Los cipreses creen en Dios (33 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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—Julio se puso más alegre aún.

—Pero, hombre… ¿por qué no me lo dijiste antes? No hay nada que hacer, ¿comprendes? Nada que hacer.

—¿En qué no hay nada que hacer?

Julio puso unas cuantas botellas en el suelo. Dejó cuatro solamente sobre la mesa, y las colocó una en cada esquina.

—Separación de clases, ¿ves? El anís no será nunca coñac y el coñac no será nunca champaña. ¡Nada, nada! —prosiguió, viendo que Ignacio quería hablar—. Los de arriba —tocó el cuello de la botella de champaña— no creerán nunca en tu sinceridad, y los de abajo-tocó la base de la botella de anís—, tampoco. Tú, clase media como yo, ¿comprendes?

Ignacio comprendía.

—¿Verdaderamente no hay nada que hacer?

—Brrrr… ¿Qué crees que ocurriría si fueras al notario Noguer y le dijeras: «Señor Notario, hace usted muy bien disparando en su finca contra los intrusos»? Nada. Ni te daría la mano. Ni hablar.

Ignacio reflexionaba. Le parecía que aquélla era una magnífica ocasión para sacar algo en claro de Julio. Le seguía la broma y bebía para acompañarle.

—Julio —le preguntó—, ¿es verdad que usted es comunista?

—¿Yo…? —Julio, que había encendido un pitillo, abriendo los brazos reunió de un golpe las cuatro botellas, haciéndolas tintinear.

Ignacio dijo:

—Me alegro. Porque aquí se rumorea algo…

—Idiotas, idiotas —repitió el policía—. Lo que pasa —se echó para atrás— es que a mí me interesa todo, ¿comprendes?

—¿Todo…?

—Sí. Todo lo que sea… ¿Qué te diré? Una gran transformación.

—¡Hombre! —exclamó Ignacio—. ¿Y cree que el comunismo lo es?

—¡Cómo! —Crujió los dedos—. ¡Caray si lo es! El otro día me contaban…

—¿Qué le contaban?

—Que en España no se atreven a… En fin, que se sirven del socialismo.

—No entiendo.

—Sí, hombre. Aquí no hay disciplina, ¿comprendes? Ya lo ves. Tú, individualista. Y el Komintern lo sabe.

—¿El Komintern sabe que yo soy individualista?

—¡No seas burro! Sabe que lo eres tú —le señaló—, que lo soy yo —se señaló—. Que todos somos individualistas. Por eso ha ordenado lo que te he dicho. —Con la diestra se dio un golpe en la otra muñeca, obligando a la mano izquierda a que se levantara—. El socialismo como trampolín.

A Ignacio le había interesado lo de la transformación.

—¿Así que le gustan las transformaciones?

—Sí. —Julio continuaba alegre—. Por eso me gusta Pilar, ¿sabes? Se está transformando.

Ignacio se puso repentinamente serio.

—Dejemos a Pilar, ¿no le parece?

—¡Bien, dejémosla! ¿Sabes qué…? Vamos a hablar de otro personaje. De Hitler.

—¿Otro transformador?

—Otro. También me interesa. ¿Qué? ¿No te han dicho si yo soy de Hitler?

La verdad, no.

—Pues… casi me interesa tanto como lo otro.

A Ignacio le pareció que Julio continuaba bebiendo demasiado y que llegaría un momento en que no sacaría nada en claro de él. Así que quiso precipitar las cosas.

—¿Qué sabe usted de la masonería, Julio…?

—¡Uf…! —El policía hizo ademán de ahuyentar una mosca—. Nada. ¿Ves? Ahí, nada. Nunca he sabido absolutamente nada.

—¿Nada, nada…? No lo creo.

—¿Por qué no?

—Usted siempre sabe algo.

Julio pareció sentirse halagado.

—¡Ah, claro! Lo de todo el mundo. Que si el rey de Inglaterra, que si Martínez Barrios… Son masones, ¿verdad? ¡Y me hace gracia —añadió riendo— que siempre se hable del grado treinta y tres!

Ignacio quería estimularle.

—Bien, pero… de los ritos. O de la… organización… Por ejemplo. ¿Hay logias en ciudades pequeñas? ¿En una capital como… Gerona por ejemplo?

—Chico… —Julio ahuyentó otra mosca—. Pasa eso, ¿sabes? Los que no lo son, no saben nada; y los que lo son, no hablan. Así que… ¿Me entiendes? ¡Ah, a mí me gustaría más hablar de Pilar!

Ignacio vio que no había nada que hacer. Julio se había levantado y se balanceaba sobre sus pies.

—La ciencia… La ciencia… es otra gran…

—Sí, ya sé.

—Eso. —Julio añadió—: Cambiará el mundo. Una inyección a un vicario ¡y ale! —hizo crujir los dedos—, transformado en rector.

Aquella salida extemporánea hizo reír a Ignacio. Pero de pronto le recordó lo del vicario de San Félix, que se había ido a Fontilles. Miró al policía. Tenía la cara roja y los labios algo hinchados.

—Ya conoce usted la novedad, ¿no? —le dijo.

—¿Qué novedad?

—La del vicario de San Félix.

—¿Qué ha hecho…? —Se rió—. ¿Se ha casado?

—No. Se ha ido a curar leprosos.

—¡Ja! —Julio hizo luego una expresión de asco—. La ciencia… arreglará eso.

—¿Cómo que arreglará eso?

—Una inyección… ¡y zas…! Holgarán los vicarios.

Aquello desagradó a Ignacio. Que no hubiera tenido un gesto de admiración. Precisamente hallándose en aquel estado tenía que haberle salido espontáneamente.

—Pero… usted admira al vicario, ¿no es eso?

—No.

—¿No? ¿Cómo que no?

—Es un acto… tonto. Inyecciones, ¿comprendes? —repitió, apretando con el pulgar una jeringa imaginaria—. Sabios. ¡Sabios y no vicarios!

Ignacio se ponía nervioso. Julio se daba cuenta de ello y le hacía ademán de que se calmara.

—Quieto, quieto… No lo olvides: «Sangre de primera calidad». ¿Quieres que te diga —añadió, levantando súbitamente el índice— el mal de España?

Ignacio no contestó.

—Pues, escucha bien. En los partidos políticos no hay biblioteca. ¡Mentira! —añadió—. La hay, pero… no va nadie. —Se sentó para sentirse más seguro—. ¡Y miento aún! —añadió—. En muchos pueblos… van las gallinas. ¡Eso es! —Hizo un gesto de asombro—. El conserje no ve a nadie… y mete las gallinas.

—¿Y qué pasa con eso? Tenemos gallinas sabias, ¿no?

—¿Qué pasa…? Ya lo ves. —Señaló afuera con el índice extendido—. Otra vez Semana Santa.

Ignacio le miró sin comprender.

—¡La procesión! Oye… —añadió, mirándole con simpatía y guiñándole un ojo—. ¿Te puedo hacer una pregunta?

—Hágala.

—¿En qué mes estamos?

—Pues… marzo.

—¡Exacto! Marzo. Bien… En la procesión… ¿llevarás capucha?

Ignacio hizo un gesto de repentina convicción.

—Desde luego.

Entonces Julio pareció serenarse.

—Bien hecho, bien hecho… —Luego añadió—: Yo también la he llevado… algunas veces.

* * *

David y Olga fueron más explícitos. Insistieron sobre la influencia que la niñez y el ambiente tenían sobre las personas. Del Cojo dijeron que las costras eran efecto de desnutrición. Su padre murió en las canteras de Montjuich. Le sepultó un bloque de piedra, con la cual luego le labraron la lápida, en la falda de la misma montaña, en el cementerio. Ahora vivía con su madre, vieja increíblemente alegre, porque estaba convencida de que su hijo era abogado. Al salir todas las mañanas, el Cojo le decía: «Hasta luego, madre, me voy a la Audiencia». Pero en realidad desde los tres años no había comido a su gusto ni siquiera cuando le invitaba su tío el Responsable. El odio que el chico sentía por los Costa, actuales dueños de las canteras de Montjuich, provenía del accidente de trabajo que sufrió su padre.

El Grandullón, ya sabía; y en cuanto al Rubio, era, en efecto, hospiciano. Le recogió una mujer que le vio un día yendo al fútbol en fija con los demás chicos, pero a su lado, exceptuados un par de años de prosperidad, todo le fue malamente. Ahora el Rubio se ganaba la vida llevando maletas en la estación y se contaba que la vieja perdía la vista. Los vecinos la ayudaban porque el Rubio era bastante frívolo.

Todos tenían una historia parecida, desde Blasco hasta los serios dirigentes de la CNT. ¿Cómo quería Ignacio que al oír hablar del Seminario no se pusieran nerviosos? Ninguno de ellos había encontrada ayuda duradera en ninguna institución. ¿Qué decir? El padre de Blasco, según les contaron en Estat Català, era un hombre que todo lo que poseía lo llevaba en el interior de la gorra. Se sacaba la gorra, la depositaba como cuenco entre las rodillas y de ella iba sacando todas sus riquezas lentamente: tabaco, papel de fumar, unas fotografías, una goma, unas monedas, alguna vieja carta y un acta notarial, no se sabía de qué. Todo estaba impregnado del olor, color y grasa de sus cabellos y de su gorra. También era limpiabotas y fue quien enseñó a Blasco a hacer saltar con un estilete los tacones de los clientes.

Y en cuanto al Responsable, éste era caso aparte. Cuando nació, sus padres vivían holgadamente fabricando alpargatas. Pero ya su padre era un gran revolucionario, que introducía en la mercancía folletos de propaganda. Un día alguien le dijo que lo hacía para el negocio, que sabía que cuanto más revoluciones hubiera más de moda se pondrían las alpargatas. Le dolió tanto el falso testimonio y temió hasta tal punto que la gente lo creyera, que cerró el taller. Desde entonces dio tumbos con su mujer y su hijo, el Responsable, vendiendo pomadas en las ferias, y hierbas. De ahí le venía al Responsable su afición a la medicina empírica, el vegetarianismo y a hipnotizar. Su padre acabó encantando serpientes. Y cuando su madre murió, una serpiente que dormía con ella se le enroscó al cuello amorosamente y no podían despegarla. Esta imagen le quedó tan grabada al Responsable que desde entonces, cuando oía que alguien había aplastado la cabeza de una serpiente, se ponía furioso… Ahora trabajaba en el taller Corbera, fabricando alpargatas de nuevo e introduciendo idénticos folletos clandestinos que su padre. Pero de la prosperidad de su nacimiento le había quedado cierta manía admirativa por la gente instruida. Por ello hacía buenas migas con Julio García, y sin duda por ello había intentado ganarse a Ignacio.

Los maestros desconocían la historia del manicomio.

—Pero ya ves, chico —dijeron—, que no es fácil juzgar… ¿Al padre de Blasco qué le hubiera importado imprenta más o menos? Total, tampoco le habría cabido en la gorra.

* * *

Todo aquello constituía una experiencia. Y la Cuaresma avanzaba. Eran tantas las personas como Carmen Elgazu que habían prohibido a sus hijos silbar y cantar, que el ambiente de la ciudad era silencioso. Abstinencia y ayunos abundaban como el bacalao en las tiendas. Las piedras parecían más grises. En torno de la Catedral flotaba una aureola de recogimiento.

Todo aquello había terminado por impresionar a Ignacio, quien se preguntaba si no sería hora de ir a confesar. Porque las personas a las que las manifestaciones cuaresmales molestaban, y que querían contrarrestarlas por medio de altavoces, espectáculos picarescos o carreras ciclistas, conseguían arrastrar a muchos, pero no a Ignacio. A Ignacio le vencía la constancia de Carmen Elgazu y la cara de espanto de Pilar cuando se sorprendía a sí misma tarareando un vals. «¡Dios mío!», exclamaba. Y se llevaba la mano a la boca.

Ignacio quería confesar su caída con doña Amparo Campo. De pronto le producía verdadero horror, pensando que al fin y al cabo Julio era amigo suyo y de la familia. Pero nunca se decidía, dándose pretextos y excusas. «Cuando no tenga que estudiar tanto. Si el vicario de San Félix no se hubiera marchado a Fon tilles…»

Pero, por otra parte, le causaba viva inquietud entrar en Semana Santa sin haberse reconciliado con Dios. La Semana Santa había impresionado siempre a Ignacio de una manera especial, incluso en el Seminario. Empezando por el Domingo de Ramos y terminando por la Pascua de Resurrección.

Y Gerona, desde luego, ofrecía un marco único para conmemorar aquellos acontecimientos.

—¿No sabes adonde ir los domingos? —le decía Carmen Elgazu—. ¡Vente conmigo al Vía Crucis del Calvario, ya verás!

El Vía Crucis en las capillas que ascendían Calvario arriba, al otro lado de las murallas. Catorce capillas blancas. Las tres primeras destacaban aún entre torreones y recuerdos bélicos, por un camino empinado y pedregoso parecido al que Carmen Elgazu vio en «Rey de Reyes» y que conducía al Gólgota. Pero las demás se erguían ya entre los prados frondosos que se caían por la izquierda, barranco abajo, hasta el río Galligans y los olivares que trepaban por la derecha. Olivares eternos, de propietario desconocido, puestos allí para esperar a que por Cuaresma se formara la gran comitiva del Vía Crucis hasta la ermita.

Un domingo Ignacio aceptó. Y luego hubo de aceptar muchos otros domingos. Entendió que haría tan feliz a su madre acompañándola, que le dijo: «Vamos al Vía Crucis del Calvario». «¿A qué hora es?» «A las tres, hijo. Saldremos juntos de aquí.»

Así lo hicieron.
El Demócrata
ridiculizaba aquel acto de pública penitencia; pero, por lo visto, había muchas personas que no le hacían el menor caso. Porque en el lugar de concentración, detrás de la Catedral, se congregaba siempre una considerable multitud que se ponía en marcha apenas el sacerdote que había de leer las Estaciones salía del Palacio Episcopal.

Pronto cruzaban la antigua puerta de salida de la ciudad y atacaban en silencio la cuesta pedregosa. Ignacio se sentía en el acto prendido en el ambiente de religiosidad. El lento avance de aquella multitud, el súbito ensanchamiento del horizonte y la visión de la primera capilla le obsesionaban.

La gente arrastraba los pies, con la vista baja, avanzando a veces sobre la hierba que orillaba el camino y de pronto levantando la vista en dirección a la ermita que aparecía allá arriba, escueta y solitaria. El sacerdote que llevaba el Vía Crucis iba en cabeza y al llegar ante cada estación subía al pequeño estrado y, abriendo el librillo, gritaba: «¡Quinta Estación!» Y se persignaba y la multitud le imitaba, haciendo una genuflexión ante la naturaleza y murmurando: «Señor, que con tu sangre redimiste al mundo…» Y el texto describía la primera caída de Cristo, la segunda, la tercera, cuando le dieron a beber hiel y vinagre…

A veces, hacía viento y los olivos se unían al coro: «Señor, que con tu sangre redimiste al mundo…» Las murallas abrían cuanto podían sus grandes boquetes para oír. La Catedral surgía ciclópea, increíblemente lejana, a espaldas de la comitiva.

Los más rezagados apenas si oían al sacerdote. La comitiva era tan larga que cuando éste había llegado a la undécima estación, ellos todavía estaban en la cuarta. Seguían la Pasión con los brazos caídos, el cuello inclinado hacia el pecho. Algunos se cansaban y se sentaban en el camino, con una flor del campo en los labios. A veces surgía un lector espontáneo, y entonces las voces de éste y el sacerdote que iba en cabeza se unían en el aire.

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