Los clanes de la tierra helada (15 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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El campo de abajo estaba repleto de tiendas. Los ocho
gothar
de la región habían acudido, con sus consejeros y clientes, y aquellos que tenían que representar a personas agraviadas o argumentar sus propios casos habían llevado muchos clientes armados con espada y escudo para apoyarlos.

El hombre necesitaba fuerza para aferrarse a aquello que la ley decía que era suyo.

En la playa de guijarros de abajo habían encontrado una buena provisión de madera escupida por el mar con la que habían encendido numerosas hogueras. Como de costumbre, la asamblea se convertía en un evento que iba más allá de una sombría resolución de disputas. Allí se reunían los parientes y por las noches siempre había risas y cantos en torno al fuego y se trazaban planes de bodas y se fraguaban alianzas. Las noticias y habladurías se propagaban como una plaga.

La historia de Thorolf
el Cojo
y la disputa con su hijo el
gothi
Arnkel había captado ya la atención general y era de prever que serían muchos los espectadores que acudirían a presenciar la argumentación. Aquel primer día, no obstante, solo había que elegir los jurados, doce buenos
bondar
que habrían de deliberar y dictar sentencia en los casos que se iban a presentar. Era probable que nunca hubiera que recurrir a ellos, salvo en situaciones en que se demostrara imposible llegar a un acuerdo y no surgiera ningún hombre de buena voluntad dispuesto a hacer de mediador. Muchos fueron los candidatos presentados, para cada uno de los cuales se trajeron testigos que certificaban su carácter. Al candidato que no salía elegido había que darle las gracias, elogiarlo por haber ofrecido sus servicios y cuidar de no herir su amor propio antes de pasar al siguiente. Algunos hombres necesitaban más lisonjas que otros. Incluso disponiendo de una breve lista preparada de antemano y pese a las conversaciones mantenidas con anterioridad por los
gothar
, tenían que obrar con cautela entre aquellos ambiciosos individuos que pretendían adquirir reputación y honor asumiendo la peligrosa responsabilidad de juzgar a sus semejantes.

El proceso exigía tiempo.

Snorri miró el sol. No había cruzado ninguna palabra con Arnkel, pese a que entre él y el corpulento jefe había sentados solo tres hombres. Hasta la selección de jurados se había desarrollado sin ningún forcejeo. Varios de ellos eran seguidores del
gothi
Snorri. Era como si no tuvieran ningún desacuerdo, tal como debía ser en una tierra regida por la ley y la asamblea. Aquel no era un lugar indicado para la violencia, pensó Snorri. La disputa llegaría a su debido tiempo y quedaría zanjada con ponderación. Presentaban incluso una ilusoria imagen de amistad. Thorgils y Falcón hablaban tranquilamente detrás de la hilera de
gothar
, puesto que eran parientes, y todo el mundo sabía que eran los principales clientes de ambos jefes. Muchos apreciaron aquel detalle como una buena señal, indicativa de la actitud de conciliación y mesura que flotaba en el ambiente.

Pero el
gothi
Snorri sabía que aquello no era más que una fachada.

Sentado a su lado, Oreakja escuchaba las referencias, tratando de disimular su aburrimiento. Cada vez que seleccionaban a alguien, miraba con expectación a Arnkel por el rabillo del ojo. El afilado de las armas que había presenciado antes de partir de Helgafell y las sombrías predicciones de Falcón le habían hecho creer que la asamblea era un lugar donde los hombres se ponían en fila y se desafiaban entre sí.

Snorri dio una palmada en la rodilla del muchacho para calmarlo. Oreakja se había criado considerando a Falcón casi como un tío. La dureza de este había quedado impresa en el espíritu del chico y eso estaba bien, pero para seguir la senda de su padre necesitaría mucho más que bilis.

—Paciencia, hijo —le susurró.

—¿Por qué no pone reparos a los jurados, padre? —le preguntó Oreakja—. Ya hemos elegido a cuatro de nuestros clientes y él no hace más que decir que sí.

—Eso era de prever —le musitó al oído—. Arnkel no es tonto. No va a agriar el buen humor de los presentes con innecesarios retrasos. Sabe que los otros
gothar
van a presentar objeciones contra mí si intento añadir más hombres de nuestro bando.

Su hijo asintió, decepcionado.

La negativa de Arnkel a pagar por los esclavos del Cojo había caído como aceite derramado en un fuego en Helgafell. Los hombres comenzaron a practicar con hachas, espadas y lanzas cuando el trabajo se lo permitía. Con el escaso material de la madera tallaron nuevos escudos. Los niños correteaban locos de contento y luchaban entre sí con palos y bolas de nieve imitándolos y, convencidos de que en la primavera habría combates, efectuaban morbosas predicciones sobre quién resultaría muerto o mutilado. Falcón fingía que era Arnkel y los perseguía con un rugido, provocando carreras y chillidos.

A Hrafn el mercader le habían pedido que fuera a Bolstathr con algunos de sus artículos en febrero. Allí efectuó buenos negocios y aprovechó para transmitir la demanda del
gothi
Snorri de veinte marcos por cada esclavo, tal como exigía Thorolf.

—¿Seguro que quieres encargarte de eso? —le había preguntado el
gothi
Snorri—. No puedo garantizarte la reacción que van a tener, y ya debes de saber la suerte que corren a veces los mensajeros. Puedo enviar a otra persona.

El noruego había insistido, sin embargo, y se había puesto a cargar con entusiasmo una reata de caballerías prestadas, dando indicaciones a sus ayudantes.

—Si se porta como un tirano conmigo, al menos será un cambio con respecto a la incesante excelencia de tu hospitalidad,
gothi
Snorri. —Sonrió con malicia al oír la carcajada del
gothi
, sin dejar de atar cuerdas—. La verdad es que tengo que salir y moverme. Esto de pasar todo el invierno en el mismo sitio me está desquiciando.

La respuesta había sido negativa.

No podía ser de otro modo.

Snorri había abrigado esperanzas de que los rudos modales extranjeros del mercader causaran algún problema en Bolstathr, lo bastante violento tal vez como para sacarle algún beneficio más tarde, pero parecía que Hrafn tenía un talento especial que lo ponía al abrigo de la ira.

En señal de gratitud, Arnkel le había regalado un anillo de plata al mercader, animándolo a efectuar una gira por el campo diciendo solo que lo mandaba el
gothi
Arnkel.

Sí, era listo.

«Debo tener mucho cuidado mañana», pensó Snorri, bajándose el ala del sombrero sobre los ojos para observar el mundo desde su sombra.

El día concluyó bien, con la elección de los doce jurados y la determinación del orden de los casos que se iban a presentar a juicio.

El último tramo de la selección había sido rápido, y el cielo despejado era un buen augurio para el día siguiente. Los hombres habían ido recorriendo mientras tanto la base de la colina, depositando trozos de comida en el suelo y talismanes de hierba y pelo de caballo tejidos, para que los elfos estuvieran distraídos y no hubiera hombres malignos con malos pensamientos. Los
gothar
condujeron a la multitud hasta la plana piedra sacrificial situada en la colina contigua, donde inmolaron un buey ofrendando su espíritu a los dioses para agradecer que los guiara a través de la ardua labor de resolver con moderación los conflictos de honor entre los hombres. El buey murió bien, dando sonoros bramidos para que desde el cielo supieran de su inminente muerte. Los presentes emitieron murmullos de satisfacción al verlo. Todo apuntaba a que al día siguiente se pronunciarían sensatas sentencias. A menudo se utilizaba un animal enfermo para el sacrificio y eso no beneficiaba a nadie.

Snorri regresó a su tienda con Falcón y dos de sus clientes. Después de tomar una breve colación a base de pescado ahumado y suero, se marchó prometiendo estar de vuelta antes del anochecer. Dejó que el noruego protestara un poco, aduciendo que su anfitrión lo abandonaba, hasta que al final le permitió acompañarlo, tal como tenía previsto. Siempre era bueno hacer sentir a los demás que uno les había hecho un favor.

Con el curso de los meses le había ido tomando afecto al mercader. Era muy ingenioso y contaba muy bien los chistes, por lo que era agradable estar con él. Más importante aún era el hecho de que constituía una distracción que permitía al
gothi
Snorri tratar negocios con mucha mayor sutileza mientras Hrafn divertía a las numerosas personas que siempre escuchaban en el confinado espacio de la sala. Incluso en la asamblea, a la intemperie, cumpliría la misma función. La única pega la constituía su ayudante Onund, que parecía atraer siempre las riñas. Cometió el error de insultar a Falcón y acabó con el labio partido, aunque Falcón también tenía la barbilla dolorida. Hrafn lo dejó en Helgafell. En la asamblea solo causaría complicaciones, sobre todo si se topaba con la familia de su antigua mujer, lo cual era muy probable.

También le supuso una contrariedad ver a los hijos de Thorbrand acampados lejos de los hombres de Snorri. Habían acudido a la asamblea como era su obligación, pero con su actitud manifestaban que no les había gustado nada la noticia de que el
gothi
Snorri iba a defender el caso de Thorolf contra Arnkel.

Thorleif se lo había echado en cara el día antes, plantándose ante él.

—¡Vas a abogar por el padre de nuestro enemigo, pero no por nosotros!

—En todo esto hay que tomar en cuenta otras consideraciones, Thorleif —había respondido Snorri sin darse por ofendido.

—¡Un jefe tiene responsabilidades con sus clientes! —le había espetado antes de alejarse, furioso.

La ingenuidad de Thorleif tenía preocupado a Snorri. De todos modos, no podía entretenerse con eso porque tenía mucho que hablar con los otros jefes.

Primero habló con su amigo el
gothi
Olaf Oskund, conocido con el apodo del Manco, un fornido cazador de focas de la zona próxima a la punta de la península de Snaefellsnes. Tenía muchas hijas y con ello había mantenido bastante ocupado al
gothi
Snorri, organizando sus bodas con hombres de provecho. Teniendo los barriles llenos de aceite de foca después de pasar el invierno cazando en el hielo, agradecería que Snorri le presentara un mercader en un momento tan temprano de la temporada. Los clientes de Olaf eran en su mayoría pescadores y cazadores, hombres vigorosos y curtidos por la vida que llevaban en el mar. Con su imponente presencia detrás del
gothi
, armados de lanzas, podían convencer a más de un jurado de la necesidad de dar un voto determinado. Olaf fue al primero a quien visitó porque de haber esperado hasta más tarde, lo habría encontrado inconsciente a causa de la bebida: lo llamaban «el Manco» porque siempre sostenía un cuerno de cerveza en una de sus manazas y solo le quedaba libre una mano.

Estuvieron hablando los dos solos un rato mientras Hrafn suscitaba carcajadas entre los hombres y les enseñaba algunos de sus productos. Despertaron gran interés su colección de peines, alfileres y broches de marfil, y las joyas de buena plata de Arabia, algunas con engarces de gemas raras. Lo vendió todo muy deprisa. Disponía los artículos en un gran retal de fieltro negro y de vez en cuando hacía relumbrar alguno en el aire mientras contaba su historia. Todo era pura invención. Todas las gemas eran de vidrio. Hrafn contaba las mismas historias, pero modificándolas de una pieza a otra, como si no lograra seguir el rastro de sus propias mentiras. El
gothi
Snorri lo había oído realizar el elogio de su mercancía muchas veces a lo largo del invierno. De haber sido cierto todo lo que pregonaba, cada producto habría poseído la mágica propiedad de generar hijos en las entrañas y hacer que estos nacieran grandes y fuertes como piedras de la playa si las mujeres lo llevaban. Aun así, los compradores apretaban con mirada reluciente la alhaja que compraban.

«Los hombres siempre creen lo que quieren creer», pensó. Era una debilidad que se podía aprovechar como cualquier otra.

Después del
gothi
Olaf fue a ver al
gothi
Gudmund, un vecino de la zona este que gozaba de una legendaria fama de codicioso. Snorri había meditado mucho antes de recurrir a él, pues conocía los riesgos. Ya le había enviado regalos durante el invierno y crípticos mensajes alusivos a su necesidad de apoyo.

—Ya basta de bonitas palabras,
gothi
Snorri —lo atajó—. Dime lo que quieres y te diré cuánto cuesta.

El
gothi
Gudmund era capaz de ir contra cualquiera, ya fuera amigo o pariente, tanto por lazos de sangre como políticos, si el beneficio lo justificaba, y sus numerosos clientes lo respaldaban. Aquello creaba a veces rencor entre los perjudicados, de tal suerte que el
gothi
vivía al filo entre la riqueza y el frío acero. A todos los
gothar
les sucedía lo mismo en cierto grado, por asumir los conflictos de otros, pero mientras que Snorri procuraba llegar a un acuerdo desde el principio, Gudmund tenía la especialidad de mantener la disputa bien viva, con su carga de odio hasta el final. Aquel enfoque tenía sus ventajas, ya que ampliaba las rencillas a otros parientes, con lo cual la recompensa del
gothi
se incrementaba cuando por fin se resolvían. Con el apoyo de Gudmund, Arnkel vería que Snorri podía unir en torno a su causa no solo a los ponderados sino también a los belicosos.

El precio que acordaron por medio de
handsal
con los últimos rayos del sol poniente fue una barca cargada de salmón ahumado, una pequeña fortuna en
vathmal
y derechos de pasto para cien ovejas de Gudmund en los terrenos de Snorri. Era demasiado para unas cuantas palabras de apoyo, pero Snorri se juró a sí mismo que ya se resarciría en otro momento. El bosque de Crowness era un tesoro demasiado valioso para arriesgarlo queriendo escatimar gastos.

La última visita la reservó a una solitaria tienda plantada lejos de las demás. Thorolf estaba allí, con el único esclavo que le quedaba, bebiendo. Charlaron un poco.

Los asistentes permanecían despiertos hasta lo más tarde posible, disfrutando del luminoso cielo del ocaso. Algunos bailaban al son de tambores y flautas, unos cantaban y otros se limitaban a permanecer sentados aprovechando el ocio propiciado por la asamblea, lejos del fastidio de las esposas, que consideraban que la luz del día no era tiempo para holgar. Muchos presenciaban los combates de lucha libre. Había quienes retaban a cualquiera que quisiera presentarse como adversario. Un macizo individuo llamado Wulf había derrotado sin esfuerzo a cuatro contrincantes, valiéndose de su corpulencia para derribarlos al suelo. Sin camisa, presentaba un torso recubierto de un denso vello pelirrojo. Le apareció un nuevo competidor, que arrojó sonriendo su camisa a un lado.

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