Los cipreses creen en Dios (14 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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—¿Con qué se vestirán?

—Si tan salvajes son… ¡andarán desnudos!

—Bueno, el mercado extranjero es algo, creo yo. ¡Imagínese que toda España fuera como Cataluña! Tendríamos una potencia mundial.

—¿Económicamente?

—Y culturalmente.

—Si tanto le interesa la cultura, ¿por qué se hizo telegrafista?

—Lo mismo digo.

—Yo no he pretendido nunca que mi tierra fuera Grecia. Lo que me interesa es no deber nada a nadie, ni en este mundo ni en el otro.

—¿Frase de los muchachos…?

Llegados aquí, Jaime se dio cuenta de que Matías, personalmente, no se merecía aquello. Se rió y le ofreció un cigarrillo.

Pero Matías quedó preocupado. Nunca le gustó hacer turno de noche; pero ahora mucho menos. Jaime volvería a las andadas. ¡Se había puesto a escribir versos en catalán! Tenía un diccionario al lado. Buscaba palabras nuevas. Cuando el aparato telegráfico se ponía de súbito en marcha, su inspiración quedaba cortada. «¡Perro oficio! —se lamentaba—. Si Maragall hubiese sido telegrafista, no hubiera escrito el Cántico Espiritual. ¿Quiere usted que le recite el Cántico Espiritual, Matías?»

A veces irrumpía en aquella tertulia de a dos el propio Julio García.

El policía era trasnochador de suyo y con frecuencia se acercaba a Correos y Telégrafos, y por la puerta que ponía «Prohibido entrar», entraba.

En este caso la discusión tomaba mayores vuelos, pues el hombre en cuanto había tomado parte en un par de rondas de manzanilla era capaz de recitar no sólo a Maragall, sino a Goethe en alemán. Aunque prefería reclinarse en la ventana que daba a la Plaza, ladearse el sombrero y canturrear flamenco o algún chotis. Matías gozaba de lo lindo oyéndole y diciéndole a Jaime:

—Compare, compare el texto de este chotis con ese soneto pirenaico que está usted pergeñando.

Luego, Julio tomaba asiento y se ponía a hablar del problema social. Ahí el propio Jaime se convertía en su oyente. La manzanilla ponía al alcance de Julio todo el léxico de que disponía. Matías le escuchaba doliéndose de que don Agustín Santillana se hubiera marchado, porque sus discusiones con Julio eran célebres en el Neutral.

Julio, comentando la promulgación de la Ley de Reforma Agraria, imponía el tema del terrateniente español, al que juzgaba odioso:

—Ignacio sabe algo de esos personajes —decía—, pues todas las semanas desfilan por el Banco un par de docenas a cortar el cupón. Es gente fanfarrona… y desde luego despótica. En su piso o en su casa de campo leeréis siempre, a la entrada: «Ave María Purísima»; en el vestíbulo, veréis el árbol genealógico de la familia. Todo allí recuerda a todo el mundo, especialmente a la propia mujer y a los hijos, que en aquella casa hay que permanecer serios, guardar la compostura siempre… Entretanto, a lo largo de la tapia de la finca… terribles trozos de vidrio, capaces de descarnar a un crío. Y muchos de ellos —el notario Noguer, para citar un ejemplo— tienen dada orden a su guarda de disparar contra el primer intruso.

Matías admitía todo eso como cierto. Todo eso y mucho más. Consideraba al terrateniente español más responsable que los de naciones menos pobres y que no se considerasen católicas; pero invitaba a Julio y a Jaime a admitir que muchos de ellos, personalmente, eran unos aristócratas…

¡Cómo no! Julio lo admitía, admitía que la aristocracia era un hecho natural, que a uno podía no gustarle, pero que era un hecho, y que por ello despreciaba más aún a los industriales nuevos ricos, tan despóticos como los primeros y por añadidura chabacanos.

A veces, estas sesiones terminaban en partida de dominó, juego en que los tres eran maestros.

Matías, al día siguiente, repetía en la mesa su conversación con Julio, después de caricaturizar la labor poética de Jaime. Carmen Elgazu, como siempre que se hablaba del policía, ponía mala cara. Más aún, en los últimos tiempos daba a entender que sabía mucho referente al amigo de infancia de Matías Alvear.

—Creéis que es simple policía, ¿eh…? ¿Dónde habéis visto que un policía sepa tantas cosas, sea tan sabio?

Ignacio replicaba:

—Los policías no leen nada y él sí. Eso es todo.

—¡Ya, ya! —insistía Carmen Elgazu—. ¿Todos los policías reciben, tanta correspondencia como él recibe, inclusive del extranjero…? Matías se reía.

—Y eso ¿qué tiene que ver?

A Carmen Elgazu le parecía que tenía mucho que ver.

—Y además… me obligaréis a desembuchar del todo. En Madrid no mandan a las provincias fronterizas como ésta a un cualquiera… ¡No, no, si no he terminado! ¿Queréis saber una cosa…? —Un día miró a todos en señal de reto y soltó—: Julio es especialista en suicidios.

—¿Especialista en…? —Varias voces repitieron la palabra.

—¡Sí, sí! Y también por eso se encuentra aquí. Porque en esta provincia hay muchos suicidios, aunque no lo parezca.

Nadie comprendió. Ignacio se encogió de hombros, aun cuando le costaba suponer que su madre erraba. Sabía que su madre no hablaba nunca porque sí, que sus palabras arrancaban siempre de instintos muy profundos.

Matías acabó diciendo que, de continuar de aquella manera, se abstendría de contar en la mesa sus tertulias nocturnas en Telégrafos. Pilar protestó al igual que los demás, pues si bien la chica no entendía nada de política, nunca faltaba entre dos réplicas alguna agudeza, que luego le valía un éxito entre las amigas.

Carmen Elgazu no dio su brazo a torcer e intensificó su labor informativa. Un día en que Matías llegó celebrando los dichos de Julio más que de ordinario, puso cara de circunstancias, se arregló el moño y soltó la gorda. Dijo que Julio era, ni más ni menos, el capitoste de los comunistas de la provincia.

Todo el mundo se quedó estupefacto. Matías la miró y, cambiando de expresión, repuso:

—¡No tantos vuelos, mujer, no tantos vuelos…! Anda, basta ya. —Luego añadió—: Julio… es un pobre hombre, como yo…

Y aquella frase desarmó a Carmen Elgazu.

* * *

Se acercaba Navidad y el cumpleaños de Ignacio. Con ello los turrones, los belenes y la lotería.

Pilar fue la encargada del belén. Se eligió su habitación porque era la que ofrecía más espacio libre y donde sus amigas Nuri, María y Asunción podrían trabajar sin estorbar. Pilar comenzó el montaje utilizando una mesa espaciosa, plegable, que guardaba en el cuarto de trastos de la azotea. Pintaron un fondo de montañas y cielo azul. Para el portal, se guiaron por un plano que le había hecho César, ex profeso, fiel a la Biblia. Pilar hubiera querido algo magnífico, regio, con figuras de tamaño natural; Ignacio les decía: «No seáis tontas. Los belenes tienen que ser sencillos. Así, con un río de papel de plata».

De los turrones se encargó Carmen Elgazu, y fue mandado un paquete de dos kilos al Collell; de la lotería se cuidó Matías.

Matías Alvear convencía todos los años a la tertulia del Neutral para comprar, entre todos, un billete. Aquel año faltaba don Agustín Santillana, pero le sustituyó el subdirector del Banco de Ignacio.

El director de la Tabacalera, que si tenía un pasar era gracias a la lotería, le preguntó a Matías:

—Así, pues, ¿qué haría usted, Matías, si le tocara el gordo? Además de mandar a freír espárragos a los de Telégrafos se entiende.

Matías colgó el sombrero en el perchero del café y dijo, sentándose y pasándose las manos por los muslos:

—Pues… la verdad, lo primero cumplir una promesa que le tengo hecha a mi mujer: llevarla a Mallorca.

—¡Vaya! Segunda luna de miel.

—Eso. Luego… —continuó, arrellanándose en el sillón, y llamando al camarero— creo que iría a la barbería de Raimundo y me daría el gustazo de decirle: «Anda, haz lo que te de la gana». Me gustaría comprobar cuánto subiría la cuenta.

El camarero del Neutral se detuvo a escucharle, sonriendo, lo mismo que Julio.

—¿Y qué más, y qué más?

—Pues… no sé. ¡Podría uno hacer tantas cosas! Quedarse aquí, o estar pescando en el Ter o en el balcón durante años…

El director de la Tabacalera le miró sorprendido.

—¿Continuaría usted pescando en el balcón?

Matías disolvió con parsimonia el azúcar en el café.

—¿Por qué no? ¿Qué querría? ¿Que me fuera a pescar ballenas?

Matías aseguraba que a él el dinero no le haría perder la cabeza jamás.

El camarero quedó un poco decepcionado. Era un chico exaltado, Ramón de nombre, que siempre soñaba con aventuras inverosímiles.

—¿Y usted, Julio…? —preguntó Ramón al policía al ver que se había hecho el silencio.

Julio se pasó también las manos por los muslos.

—Yo… lo primero que haría es ocultarle a mi mujer que me había tocado un céntimo.

El camarero torció la boca y se alejó. A todos les dio pena y, llamándole, le regalaron una participación de cinco pesetas. Pero… de nada sirvió. Rodó la Fortuna y a la tertulia del Neutral no le tocó nada, ni pedrea.

Sin embargo, Navidad llegaba para todos. En el piso de la Rambla estaban el belén, los turrones, una carta de César dirigida especialmente a Pilar, a quien felicitaba por haber estrenado unas medias y a quien censuraba su proyecto de cortarse las trenzas. Carmen Elgazu hizo canelones. Luego hubo pollo y champaña. Matías dijo: «Si queréis, puedo recitaros un soneto de Jaime.
Sota el cel blau…»

Todos protestaron enérgicamente.

El 31 de diciembre, cumpleaños de Ignacio —diecisiete años—, se invitó a todas las amistades a tomar café. Pilar estaba muy contenta viendo a tantos hombres en casa. El único que le daba miedo era mosén Alberto. Cuando éste llegó, la chica salió al balcón del río, le hizo una seña a Nuri, que permanecía a la escucha tres balcones más arriba, y a la media hora ésta, María y Asunción se hallaban reunidas en el cuarto de Pilar, parloteando, cambiando de sitio las ovejas del belén y mirando de vez en cuando al comedor por el ojo de la cerradura.

Pilar les leyó la carta de César. Estaba muy orgullosa con ella.

Nuri le dijo: «Yo quiero que tu hermano me case». Asunción, que cada vez que se acercaba a la cerradura, deseaba que el ángulo visual comprendiera a Ignacio, dijo sonriendo: «Yo quiero casarme con tu hermano».

Pilar ocultaba a sus amigas que Ignacio no le hacía caso. En realidad, ella continuaba prefiriéndole. Si Ignacio hubiese querido, la chica le hubiera seguido a todas partes. Aquel día les decía a todas: «Diecisiete años, y ya cobra cien pesetas».

Ignacio sostenía raramente una conversación larga con su hermana. Excepto si le interesaba algo preciso, preguntarle detalles de las monjas o de sus amigas. Se interesaba especialmente por María y Asunción, porque éstas eran hijas de militar. «¿Qué cuentan de sus padres?» Le interesaban porque en el Banco se decía que los militares eran los verdaderos enemigos del progreso y de la República. Se hablaba con particular agresividad del comandante Martínez de Soria, monárquico recalcitrante. Pilar se encogía de hombros, ignoraba todo aquello. Se limitaba a decirle que a María y a Asunción, lo mismo que a otras chicas que conocía, les gustaba mucho ser hijas de militar.

En el comedor se hablaba de lo importante que era aquella fecha, el último día del año. De que la vida pasaba de prisa. ¡Julio recordaba a Matías de pantalón corto —sin medias— correteando por Madrid!, mosén Alberto sus años de Seminario, «cuando lo que ahora era patio en la Sagrada Familia era entonces huerta con coles y nabos y una acequia de agua clara», don Emilio Santos dijo: «Pues hoy hace quince años que murió mi mujer». Todo el mundo guardó silencio un instante. Luego Carmen Elgazu explicó que ella y Matías se conocían desde hacía veinticinco años. «Nos conocimos en Bilbao. En un viaje que él hizo allí, nunca he sabido por qué…»

—¿Por qué fui a Bilbao…? —Matías soltó una carcajada—. Pues ha quedado claro, me parece…

—¡Nada, nada! Ni siquiera sabías que yo existiera.

Éste era el gran misterio, según mosén Alberto. Que las personas se cruzaran a mitad de camino…

Luego se habló de lo que cada uno haría aquella noche. Julio y doña Amparo Campo se irían al baile de Izquierda Republicana y se tomarían las doce uvas. Don Emilio Santos a dormir, lo mismo que Matías. Mosén Alberto tenía que terminar la Memoria anual de actividades del Museo. A Carmen Elgazu la horrorizó que alguien, en el momento de empezar el nuevo año, se atreviera a estar en un baile y comer uvas. «Son costumbres de quién sabe dónde», dijo.

—¿Usted qué hará, pues? —le preguntó el policía.

—¿Yo…? Pues como todos los años. Me llevaré a Ignacio y Pilar a la Catedral, y empezaremos el año oyendo misa.

Matías intervino.

—Anda, mujer, cuéntalo todo. Haréis algo más, supongo.

—¿Qué quieres decir?

—No sé. —Matías sonrió—. ¿No haces nada al oír las doce campanadas?

Carmen Algazu se arregló el moño que se le estaba cayendo.

—¡Ah, sí, claro! Besaremos el suelo doce veces.

Julio empequeñeció los ojos. Don Emilio Santos miró a la mujer de Matías con admiración.

—¿Besar el suelo…?

—Claro. En señal de humildad.

Ignacio corrigió:

—No es exactamente eso. Es recordar que el tiempo pasa y que volveremos a ser polvo.

A Ignacio le gustaba demostrar a Julio que él continuaba estando al otro lado.

—¿Tú también lo harás…? —le preguntó el policía.

—Naturalmente —dijo Ignacio.

Carmen Elgazu rubricó:

—En mi casa, en Bilbao, la familia lleva más de trescientos años besando el suelo a fin de año, cuando dan las campanadas.

Así se hizo. Julio comió las uvas en Izquierda Republicana —su mujer hubiera preferido otro lugar de más postín—; mosén Alberto se paseó solo por las inmensas salas del Museo catalogando objetos y mirando de vez en cuando las estrellas; Carmen Elgazu e Ignacio se fueron a la Catedral.

Ceremonia de fin de año. ¡Ignacio cumplía los diecisiete! Madre e hijo arrodillados; sonó el reloj; ¡ambos se doblaron y pegaron su frente y sus labios a las losas del templo! La sangre le subió a Ignacio a la cabeza. De reojo miraba a su madre y pensaba: «Hace diecisiete años, esta mujer en vez de estar boca abajo, como en este instante, estaba tendida panza arriba, las manos en los barrotes de la cama, abierto el vientre para darme la vida». Cuando las doce campanadas se extinguieron, Ignacio asió del brazo a su madre, ayudándola a reincorporarse. Sintió el tibio contacto de su antebrazo. El perfil de Carmen Elgazu era duro y noble, destacaba sobre los sillares de la Catedral, era un perfil que debía de tener también trescientos años… «¿Yo perfecta…? —protestaba a veces Carmen Elgazu—. Sí, sí. También siento mis antipatías, también. Y mis celos y mi amor propio. Es imposible que una mujer casada sea perfecta.»

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