Los cipreses creen en Dios (44 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Los halló a todos muy bien instalados. Los niños en un ala del edificio, las niñas en la otra, los maestros arriba. El hotel era blanco, con una terraza que dominaba la bahía entera, pues por aquel lado el bosque de pinos clareaba.

El orden interno de la Colonia —la colectividad había adoptado este nombre—, era perfecto. Al toque de diana eran levantadas las camas y en su lugar se instalaban las mesas que luego servirían de comedor. Todo por turno riguroso: ayudar a la cocinera, limpieza, bajar al pueblo a comprar. Los propios alumnos cuidaban de todo, excepto de la administración y la cocina. Para servir la mesa, las niñas reclamaron la exclusiva.

Lo primero que hizo Ignacio fue esperar a que llegara la noche para irse solo al rompeolas y contemplar el mar, que apenas había visto desde que se marchó de Málaga, y escucharlo hasta que su corazón se sintiera satisfecho. Así lo hizo. Y apenas llegado a él, reclinado en la barandilla, bajo el faro que giraba silencioso, le pareció tan hermosa el agua que le rodeaba por todas partes, y la quietud, y el cielo que se extendía de punta a punta sobre su cabeza, que tuvo la impresión de que rompía con su pasado, con el Banco, con Gerona, casi casi con su Bachillerato. Se dijo que ya nunca más tendría preocupaciones de sociedad, de dinero, de trabajo, de conciencia. Su vida iba a ser, ya para siempre, aquel rompeolas, aquella quietud, aquel faro que giraba silenciosamente. Con la espuma que le llegaba se mojó la frente y las sienes. Y respiró hondo. Y allá quedó al paso de las horas, isla humana, pensamiento, volviendo de vez en cuando la mirada hacia el pueblo, cuya bahía, a lo lejos, resplandecía de luces porque era la Fiesta Mayor. Una de estas luces titilaba al viento junto a la Torre del Salvamento de Náufragos. Era el faro del edificio en que él viviría aquellas dos semanas, en compañía de los alumnos y sus maestros.

David le había dicho:

—Llévate el
slip
. Un baño a medianoche es incomparable.

Olga había replicado:

—¿Para qué? Mejor aún bañarse desnudo, sobre todo hoy que hay luna.

Siguió este último consejo. A las doce en punto regresó del puerto, descendió a la playa y se echó al agua. La primera sensación al subir a la superficie y hallarse solo fue la de vivir un momento absoluto, de entera plenitud. El agua en la noche le producía un inédito placer en la piel, un ritmo jubiloso en la sangre, una rara claridad intelectual que le capacitaba para recibir cualquier mensaje que viniera del mar. Pero, de repente, advirtió hasta qué punto era total su soledad. Entonces le pareció que la marea subía, que las sombras de las barcas ancladas a su alrededor cobraban vida. Un miedo inexplicable le invadió. Por dignidad dio unas brazadas aún, pero sin dejar de mirar la mancha que el montoncito de su ropa hacía en la arena de la playa. Esta mancha era el único cordón que le enlazaba con el mundo, su única seguridad. A pesar de lo cual oyó, bajo sus pies, extraños chasquidos emergentes de ignotas lenguas submarinas. Y al mismo tiempo un escalofrío en las piernas, como un calambre. Sin dejar de sentirse feliz por todo ello resopló un instante y, deslizándose sin hacer ruido, se dirigió a tierra. Luego marchó con lentitud a la Colonia.

* * *

Al día siguiente entró en tromba en la vida de la Colonia y en la vida de San Feliu. Por la mañana la comitiva, niños y niñas, bajaban a la playa, precedidos en lo alto por constelaciones de cometas. Ejercicios gimnásticos, y luego el baño. Olga llevaba un
maillot
blanco y nadaba a la perfección, escoltada por los mayores de la clase. A veces desaparecía bajo el agua y surgía al cabo de un rato mucho más lejos, no sin que David se hubiera llevado un buen susto. Algunas de las niñas se tendían en la playa y los chicos las iban cubriendo de arena.

Por la tarde, excursión, bordeando la costa, por entre los pinos, salpicándola de comentarios sobre la vida de los veraneantes en sus residencias. Hacia el atardecer, lección de tema vario y luego trabajo manual. Cuadritos tallados en madera y, sobre todo, en corcho, que era lo peculiar del país. Olga enseñaba a las niñas a hacer muñecas. Unas muñecas de trapo muy expresivas, con el esqueleto de alambre. Un amigo de David, compañero de promoción, que ejercía en el pueblo, había ido a visitarlos. Tocaba la guitarra y aportaba un fondo sentimental al corcho y a las muñecas. Cuando el sol se ponía, todo el mundo, sentado, asistía a su muerte con la mirada, sobrecogido el ánimo ante la grandeza de la hora y el tono violento —morado y escarlata— en que se resolvía la inmensidad del cielo. Luego se encendía una hoguera y se cantaba.

Ignacio no perdía detalle de las reacciones de los alumnos. Quería aquilatar de cerca los resultados del Manual. Todavía era temprano para emitir un juicio sobre ellos. Por de pronto, llevaban once días allí, a todos les había tostado el sol. Tal vez sus ademanes y su mirar revelaran cierto sensualismo. «¿Por qué cubrían de arena las piernas y el vientre de las chicas? ¿Por qué empleaban un vocabulario superior al que les correspondía por la edad?» Debía de ser la distensión que creaban las vacaciones. Santi, el chico de los enormes pies, era muy grosero. Era incomprensible que David y Olga le prefirieran. «¿Qué virtudes tendría ocultas? O tal vez le prefirieran por caridad…»

De todos modos, se dijo que no se encontraba allí para escarceos psicológicos. Lo mejor era salir él solo a la buena de Dios, bajar por su cuenta al pueblo de San Feliu, centro veraniego de la región. Ninguna idea preconcebida, ningún plan concreto. Mirar y gozar de la alegría del mar, del cromatismo de la Fiesta Mayor.

¡Válgame Dios, pronto comprendió la expresión de los ojos de los chicos! Toda la playa, y especialmente la zona acotada por una valla —donde iba la gente de pago—, era un milagro de muchachas hermosas. Le habían dicho muchas veces que las mujeres en el mar no hacen ninguna impresión, que la excesiva desnudez atenúa el misterio. Ignacio pensó que en San Feliu no ocurría nada de eso, todo lo contrario. Las chicas tenían, o bien aire de languidez que atraía irresistiblemente, o bien daban una sensación de plenitud, de belleza y fuerza que encandilaba los ojos. Aparte las consabidas deformidades y raquitiqueces, que por lo demás cuidaban muy bien de no exhibirse demasiado, de esconderse entre las barcas.

Pronto comprobó un hecho: el nivel de belleza era muy superior entre la gente que se bañaba en la zona de pago. Sería absurdo negar aquella evidencia. ¡Qué se le iba a hacer! Como reconocía Julio, la elegancia era un hecho humano anterior a las teorías democráticas.

Ignacio se dijo: «He de bañarme en la zona de pago». Pero tenía presente la advertencia de su padre: «Gasta lo menos posible». Así que se decidió a usar de un ardid corriente para cruzar la valla sin pasar por la taquilla: la vía marítima.

Esperó a que se bajaran a la playa los niños de la Colonia, se desnudó, dejó la ropa al cuidado de uno de ellos, se internó en el mar y luego, nadando, cortó en diagonal hacia el terreno acotado. Una vez allí nadie le pidió explicaciones y usó de todos los privilegios como los demás.

A media mañana, de una de las casetas, pintarrajeada de líneas blancas y verdes, salió un hombre con un inmenso balón azul, balón que en seguida revoloteó por entre los bañistas levantando gran algazara. Era un hombre que se movía con sorprendente naturalidad. Cuerpo atlético, aunque ya de hombre maduro. Fumaba en un larga boquilla. Se hizo el amo, sin que nadie se preguntara por qué. Ignacio movió la cabeza varias veces consecutivas, pues reconoció en él al comandante Martínez de Soria.

Minutos después, una muchacha de extraordinarios ojos verdes, con gorro de goma que le minimizaba la cabeza, se dirigió hacia Ignacio con ademanes coquetos y, viéndole algo apartado, le mandó el inmenso balón azul. Ignacio quedó en suspenso. Temió que el balón, resbaladizo, le jugara una mala pasada, lo cual sería grave, pues todo el mundo le estaba contemplando. Concentrando todas sus fuerzas, dio un enorme salto, emergiendo del agua hasta medio cuerpo. Luego pegó un puñetazo. Su proeza debió de ser algo verdaderamente fuera de serie, pues todo el mundo aplaudió; a la muchacha no la veía porque había quedado tras la masa azul del balón.

Pasó todo el resto de la mañana en estado febril, dándose cuenta de que hacía teatro, en honor a aquellos ojos verdes que no se apartaban de su piel. La muchacha era de una belleza que barría todo cuanto había conocido antes. Entonces le asaltó un pensamiento cómico: si se marchaba nadando, ella descubriría que había entrado fraudulentamente en las zonas de la elegancia. Alguna amiga le diría: «¡Ya ves! Debe de ser un pescador».

Tenía plena conciencia de lo mezquino que era aquello. Pero algo superior a él le retenía en la arena. Hasta que, muy tarde, la muchacha entró en una caseta y salió vestida. Al pasar a su lado dijo: «Adiós». Él se levantó y correspondió al saludo. Minutos después volvía a sumergirse en el mar para cruzar la zona acotada.

En realidad no tenía idea del tiempo transcurrido. A medida que se acercaba al lugar iba mirando la playa, casi desierta. ¿Y los alumnos? ¿Y su ropa…? No veía a nadie. Por fin descubrió, sentado en una barca, solo, inmensamente solo y aburrido, al chico al que había confiado sus pantalones, su camisa, sus alpargatas.

Ignacio se sintió avergonzado. Salió del mar empapado de agua y Chorreando de vergüenza.

—Pero… ¿qué hora es?

—No sé. Las tres y media, creo.

—¡Oh, pobre chico! Lo siento de veras.

Miró al niño. Tenía expresión inteligente, tal vez un poco de soberbia.

—No habrás comido, claro…

—Empezaba a comerme las alpargatas, pero sabían mal.

* * *

A media tarde los chicos le rodeaban, no querían soltarle. Pero él se moría de ganas de bajar a San Feliu. La cordialidad de los alumnos le halagaba; sin embargo, un impulso más fuerte que él se le hacía irresistible. Se peinó en su cuarto, arriba, se mojó la cara, se secó, salió de la Colonia y, saludando a todos, se lanzó cuesta abajo. Eran las cuatro y media en punto.

Temprano, pero no importaba. Ya se oían las sardanas… En un santiamén se encontró en el llano. El Paseo del Mar estaba abarrotado. Autobuses, entoldado, cafés rebosantes, un Circo. «¡Helao, al rico helao…!» Los veraneantes de plantilla, refugiados en la terraza de su Casino habitual, contemplaban el bullicio con irónico agradecimiento.

En la orilla, una gran multitud. Se acercó: las regatas. Uno, dos, tres, ocho balandros doblaban la curva del rompeolas, tan inclinados que parecía que de un momento a otro se decidirían a tenderse horizontalmente en el agua. Sin embargo, de repente se erguían, avanzaban como flechas en dirección a la meta, situada en zona de pago. Cada balandro llevaba un experto y una venus, ambos destacándose contra los macizos acantilados de Garbí, enormes, a la derecha de la bahía.

Ignacio se dejó ganar por el espectáculo. ¡Hermoso combate! Y los acantilados… Se prolongaban durante kilómetros y kilómetros, hasta Tossa de Mar. Crines rocosas de tono amarillento o rojizo, miles de pinos descendiendo en cabalgata hasta el agua, ante un mar a la vez neto y profundo. ¡Qué grandiosidad!

Reconoció a muchas personas de Gerona, que en el Paseo del Mar adoptaban aires de venir de mucho más lejos. Mujeres de color de rosa que cambiaban tranquilamente su piel. Al muchacho le parecía extraordinario que una cosa tan importante como cambiar la piel ocurriera de tan sencilla manera. Por lo demás, el Paseo de San Feliu tenía aspecto de parque familiar.

Dio media vuelta y pasó frente a los cafés. ¡Al vuelo las campanas! La muchacha de ojos verdes estaba sentada con una amiga en el Casino llamado «de los señores», en uno de los sillones de la calzada. Ignacio, sin reflexionar un segundo, se le acercó. No sabía lo que le diría, pero no importaba. Se detuvo ante ella y renunció a todo preámbulo: puso una mano sobre la mesa y le preguntó si le había hecho daño con el balón azul. Ella le contestó que sí, e inclinándose ligeramente le mostró un exquisito corte que tenía sobre una ceja. Ignacio, entusiasmado, le pidió permiso para quedarse a su lado hasta que la herida hubiera cicatrizado. Ella hizo un mohín inteligente y gracioso, y señaló un sillón a su izquierda. Luego presentó.

—Mi amiga «Loli». Yo me llamo Ana María.

—Yo me llamo Ignacio.

Al tiempo de sentarse, Ignacio leyó mensajes totalmente distintos en los ojos de las dos muchachas. En los de Ana María, algo espontáneo, claro como la vela de un balandro; en los de Loli una terrible sospecha: la sospecha de que él era pescador.

La muchacha le miraba con desconcertante insolencia las alpargatas —de trenzas, no de
crep
—, el pantalón —azul marino, no blanco—, la camisa no de seda, la muñeca sin reloj. Luego el pecho, la frente morena, el pelo negro y rizado. Acodada en el sillón, sin quitarse el meñique de los labios, remató el examen:

—¿Qué estudias?

—Ahora empezaré abogado.

Loli sonrió. Al cabo de poco rato suspiró con absoluto aburrimiento.

—¡Bien chicos! —dijo, levantándose—. Os dejo. —Se pegó una absurda palmada en la cabeza. Y ya de espaldas levantó la mano y la agitó—:
Au revoir!
—Y se alejó.

Ignacio enarcó las cejas con asombro. Ana María se quitaba algo de la solapa del vestido.

—Me parece que no le he gustado —dijo Ignacio.

—Me parece que no —rubricó ella sonriendo—. Está loca, pero es muy simpática, de veras.

Ignacio se sentía molesto. Quería poner aquello en claro, pero Ana María cortó sus pensamientos.

—Tú no eres catalán, ¿verdad?

Ignacio se volvió. La muchacha tenía una barbilla diminuta, nariz chata, pómulos salientes. Se peinaba con un moño a cada lado. Era un encanto. Llevaba un traje de hilo, muy correcto. Cuando se reía, avanzaba la cabeza en actitud de gran cordialidad.

Ignacio pensaba: todo esto es un milagro. Hablaron de cosas neutras. Dos o tres comentarios de la chica le llamaron la atención. Primero, cuando los altavoces dieron el resultado de las regatas. Ana María le dijo: «¡A ver, perdona un momento! —Y escuchó. Al oír el nombre del ganador exclamó—: ¡Ah, ja! ¡Papá rabiará!» Luego, un momento en que el sol se rodeó de rayos blancos observó: «¿A ti no te parece que el sol es poco humilde?»

Se levantaron. Entraron en el teatro
guignol
—un real cada uno— y se rieron como benditos con el intercambio de garrotazos entre la mujer buena y Lucifer. Luego escucharon un charlatán —limeño— que vendía relojes de pulsera por dos duros. «¡El único defecto que tienen —decía— es que cuando marcan las doce no se sabe si es mediodía o medianoche!»

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