—Pero aún hay algo más, ¿verdad?… —preguntó Dante con suavidad.
El conde levantó la cabeza permitiéndose una ligera sonrisa.
—Siempre hay algo más, Dante… Parece que en Florencia impera una ley misteriosa por la cual si algo puede empeorar no hay nada que se pueda hacer para que no suceda —bromeó el conde—. Con razón vuestros conciudadanos dicen que «si a alguien quieres hacer mal, envíalo a Florencia como oficial».
—Sí, ése es un antiguo y muy atinado refrán de nuestra tierra —contestó Dante, que deslizó también una sonrisa que quebraba un tanto la tensión generada en la conversación.
—Pero, como decís, sí que hay algo más… —volvió a hablar Battifolle—. Algo que agrava, y mucho, todo lo que os he relatado. Unos sucesos que se han producido en los últimos meses. Unos asesinatos que han soliviantado todavía más a la población de Florencia, enturbiando un clima ya tan enrarecido.
Battifolle miró fijamente a Dante y éste supo inmediatamente, como si pudiera leerlo en cada una de las arrugas de su rostro contraído con crispación, que el conde había llegado a la parte esencial de su relato. Apenas pudo reprimir un escalofrío y sintió la ansiedad de percibir que, por fin, el vicario de Roberto alcanzaba el punto que le incumbía.
—Al poco de establecerme en Florencia —prosiguió el conde—, bien entrados en el mes de agosto, se produjo el primero de estos casos. Estas lluvias que parecen destinadas a anegarlo todo ya empezaban a descargar con violencia por entonces. Algún día, incluso, sufrimos inesperadas descargas de granizos, gordos como avellanas, que los más viejos identificaron como funestos presagios de estos sucesos que os estoy narrando. Una mañana, tras una de estas noches tormentosas y oscuras en las que nadie se atrevía apenas a salir de sus casas, apareció muerto Doffo Carnesecchi, un «popular» de cierto patrimonio, miembro del Arte de los Curtidores y Zapateros. Era uno de los valedores de mi presencia y de la señoría del rey Roberto en la ciudad. Sus restos… —titubeó el conde—, o lo que quedaba de él, estaban casi sumergidos, mezclados con el fango en uno de los enormes charcos que se habían formado en una callejuela del
sestiere
de Santa Croce. Es una de las zonas más usadas por los curtidores y tintoreros de la ciudad y no es extraño encontrar charcos de agua sucia y maloliente que proviene de los arroyos que utilizan para sus actividades. Vos conocéis mejor que yo vuestra ciudad y comprenderéis que resulta bastante peculiar la presencia de personas ajenas a estas labores en lugares tan insanos. En cualquier caso, allí es donde apareció Doffo. Su cuerpo presentaba un aspecto verdaderamente terrible.
Battifolle calló durante unos segundos y Dante volvió a sentir el escalofrío propio de alguien que va a escuchar algo desagradable.
—Creo que no es momento de entrar en demasiados detalles. Además, están escritos y los podéis consultar si así lo deseáis —continuó el conde—. Pero para que os hagáis una idea, el desafortunado Doffo Carnesecchi estaba desnudo y completamente desfigurado. Sus verdugos se habían empleado a fondo. Le dieron una terrible paliza y le ataron por el cuello con una soga a un gran clavo que fijaron en el suelo. Al descubrir su cadáver hubo que retirar a lanzazos a un grupo de perros callejeros que se dedicaban a darse un festín con los despojos. —El conde hizo un mohín de repugnancia antes de continuar hablando—. Sus asesinos fueron tan despiadados que, seguramente, procuraron que el desdichado Doffo fuera devorado vivo por aquellos animales diabólicos. Dios mío…, ¿quién puede hacer una cosa semejante sin tener el mínimo aprecio por el destino de su alma?
Dante sintió cómo palidecía visiblemente. La escena, que trataba de imaginar, le revolvía el estómago. Semejante crueldad le producía algo más que miedo; un terrible presentimiento que le generaba una agitación difícil de ocultar. Sólo acertó a murmurar:
—¿Gente del
bargello
…?
—No lo creo —replicó Battifolle con firmeza—. Más aún, estoy seguro de ello. No es su procedimiento habitual. Lando es un hombre cruel, pero siempre consigue procurarse algún motivo para revestir su crueldad de legalidad. Aunque sea con argumentos falsos y retorcidos, ha justificado cada una de las cabezas que ha hecho rodar. Además, éstos no son acontecimientos que le favorezcan.
—Tal vez se les fue de las manos… Una tortura excesiva en algún interrogatorio policial… —dijo Dante con escasa fuerza y poco convencimiento, pero con la obstinación de quien trata de encontrar una explicación rápida que acalle sus temores.
—Me consta que más de una vez se les ha ido de las manos —replicó el conde con una media sonrisa—, pero cuando eso sucede, simplemente se ajusticia después a un cadáver. No, Doffo Carnesecchi ni siquiera había sido apresado por sus hombres. Permaneció en absoluta libertad para todos hasta que apareció su cadáver. Además… —continuó el vicario de Roberto—, otros acontecimientos posteriores nos hacen pensar que no ha sido obra suya…
Dante se quedó en silencio, paralizado, en una temerosa espera de más datos.
—El hallazgo, como podéis suponer —retomó Battifolle la conversación—, tuvo un inmenso eco en la ciudad. Los partidarios del Rey, además de soportar la arbitrariedad de los gobernantes y la violencia injusta de un
bargello
corrupto, veían que la mano del mismo diablo venía a castigarlos en la persona de uno de sus miembros. Alguien que nunca había destacado por hacer mal a sus semejantes. Terror, superstición, angustia, impotencia…, eso es lo que podíais respirar por las calles de Florencia; algo más denso que el propio aire. No fue localizado ningún responsable, pero tampoco pudo olvidarse, porque no habría de pasar mucho tiempo antes de que se repitieran tan malas noticias. En los primeros días de septiembre, nos volvimos a sobrecoger con un macabro hallazgo. O, mejor dicho, con dos, porque dos fueron esta vez los cadáveres que aparecieron. Con apenas un par de días de diferencia fueron asesinados dos destacados ciudadanos de Florencia y, de nuevo, la violencia extrema apareció…
B
attifolle dirigió la mirada hacia el lugar que había estado ocupando Francesco. Dante se sobresaltó con ese gesto que le hizo volver a reparar en su presencia. Aquella terrible narración había capturado hasta tal punto su atención que se había olvidado del testigo oculto de su conversación. El conde volvió a hacer uso de la palabra con el tono tétrico que había elegido para esta parte de la historia.
—Primero apareció el cuerpo de Baldasarre de Cortigiani. Y éste no era del bando contrario a los intereses de Lando. Baldasarre pertenecía a una
consorteria
con lazos muy directos con el mismo Simone della Tosa y muy buenas relaciones, por tanto, con el Gobierno florentino. Pero como es costumbre en vuestra ciudad, los Cortigiani mantenían una ancestral enemistad con otra rama de su propia familia, los Corbinelli, cosa que no impide a los últimos ser tan hostiles al rey Roberto como sus rivales. ¡Complicado, pero muy florentino! —exclamó Battifolle—. Los ojos se dirigieron hacia los Corbinelli y todo el mundo pensó que el crimen iba a desatar una
vendetta
abierta por todos los rincones de Florencia. Por primera vez, el
bargello
tenía una misión delicada y difícil de cumplir: impedir un baño de sangre entre grupos de sus propios partidarios.
»Sin embargo, tampoco hubo ocasión de juzgar la diligencia de Lando, porque dos días más tarde fue Bertoldo de Corbinelli quien apareció muerto. Bertoldo era un destacado representante de aquel linaje. No obstante, no se trataba de una
vendetta
. Ni los Cortigiani habían dado buena cuenta de Bertoldo ni los Corbinelli, como explicaron a todos cuantos los quisieron oír, habían tenido nada que ver con la muerte anterior. Bueno, al menos Lando y Florencia misma se libraron de esa lucha anunciada entre familias, aunque a cambio de una incertidumbre creciente sobre los autores de estos crímenes y del pánico y la desconfianza con que se miran todos los florentinos, pues pocos piensan que no volverá a ocurrir. Todo el mundo ve asesinos por todas partes, pero, a decir verdad, nadie ha aportado ni un solo dato serio para resolver el asunto. Pero… no os he contado nada sobre las características de ambos asesinatos —dijo Battifolle con un tono malévolo—. Respecto a Baldasarre de Cortigiani, éste tenía por costumbre salir de la ciudad a cazar con sus halcones cerca de San Salvi. No era raro que, a veces, se separara a galope de sus halconeros, sirvientes y acompañantes y que éstos tardaran bastante rato en volver a verlo con sus presas al cinto. Aquella mañana, cuando ya empezaban a alarmarse por su ausencia, vieron volver a su caballo, pero sin jinete encima. A éste lo encontraron después de una exhaustiva búsqueda, aunque, seguramente, no era así como esperaban encontrar a su amo: Baldasarre estaba apoyado en un árbol, o sería más acertado decir que estaba clavado en un árbol, porque tenía ambos brazos anclados con dos gruesos clavos en el tronco. Para que no gritara simplemente le habían cortado la lengua… y con ella los labios. Le habían abierto en canal, como una res, desde el vientre a la barbilla. Tenía un profundo tajo que dejaba todas sus vísceras al aire, sus tripas le colgaban y se desparramaban por el suelo. Sus ojos estaban abiertos de par en par, seguramente para contemplar el rostro de sus asesinos en medio de su terrible agonía. Os podéis imaginar el horror de sus acompañantes ante semejante visión.
Battifolle calló. Era evidente que deseaba que Dante asimilara bien su información, que recreara la escena. Éste permanecía en un aturdido estado de espanto y repugnancia, un malestar físico que se traducía en una náusea que le ascendía por la garganta.
—Tampoco hubo menor violencia con Bertoldo de Corbinelli —dijo el conde, dispuesto a proseguir con previsibles nuevos horrores—. Como ya os he dicho, toda su familia vivía en alerta por el riesgo de una previsible
vendetta
, pero Bertoldo era capaz incluso de despreocuparse de su seguridad cuando daba rienda suelta a sus vicios preferidos: el vino y las mujerzuelas. Se aventuró una noche más, cuando las puertas de la ciudad ya llevaban un buen tiempo cerradas, despreciando cualquier peligro. Salió en busca de compañía de otros como él o del calor de alguna de las furcias que infestan la zona del Prato de Ognissanti. Se encontró algo muy diferente y acabó muerto entre los escombros de las obras de ampliación de la muralla desde el Prato hasta San Gallo. Los obreros lo encontraron al día siguiente y como todos los testigos de estos actos, sufrieron una impresión que, a buen seguro, tardarán mucho en olvidar. Bertoldo no debió de ofrecer mucha resistencia. Probablemente, ya iba borracho. Quizá fue asesinado por sus mismos compañeros de juerga. Los asesinos le habían retorcido la cabeza como se hace con los pollos; sin embargo, no estaba totalmente desprendida del cuerpo. Para su obra diabólica, estos hijos de Satanás se valieron de un odioso instrumento que debieron de fabricar ellos mismos y que ni siquiera se tomaron la molestia de hacer desaparecer. Lo dejaron allí tirado, junto al cadáver, manchado de sangre, con trozos de piel y pelos de la víctima. Era una especie de jaula de madera con púas afiladas en su interior en la que encaja perfectamente una cabeza humana. De los lados sobresalen unas palancas. Si se mantiene bien sujeto el cuerpo, un solo hombre puede hacer girar ese mecanismo hasta el punto de darle varias vueltas a la cabeza alrededor de su propio cuello. Le acabaron dejando con la cara vuelta hacia su espalda. Los testigos no son capaces de describir la expresión de su cara.
La palidez de Dante se acentuaba por momentos en su rostro desencajado. Un negro presentimiento iba tomando cada vez más cuerpo y el horror le había enmudecido completamente. No podía pasar desapercibido a Battifolle, que escrutaba a ratos el rostro demudado de su interlocutor.
—Y no tardaríamos mucho en recibir otra de estas desagradables sorpresas —siguió hablando el conde con un tono seco y macabro que resonó como un tambor en la cabeza de Dante—. Nadie parece estar a salvo en Florencia. Da igual su partido o condición, o incluso su origen. La siguiente, y a Dios gracias última víctima hasta el momento, es un extranjero, un mercader boloñés llamado Piero Vernaccia. Este Piero hacía frecuentes viajes de negocios a Florencia, pero esta vez se encontró en medio de un negocio del que no iba a sacar ningún beneficio —ironizó Battifolle con la crueldad y el desprecio tan común entre los nobles hacia esos hombres que se labraban sus fortunas a través del comercio—. Sus socios sabrán cuáles fueron sus pasos anteriores. A nosotros lo que nos interesa de él es que apareció muerto en nuestra ciudad en tan extrañas y crueles circunstancias como los tres anteriores. En esta ocasión, el cadáver apareció entre la mezcla de cascotes y materiales de construcción de la nueva catedral de Santa Maria dei Fiore. En esas obras que, por cierto, muchos ya califican de demasiado costosas y excesivamente lentas, especialmente desde el fallecimiento del
capomastro
Arnolfo. Han supuesto la demolición de muchos edificios y han dejado al descubierto solares sucios y descampados entre la plaza de San Giovanni y la misma plaza del Duomo. En ellos acampan indigentes y otras gentes de vivir dudoso. En esos improvisados campamentos suelen quedar rescoldos de hogueras, cenizas de leña o paja, tablones medio quemados… Además, muchos grupos de chiquillos han elegido esos lugares para sus correrías, sus juegos y sus peleas. El suelo está lleno de piedras de todos los tamaños y proporciona abundante munición para esas batallas salvajes a pedradas que tanto gustan entre nuestros jóvenes.
»Precisamente, uno de estos grupos en busca de piedras, en lo que parecía uno de esos campamentos furtivos, encontró el cuerpo de Piero Vernaccia. Os adelantaré que tanto su cabeza como parte del cuerpo estaban completamente carbonizados y habría sido difícil identificarle de no haber quedado intacto algo de su vestimenta. Eso sirvió para el reconocimiento por parte de sus socios florentinos. Para asesinarle sin problemas lo debieron de inmovilizar primero. Necesariamente tuvieron que intervenir varios hombres que le colocaron sobre el pecho y el vientre una losa de gran peso y tamaño. Según dicen los canteros, esa roca en sí no era suficiente para acabar con la vida de un hombre de forma inmediata, salvo que le cayera de golpe, claro. Colocada cuidadosamente, como parece ser el caso, le inmovilizaría consiguiendo asfixiarle lentamente. Uno de estos canteros afirma haber visto agonizar durante casi toda una tarde a un desdichado que, en un accidente en la cantera, quedó bajo varios bloques de granito que no hubo forma humana de retirar. Respecto a Piero Vernaccia, este peso, con toda probabilidad, le impediría gritar pidiendo socorro. Los brazos se los dejaron libres, como una parte más de su diabólico plan. Y después —Battifolle torció aún más el gesto, magnificando así su horror y repugnancia—, lo que hicieron fue quemarlo vivo. Parece que le fueron arrojando sobre la cara trapos ardiendo impregnados en aceite; quizás incluso el mismo aceite en llamas, a chorros. El desgraciado Piero debió de intentar quitárselo con sus propias manos, según le iba cayendo. Se achicharró las manos mientras que tuvo fuerzas. Al final, le acabaron cubriendo con todo este material ardiente. Una muerte horrible, sin duda… Un terrible castigo para cualquier pecado que hubiera podido cometer —recalcó el conde, mirando intencionadamente a Dante, mientras deslizaba esta última sentencia.