana. Así tendrían camas más confortables.
—Es magnífico vivir en una cueva —dijo Dick—. ¡Qué maravilloso tener en nuestra isla, esta fantástica cueva y el castillo y los sótanos! ¡Realmente, somos afortunados teniendo la isla Kirrin para nosotros solos!
—Estoy pringoso y sucio —dijo Julián—. Vamos a darnos un baño antes del desayuno. Luego, ¡jamón, pan y mermelada para mí!
—Tendremos frío después del baño —dijo
Jorge
—. Pondré mi hornilla con agua a hervir para que podamos tomar el desayuno caliente.
—Oh, sí —dijo Ana, que nunca había manipulado una hornilla—. Yo llenaré la olla con agua de una de las tinas. ¿Tenemos leche?
—Hay una lata de leche entre el montón de cosas —dijo Julián—. Podemos abrirla. ¿Dónde está el abrelatas?
No lo encontraban, con gran exasperación de los chicos. Pero al final Julián lo encontró en uno de sus bolsillos.
Llenaron la hornilla de alcohol metílico y la encendieron. La olla la llenaron de agua y la taparon. Entonces los chicos se fueron a bañar.
—¡Fijaos! ¡Hay un maravilloso estanque entre esas rocas! —exclamó Julián señalando—. No lo habíamos visto hasta ahora. Es muy bueno para nadar, como hecho expresamente para nosotros.
—¡Piscina de la isla Kirrin! ¡Un chelín el baño! ¡Libre para los propietarios! ¡Vamos, es un sitio maravilloso! —dijo Dick—. Y fijaos cómo las olas abaten la cima de las rocas y se meten en el estanque. ¡No puede ser mejor!
Era realmente un magnífico estanque, profundo, limpio y con el agua no muy fría. Los chicos se sumergieron en él, nadando alegremente.
Jorge
se lanzó desde una de las rocas más altas en un salto magnífico.
—
Jorge
puede hacer cualquier cosa en el agua —dijo Ana, admirativa—. Me gustaría poder saltar y nadar tan bien como
Jorge,
pero nunca lo conseguiré.
—Podemos ver el viejo barco muy fácilmente desde aquí —dijo Julián saliendo del agua—. ¡Vaya! No nos hemos traído ninguna toalla.
—Utilizaremos por turno una de las mantas —dijo Dick—. Voy a traer una. Por cierto, ¿te acuerdas del cofre? Una cosa muy rara, ¿verdad?
—Sí, muy rara —dijo Julián—. No acabo de entenderlo. Tendremos que vigilar el barco para ver quién viene a recoger el cofre.
—Supongo que lo harán los contrabandistas, si es que son en realidad contrabandistas, que han rondado por aquí y han llevado el cofre al barco en un bote —dijo
Jorge
secándose vigorosamente—. Tendremos que buscar un lugar de vigilancia para ver si aparece algún barco por aquí.
—Sí, no necesitamos que nos descubran —dijo Dick—. No conseguiremos nada si se dan cuenta de que los hemos descubierto. En seguida se marcharían de la isla. Propongo que, en el sitio mejor que encontremos, vayamos por turnos a vigilar y a avisar a los otros si vemos algo.
—¡Buena idea! —alabó Julián—. Bien, ya estoy seco, pero tengo un poco de frío. Vamos a la cueva a beber algo caliente. Y de desayuno, caramba, me tomaría un pollo entero, o un pato, o quizás un toro.
Los otros rieron. Todos tenían la misma hambre.
Se dirigieron a la cueva corriendo sobre la arena, hasta llegar al agujero de arriba, que ahora estaba bañado por el sol.
El líquido de la olla estaba hirviendo alegremente y despidiendo mucho vapor.
—Tomaremos jamón con rodajas de pan —ordenó Julián—. Voy a abrir la lata de leche.
Jorge,
coge tú la lata de cacao y esa jarra y sírvenos a cada uno lo suficiente.
—Estoy terriblemente contenta —dijo Ana, sentada a la entrada de la cueva, mientras desayunaba—. Es una sensación muy agradable. Cómo me gusta estar en nuestra isla, viviendo por nuestra cuenta y haciendo lo que nos guste.
Todos se sentían igualmente contentos. El tiempo era también magnífico y el cielo y el mar estaban de un limpio azul. Se sentaron y se pusieron a comer y a beber mirando al mar y las olas que se abatían sobre el barco entre las rocas.
Era desde luego una costa muy rocosa aquélla.
—Voy a arreglar bien todas las cosas —dijo Ana, que era la más cuidadosa de los cuatro y siempre le gustaba jugar a "la casa"-. Esto será nuestra casa, nuestro hogar. Haremos cuatro camas. Y prepararemos cuatro sitios para sentarnos. Y pondré las cosas bien dispuestas en ese escalón de piedra que enteramente parece hecho para nosotros.
—Dejaremos que Ana juegue ella sola a "las casas" —dijo
Jorge,
que estaba deseando hacer cosas otra vez—. Tenemos que ir a buscar brezos para las camas. Y, ¡oh!, uno de nosotros tendrá que quedarse de guardia para observar el barco y ver si alguien se acerca.
—Sí, eso es importante —dijo Julián al punto—. Yo vigilaré primero. El mejor sitio creo que es encima de esta cueva. Me esconderé detrás de un arbusto para que nadie me vea desde el mar. Vosotros traed los brezos.
Dick y
Jorge
fueron a buscar brezos. Julián subió por la nudosa cuerda que atravesaba el agujero del techo, atada firmemente en las raíces de un enorme matorral de genista. Cuando llegó arriba se tendió, jadeante, sobre los brezos.
No vio en el mar nada de particular salvo algunos grandes barcos a bastantes millas en el horizonte.
Julián se puso a tomar el sol, que le llegaba a todas las pulgadas de su cuerpo. ¡El trabajo de vigía iba a resultar muy agradable!
Pudo oír a Ana cantando abajo en la cueva mientras arreglaba su "casita". Su voz llegaba a través del agujero del techo. Julián sonrió. Sabía que Ana lo estaba pasando muy bien.
Así era, en efecto. Estaba lavando los cacharros que habían utilizado para el desayuno en un charquito que la lluvia, muy a propósito, había formado fuera de la cueva.
Tim
lo usaba también para beber y no parecía gustarle que Ana lo utilizara para lavar. Por eso se excusó ella.
—Siento estropearte el agua,
Tim
querido —dijo—, pero tú eres un perro muy inteligente y estoy segura de que si no te gusta beber aquí encontrarás en seguida otro charquito donde podrás saciar tu sed.
—¡Guau! —ladró
Tim
echando a correr para encontrarse con
Jorge,
que en aquel momento llegaba con Dick cargada con un montón de blandos y olorosos brezos para las camas.
—Pon los brezos en este sitio de la cueva, por favor —dijo Ana—. Yo haré las camas cuando termine con este trabajo.
—¡Estupendo! —dijo
Jorge
—. Ahora vamos a ir a buscar un poco más. ¿Cómo os ha ido a vosotros?
—Julián ha subido por la cuerda para vigilar y darnos una voz si ve algo anormal. Yo estoy deseando que lo haga, ¿y tú?
—Sería algo muy emocionante —dijo Dick echando los brezos sobre
Tim
y casi enterrándolo—. Oh, lo siento,
Tim,
¿estabas debajo? ¡Mala suerte!
Ana tuvo una mañana muy feliz, arreglándolo todo y poniendo los cacharros, los cuchillos y las cucharas en un sitio, la olla en otro y al lado las latas de conserva. ¡Había preparado ciertamente una buena despensa!
Envolvió los panes en un mantel que había traído y lo puso en el sitio más fresco de la cueva que encontró. También puso allí las tinas de agua y los vasos.
Entonces la muchachita emprendió el trabajo de hacer las camas.
Decidió hacer dos, una en cada extremo de la cueva.
—
Jorge,
yo y
Tim
dormiremos en este sitio —decidió, disponiendo los brezos adecuadamente para hacer la cama—. Y Julián y Dick en este otro sitio. Necesito muchos más brezos. Oh, Dick, ¿estás ahí? Llegas a tiempo. Quiero más brezos.
Pronto las camas estuvieron magníficamente preparadas, cubiertas con mantas.
Los cojines hacían de almohadas.
«¡Qué lástima que no hayamos traído pijamas! —pensó Ana—. Los pondría bajo las almohadas y quedaría todo muy bien. ¡Caramba! ¡Qué bonita ha quedado la casa!» Julián llegó, resbalando por la cuerda. Miró a su alrededor, maravillado.
—Vaya —dijo—. Has dejado la cueva magnífica, Ana. Todo pulcro y en orden. Eres una nena estupenda.
A Ana le gustó que le dijera Julián que la cueva estaba muy bien, pero no le agrado que la llamase "nena".
—Sí, ha quedado muy bien, ¿verdad? —dijo—. Pero ¿por qué no estás vigilando allí arriba, Julián?
—Ahora le toca el turno a Dick —repuso el aludido—. Ya han pasado las dos horas. ¿Y si tomásemos unos bizcochos? Me gustaría tomar uno o dos y creo que a los otros también les gustará. Vamos a tomarlos encima de la cueva.
Jorge
y
Tim
están allí con Dick.
Ana, como buena ama de casa, sabía exactamente dónde estaba la lata de las galletas. Cogió diez y se puso a trepar por la cuerda. Julián hizo lo mismo. Pronto estuvieron los cinco recostados en el gran matorral de genista mordisqueando las galletas.
Tim,
más que mordisquear, las devoraba.
El día transcurrió apacible y perezosamente. Todos tomaban parte en el turno de la guardia, aunque Julián había reñido por la tarde a Ana a causa de que ésta se había dormido durante la vigilancia. Esto la llenaba de vergüenza.
—Eres demasiado pequeña para hacer de centinela, eso es todo —dijo Julián—. Eso no nos ocurriría nunca a nosotros tres ni a
Tim.
—Oh, no, déjame que yo también haga la vigilancia —imploró la pobre Ana—. Nunca, nunca más me dormiré. Pero es que el sol calentaba tanto, y…
—Excusas —dijo Julián—. Siempre que haces algo, metes la pata. Está bien, te daré otra oportunidad para comprobar si eres lo suficiente mayor como para hacer las cosas que hacemos nosotros.
Pero la vigilancia resultó infructuosa. Aunque todos fueron a su puesto por turnos en busca de algún extraño navío, ninguno apareció. Los chicos estaban decepcionados. Querían saber a toda costa quién o quiénes habían puesto el cofre en el barco y por qué, y lo que podía haber dentro.
—Será mejor que nos vayamos ya a la cama —dijo Julián cuando el sol había desaparecido—. Son casi las nueve. ¡Vamos! ¡Estoy deseoso de meterme a dormir en una de esas magníficas camas que tan bien ha preparado Ana!
PERTURBACIÓN EN LA NOCHE
La cueva estaba oscura, aunque no tanto como para que fuera necesario encender velas. Sin embargo, resultaría muy bonito encender una. Por eso Ana cogió una cerilla y encendió una vela. Al momento extrañas sombras empezaron a danzar por el interior de la cueva.
—Me gustaría que encendiéramos fuego —dijo Ana.
—Pasaremos demasiado calor —opinó Julián—. Además nos llenaremos de humo. En una cueva como ésta no se puede encender fuego. No hay chimenea.
—Sí que hay —dijo Ana señalando el agujero del techo—. Si encendemos fuego justamente debajo del agujero hará las veces de chimenea, ¿verdad?
—Podría ser —dijo Dick, pensativo—. Pero yo no lo creo. La cueva se llenaría de humo sofocante. No podríamos dormir.
—Entonces ¿no podríamos encender el fuego a la entrada de la cueva? —dijo Ana, que entendía que en una casa siempre debía haber fuego encendido en cualquier lugar—. ¡Así espantaremos a los animales salvajes! Eso es lo que hacía la gente hace mucho tiempo. Lo he leído en mi libro de historia. Encendían hogueras a la entrada de las cuevas para espantar a los animales salvajes que podían andar rondando.
—Pero ¿qué clase de animales salvajes crees tú que pueden andar rondando por aquí? —preguntó Julián perezosamente, mientras terminaba de tomar una taza de cacao—. ¿Leones? ¿Tigres? ¿O quizá temes que aparezcan un elefante o dos?
Todos se echaron a reír.
—No, yo realmente no pienso que animales como ésos vayan a aparecer —dijo Ana—. Sólo digo que estaría muy bien dormir con un fuego que nos cubra la entrada de la cueva.
—Quizá piensa Ana que los conejos pueden meterse aquí y mordernos los dedos de los pies —dijo Dick.
—¡Guau! —ladró
Tim
enderezando las orejas, como siempre hacía cuando oía hablar de conejos.
—Yo pienso que no debemos encender fuego —opinó Julián—. Porque lo podrían ver desde el mar y poner sobre aviso a cualquiera que llegase a la isla para contrabandear.
—Oh, no, Julián, la entrada de esta cueva está oculta al mar; estoy segura de que desde allí no podrían ver el fuego —dijo
Jorge,
al punto—. Está ahí enfrente esa línea de altas rocas que lo cubren todo completamente. A mí me gustaría que encendiéramos fuego.
—¡Muy bien,
Jorge
! —dijo Ana, gozosa de haber encontrado a alguien que fuera de su opinión.
—Pero no vamos ahora a cansarnos trayendo leña —dijo Dick, que no tenía la menor gana de moverse.
—No hace falta —dijo Ana vehementemente—. Yo misma he traído hoy un montón de leña, por si necesitábamos fuego, y la he dejado en el fondo de la cueva.
—¿Verdad que es una perfecta mujercita de su casa? —dijo Julián con gran admiración—. Ella podrá dormirse cuando está haciendo la vigilancia, pero tiene los ojos bien abiertos cuando se trata de prepararnos una casa con todas las comodidades.
Se levantaron y se dirigieron al fondo de la cueva para traer leña. Ana había traído unas brazadas de palitroques que los grajos habían dejado cuando hacían sus nidos en la torre. Todos trabajaron en preparar el fuego. Julián trajo una porción de marojos secos para meterlos entre la leña. Encendieron el fuego en la entrada de la cueva. Los chicos volvieron a sus camas de brezos y se echaron sobre ellas, mirando los rojos resplandores de las llamas y oyendo crujir la leña. La cueva tenía un aspecto sobrenatural y emocionante.