Los cipreses creen en Dios (76 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Y no era así. Cuando Mateo las presentó, diciendo en tono algo solemne: «Marta, ahí tienes la amiga que te mereces», Marta sonrió a Pilar con evidente deseo de resultarle agradable. Y cuando, enterada Marta de que Octavio había nacido en Sevilla e Ignacio en Málaga, levantó el brazo y acercando sucesivamente su taza de chocolate a los labios de los dos muchachos les dijo: «Brindemos por Sevilla y Málaga», Pilar quedó pasmada ante aquella osadía, pero reconoció que la chica lo hizo con perfecta naturalidad. En cambio, Octavio protestó contra que se brindara por Andalucía con chocolate. «La próxima fiesta la daré yo y se harán las cosas como es debido.»

Perfecta reunión. En otros lugares —cines abarrotados, Ateneo Popular— la tarde festiva avanzaba con más torpeza. Muchas personas —en la UGT, en Estat Català, en el Partido Comunista— hablaban de Unión; trece personas, en casa de Mateo, la habían conseguido.

Sin cortar con los Costa, que también la habían conseguido entre el paisaje nupcial de Mallorca.

En cuanto Ignacio asió a Marta por la cintura observó que la chica bailaba guardando las distancias, pero estrechando fuerte la mano. Hija del comandante Martínez de Soria, pensó. Sin embargo, nada en su espíritu se rebeló ante esta idea. Por lo visto, los prejuicios de antaño habían muerto en él.

Únicamente recordaba con absurda insistencia a sus dos hermanos, de Valladolid. Tan parecidos uno al otro, con la camisa azul, con el pequeño revólver invisible en la cadera. Pero Marta era menos irónica. Al escuchar prestaba gran atención. Si comprendía, asentía con viveza; si no, levantaba la mano para apartarse el flequillo a uno y otro lado de la frente. Mateo, que no cesaba de observarla, supuso que Ignacio debía de desconcertarla un poco, pues hablando con él la chica se apartaba el flequillo con inquietante regularidad.

Se bailó hasta las ocho, hasta que la mismísima gramola quedó afónica. Entonces se pasó al despacho, volvieron a colocarse las sillas, el coñac substituyó al chocolate. La intención era criticar un poco, y quedó cumplida. ¡Pilar opinó que aquello era peor que el taller! Octavio contó fabulosas historias de su tierra, de mujeres que para ir a los toros vendían el colchón.

Mateo quería evitar a toda costa que se hablara de política. Pero no pudo evitar que la mujer de Benito Civil, aludiera a San José —«su santo preferido»—, lo cual originó que Octavio, medio ateo, soltara un par de bromas sobre el florecimiento de ciertas varas que escandalizaron a la concurrencia. La nuera del profesor Civil se prometió a sí misma no asistir nunca más a una de aquellas reuniones; junto con la criada, fue el personaje trotskista de la fiesta Pilar estuvo muy brillante explicando el error en que incurren los hombres al suponer que a las mujeres les gusta vestir bien para que ellos las vean. «Nos gusta principalmente hacer rabiar a las otras mujeres.» Las hermanas de los estudiantes asintieron calurosamente. Ignacio repuso: «¡Así, pues, Marta se puso un collarete blanco sobré jersey negro para haceros rabiar a vosotras!» Todo el mundo se rió. Marta, abiertamente, y al final, ante el regocijo de todos, confesó que era cierto.

La novia de Octavio, Rosario, se rió, pero con timidez. En la fonda, la mayoría de los clientes eran como su padre: hubieran pedido vino tinto en vez de chocolate y hubieran hablado de pesca o de platos de estofado en vez de hablar de San José. Por eso le estaba agradecida a Octavio, porque elevaba su nivel en sociedad. Y por ello, al mirar de vez en cuando el retrato de José Antonio, que había quedado a su izquierda, pensaba que desde luego era más distinguido que el Responsable.

Rosario daba por descontado que allá todo el mundo era falangista, y suponía que no sólo Marta, sino incluso la mujer del delineante, y desde luego Pilar, se sabían de memoria lo que significaba «Régimen gremial o corporativo» en vez de «sindicatos políticos» como repetía siempre Octavio. Le daba mucho miedo ponerse a estudiar todo aquello, pero temía aún más no hacerlo. «Porque yo debo ser distinta de las demás, pero la verdad es que me arreglo para Octavio y no por las demás mujeres.»

Rosselló y Juan Roca, Haro y Civil se inspeccionaban unos a otros con gran curiosidad. Ardían en deseos de poder hablarse, comunicarse sus respectivos entusiasmos. Preguntarse: «Qué, ¿has leído el último discurso?» «¿Sabes lo que significa hacer guardia en los luceros?» Pero tuvieron que limitarse a cambiar miradas de solidaridad.

Dos de ellos —Rosselló y Roca— sabían que en la reunión había un disidente: Ignacio. Se mostraban agresivos con él. Ignacio fingía no darse cuenta. Mateo pensaba: «Como el tema suba de tono, se va a armar la de San Quintín». Menos mal que Marta abrió y cerró el asunto en un santiamén. Al enterarse de que Ignacio era más bien socialista, exclamó: «¡Oh, así no hay pega! En Valladolid todos los socialistas se pasan a Falange». Ignacio se mordió los labios. Y como arma de venganza, eligió tomar la palabra, olvidando el consejo de mosén Francisco, y deslumbrar a Marta, a Octavio, a los catecúmenos y al propio don Emilio Santos, el cual acababa de entrar, de regreso del Neutral. Habló durante bastante rato, solo, ante el entusiasmo de Pilar, que pensaba: «Vaya hermano de categoría que tengo». Habló de temas diversos, que no tenían nada que ver ni con el socialismo ni con Valladolid. Habló del Banco, de donde dijo que empleados que habían trabajado juntos ocho horas diarias durante años no tenían nada común, y verían la desaparición de unos y otros sin hacer un solo comentario. Habló de la carrera de Derecho, que estudiaba con el máximo interés porque enseñaba a no levantar los brazos a mayor altura que la cabeza. Habló de Teresa Neumann, diciendo: «Es aún más importante que aquel soldado francés de la guerra del catorce que recibió simultáneamente cinco heridas: dos en las manos, dos en los pies y una en el costado izquierdo. O sea exactamente las cinco heridas de Cristo». Finalmente habló del baile moderno, diciendo que su ritmo era desde luego obsesionante, pero que a su entender al final ganaría la batalla el
jazz
puramente melódico, y el ritmo sudamericano.

Ignacio se consideró satisfecho y Rosselló y Roca, nada rencorosos, sonrieron cordialmente. La claudicación de éstos alegró más aún a todos los componentes de la reunión, los cuales olvidaban por completo que era hora de ir a cenar.

Éxito total. Mateo, el más contento de todos. Ya eran «seis» perfectamente unidos, Pilar estaba encantadora. La idea de invitar a Marta había sido afortunada —Marta quedaba incorporada al grupo, sobre todo a Pilar—. Ignacio había conocido de cerca a sus hombres y algo recordaría de todo aquello. ¿Qué más podía desear por trece tazas de chocolate?

También Marta estaba contenta. Y en todo el discurso de Ignacio sólo se apartó el flequillo una vez: cuando oyó que varios hombres podían trabajar juntos ocho horas diarias durante años, y continuar siendo absolutamente extraños entre sí, sin cederse uno al otro un milímetro de corazón.

En cuanto a lo de Teresa Neumann, le interesó en grado sumo, a pesar de las sonrisitas de Octavio. «El primer estigmatizado visible fue San Pedro.» ¿Qué significaba todo aquello? Sería preciso pedir detalles. Era hermoso, e Ignacio parecía estar muy documentado. Don Emilio Santos, llegado después del paso de los socialistas vallisoletanos a Falange, dio por bien empleado el gasto de la fiesta y se congratuló del buen sentido de todos. «Por ahora Mateo me da pocos disgustos, a pesar de las flechas.» Por otra parte, Pilar le gustaba mucho. Si en vez del corte hubiese estudiado mecanografía, la hubiera empleado en la Tabacalera. La mujer del delineante era la única que sentía mal sabor. Creía que su marido se había metido con gente «demasiado lista», de lo que no tenía ninguna necesidad, sobre todo ahora que ya trabajaba. A don Emilio Santos le hubiera dicho: «No se haga ilusiones. Los disgustos van a llegar».

Capítulo LI

La vida iba rodando vertiginosamente. Mientras el 14 de abril, cuarto aniversario del advenimiento de la República, fue celebrado estruendosamente por Izquierda Republicana; mientras mosén Alberto iniciaba unas excavaciones en Rosas, en busca de la ciudad griega que tanto preocupaba al sabio doctor Relken, amigo de Julio; mientras la hermana de los Costa, Laura, tenía que acudir a la clínica dental de «La Voz de Alerta» para sacarse una muela, y el redactor jefe de
El Tradicionalista
le preguntaba, en tono que inquietó a la mujer: «¿Y usted, Laura, no se casa…?»; mientras David y Olga recibían cada quince días la visita del nuevo Inspector del magisterio nombrado después de octubre, el cual les advertía: «No les aconsejaría a ustedes que hicieran política con los alumnos…»; mientras el hijo mayor del profesor Civil, el arquitecto, recibía el encargo de construir un grupo de casas de veraneo en Agaró, playa de moda, y reclutaba para trabajar como peones a todos los murcianos de la calle de la Barca, los cuales se marchaban con sus mujeres y críos, mientras los demás obreros en paro continuaban levantándose tarde y lavándose en la cocina después de dar un empujón a su mujer, la Semana Santa llegó de nuevo a Gerona. Otra vez el silencio en casa de los Alvear, los capuchones negros sobre las imágenes. Carmen Elgazu volvió a gritar, camino del Calvario: «¡Perdonadnos, Señooooor…!» Los olivos volvieron a agitarse, las piedras a cobrar significación. En la procesión, Ignacio agitó de nuevo veinte veces la antorcha, y Pilar tampoco le reconoció desde el balcón. Quien recogió los excrementos tras el caballo del comandante Martínez de Soria no fue Ernesto, que se hallaba en el Manicomio. Fue el padre de Haro, el guardia urbano, quien se ofreció por ganar un jornal.

Y vino el Sábado de Gloria con el volteo de campanas, y nadie tiró petardos en el Palacio Episcopal. Y llegó la primavera, y los pintores volvieron al valle de San Daniel, bebiendo agua en la fuente de hierro milagrosa, y Jaime, el de Telégrafos, se estrujó de nuevo los dedos en los Juegos Florales, esperando inútilmente que citaran su nombre por su nuevo poema «Mujer». Y mientras Raimundo en la barbería proponía para solucionar los males de España que en cada pueblo hubiera un orfeón y una compañía teatral de aficionados, don Pedro Oriol aseguraba que nunca se lograría progresar si los gobernantes, cualesquiera que fuesen, no se decidían a realizar a fondo una repoblación forestal.

Y entretanto doña Amparo Campo le decía a Julio: «Julio, va pasando el tiempo y ya ves, todavía no me has llevado a La Molina, y este verano supongo que tampoco me llevarás a ninguna parte…»

* * *

Y, no obstante, para quien más vertiginosamente rodaba la vida, aunque él con sus hombros templados y su andar lento procuraba no perder pie, era para Cosme Vila.

La apertura del flamante local había significado su emancipación. Dejó el Banco. Su mujer se puso a fabricar cestos en el piso. Los padres de ésta, en el paso a nivel, le preparaban el trabajo, de un tren a otro. Con ello y con una subvención prometida por Barcelona, el jefe dispuso de un despacho y la ciudad contó con un local para el Partido Comunista.

Cosme Vila pudo ya contemplar la procesión de Corpus desde el balcón del Partido. Y al ver las inmensas alfombras de flores que cubrían la plaza, pensó que la primavera era hermosa. Y en homenaje a la primavera, procedió a nombrar el Comité.

No le gustaba Víctor, le consideraba peso muerto; pero, era una vieja gloria y debía respetarle. Tesorero, se encargaría del archivo fotográfico y de ilustrar el pequeño semanario —algún día diario— que se iba a editar.

Gorki sería su brazo derecho, como Octavio lo era de Mateo. Gorki era aragonés, bajo y cuadrado, ojos de lince, pequeña barriga; sabía muchas cosas. Era extremadamente fanático. Nadie comprendía por qué fabricaba perfumes. Él decía: «Recorriendo la provincia con un muestrario en la mano, se entera uno de muchas cosas». Sería el redactor jefe del semanario, que bautizaron con el nombre de «El Proletario».

El cuarto miembro del Comité fue Murillo. Por unanimidad. Cosme Vila se daba cuenta de que un hombre sin escrúpulos podía prestar servicios en caso necesario… Naturalmente, habría que vigilarle. Pero si algún día se lavaba la gabardina, se rescindiría el contrato y se acabó.

El quinto miembro, tal vez el más fanático, Teo. El carretero gigante, Teo Arias. El mejor carretero de la ciudad. Trabajaba por su cuenta. Disponía de un carro de plataforma inmensa, desde cuyo centro, de pie y sosteniendo las riendas, levantaba en vilo las crines de dos caballos pardos, soberbios, también de su propiedad. Hacía veinte viajes diarios a la estación. Al pasar al trote delante del laboratorio de Gorki, todas las garrafas y botellas de éste temblaban en las estanterías. Al pasar delante del local del Partido Comunista, temblaban los cristales. Víctor decía, levantando la cabeza: «Ahí pasa Teo». La importancia de Teo radicaba en su humanidad… y en que de pronto informó a todo el mundo de que era hermano del taxista que murió en Comisaría el 6 de Octubre. Nadie lo sabía, sólo los íntimos. Los dos hermanos no se hablaban desde hacía años. Pero el día del entierro Teo, ante la fosa, juró que vengaría a su hermano Jaime Arias. Y ahora, desde el Comité del Partido Comunista, creía llegada la ocasión.

Cosme Vila entendió que, de momento, con aquellos cuatro colaboradores inmediatos, le bastaría. Sería preciso celebrar otra Asamblea General, continuar el Cursillo de iniciación marxista. Pero lo importante era, antes que otra cosa, indicar a cada miembro del Comité su sitio exacto, y poner, respecto a la labor por realizar, los puntos sobre las íes.

Sentado en el escritorio del despacho de jefe, pensaba en el Banco y en la máquina de escribir. Al oír dar las horas se decía: «Ahora el director tose, enciende la pipa y pide la firma. Ahora el subdirector saca su caja de rapé y despliega
El Demócrata
. Ahora Padrosa se come un emparedado de jamón. Ahora Ignacio lía un cigarrillo, sonriendo por lo bajo».

¡Qué hermoso era poder dedicar la jornada entera al ideal! Cosme Vila recordó la carta que dejó su padre sobre la mesa del comedor, " antes de ahorcarse, dirigida a un hermano suyo: «No puedo soportar ver pasar hambre a mi mujer y a mi hijo. Ayúdalos cuanto puedas. Y que Dios te lo pague».

¡Qué duro era aquello, qué lejano y qué próximo! Bajo la hoz y el martillo, los retratos de Marx, Lenin y Stalin, con un mapa de la provincia de Gerona pegado a la pared, Cosme Vila, en mangas de camisa, con un cinturón anchísimo, de cuero, que le había regalado su suegro, reunió al Comité, dispuesto a puntualizar. En las dos salas contiguas del piso la masa de afiliados lavaba los cristales, barría, colocaba bombillas, trasladaba otros trastos de la barbería, en la que sólo quedarían los espejos y la escupidera.

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