Los conquistadores de Gor (7 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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Fue Telima la primera en empezar a golpear el suelo con los talones, y con los ojos cerrados levantó los brazos por encima de su cabeza meciéndolos al compás de la música. Las chicas se unieron a ella, incluso las más tímidas, y pronto todas danzaban dentro del círculo. Tengo entendido que las danzas de las chicas de las islas del rence son consideradas como algo excepcional en Gor. Tienen salvajismo pero, también, hay algo regio en ellas. El movimiento de sus cuerpos recuerda el lanzamiento de las redes, el uso de la pértiga y la caza de aves. Pero mientras miraba fascinado, y los jóvenes continuaban batiendo palmas y gritando, aquellos suaves movimientos adquirieron un ritmo más acelerado, como el de las esclavas en Puerto Kar o una mujer borracha en el planeta Tierra. Aquella danza se había convertido en la expresión de la mujer que necesita un hombre y va a conseguirlo. Incluso las más tímidas, las que antes habían querido huir, ahora se retorcían en éxtasis y elevaban sus brazos a las tres lunas de Gor.

Las chicas en el pantano se sienten solas y los festejos solamente se celebran una vez al año.

La diversión de los muchachos por la mañana, y luego la danza de las chicas al atardecer, debían tener efectos similares a las citas y paseos de los jóvenes en lugares más civilizados, como la Tierra.

Cuando una chica se introduce en el círculo significa que la infancia ha quedado tras ella.

Ahora tenía ante mí, con los brazos sobre la cabeza, a la esbelta morena. Sus maravillosas piernas, visibles debido a la brevedad de su túnica, parecían unidas como si llevara grilletes en los tobillos y las muñecas también parecían unidas con cadenas mostrando las palmas al exterior. De pronto espetó: “Esclavo”, y escupió sobre mi rostro.

Me pregunté si ella era mi nueva dueña, pero inmediatamente detrás de ella avanzó lentamente la rubia de ojos grises diciendo:

—Quizás sea yo tu nueva ama —y como la anterior escupió sobre mi rostro. Se alejó rápida al son de la música.

Otra chica bailó ante mí riendo, intoxicada por su poder y también se alejó rauda después de escupirme al rostro.

Los cultivadores reían, gritaban, palmoteaban y alentaban a las chicas en su frenética danza.

Pero, en general, era ignorado al igual que el poste al que estaba atado.

A excepción de los momentos que se tomaban para humillarme, aquellas chicas bailaban para los chicos que formaban el círculo intentando despertar sus deseos sexuales.

Vi como una de las chicas abandonaba el cerco con la cabeza alta y la cascada de cabello negro cayendo sobre su espalda. Tan pronto salió del cerco un joven se unió a ella, se miraron en la oscuridad uno o dos ehns y luego él, suavemente, dejó caer su red sobre los hombros de la muchacha. Ella no protestó y él, tirando lentamente de la red, la llevó hacia una isla lejana apartada de las luces, de la gente, del ruido y de la danza.

Pasó otro ehn y de nuevo una chica se alejó del círculo y otro joven se unió a ella en la oscuridad y su red la envolvió y él la condujo a su choza.

La danza era cada vez más frenética. Las chicas giraban y se retorcían, los hombres las animaban con gritos y palmas y la música crecía en intensidad por segundos hasta convertirse en algo salvaje y bárbaro.

Ahora Telima bailaba ante mí. Un gemido escapó de mi garganta al observar su belleza.

Me parecía la mujer más bella de todas las que había visto en la vida y ante mí bailaba mostrando toda su insolencia y desprecio. Su belleza me impedía respirar, era doloroso verla danzar, algo cruel, como si me torturasen con cuchillos. Su baile era un reflejo del odio que sentía por mí. Sus movimientos despertaban sentimientos de lujuria en mí, pero en los ojos de ella sólo podía leer la burla que sentía por aquel objeto sólo útil para su placer.

Por fin me desató y ordenó:

—Ve a la choza.

Permanecí de pie junto al poste.

Aquella música salvaje nos envolvía y a nuestro alrededor las chicas continuaban girando y retorciéndose y los hombres palmoteando y gritando.

—Sí, eres mío —dijo, escupiendo sobre mi rostro.

—Ve a la choza —volvió a ordenar.

Me aparté del poste tambaleándome y atravesé el cerco donde los jóvenes reían y trataban de lastimarme con sus burlas. Dirigí mis inseguros pasos hacia la choza de Telima.

La oscuridad me envolvía cuando llegué al lugar. Permanecí allí de pie. Me limpié la cara. Caí de rodillas y agachando la cabeza me arrastré hasta el interior de la choza.

Hasta allí llegaba la música y los gritos de los jóvenes animando a las chicas que bailaban bajo las tres lunas de Gor.

Estuve largo rato sentado en la oscuridad.

Por fin llegó Telima. Me ignoraba pero mostraba claramente quién era dueña de todo aquello.

—Enciende la lámpara —ordenó.

Obedecí. Primero buscando en la oscuridad y luego imitando cuanto ella hiciera la noche anterior. La débil y amarillenta luz iluminó la estancia.

Ella comía una tarta de rence. Tenía la boca medio llena. Me miró.

—Esta noche no te ataré —dijo.

Sosteniendo la mitad de la tarta entre los dientes desenrolló la estera de dormir, luego desató la túnica y se la quitó por la cabeza dejando que cayera a los pies de la estera. Se sentó encima y acabó la tarta. Limpió sus labios con la mano y la sacudió para desprender las migas que hubiera en ella. Soltó la cinta y sacudió el cabello para que cayera libre sobre los hombros.

Se extendió sobre la estera apoyando el cuerpo sobre el brazo derecho. Tenía levantada la rodilla derecha. Me miró fijamente.

—Esclavo, te ordeno que satisfagas mis deseos.

—No —respondí.

Me miraba sorprendida.

Justo en aquel instante se oyó a una chica gritar. Su grito era de terror. La música cesó de repente. Luego, más gritos, carreras y el entrechocar de las armas.

—¡Los recaudadores de esclavos! —oí gritar—. ¡Los recaudadores de esclavos!

6. RECAUDADORES DE ESCLAVOS

Había salido de la choza. El guerrero que había en mi interior me hizo reaccionar al instante.

La chica quedó a mi espalda.

La noche estaba llena de antorchas y movimiento en la periferia de la isla. Un niño pasó corriendo ante mí. El lugar donde las chicas habían bailado estaba vacío. Sólo quedaba el poste al que me habían atado. Entre los restos de la comida una mujer lloraba. Las antorchas seguían ardiendo. Se oían gritos y golpes de armas contra los escudos. Dos cultivadores de rence pasaron ante nosotros corriendo. Me pareció oír cómo una lanza se rompía contra algo metálico. Un cultivador se aproximaba a nosotros andando hacia atrás. Se tambaleaba. Parecía borracho. De pronto se giró y vi el extremo de una flecha de ballesta saliendo de su pecho. Cayó al suelo casi rozando nuestros pies, los dedos asiendo la flecha y las rodillas contraídas hasta tocar la barbilla. En algún lugar un niño lloraba.

A la luz de las antorchas que se movían de un lado a otro apresuradamente, percibí las oscuras y altas proas de las estrechas embarcaciones impulsadas por esclavos.

Telima ocultó el rostro con las manos dejando escapar un grito de terror.

Mi mano aferró su muñeca derecha y la arrastré tropezando y gritando hacia el lado opuesto de la isla, hacia la oscuridad. Pero ante nosotros aparecieron hombres, mujeres y niños con los brazos extendidos como pidiendo ayuda. Tropezaban. Caían. Tras ellos oíamos gritos de hombres y el fulgor de las lanzas.

Nos unimos al grupo de los perseguidos y corrimos hacia otro extremo de la isla. Inesperadamente ante nosotros sonó una trompeta. Dejamos de correr aturdidos. Una lluvia de flechas cayó sobre nosotros. Hubo gritos. El hombre que estaba a nuestra izquierda cayó al suelo. Medio tropezando corrimos hacia otro lugar. A nuestras espaldas seguían sonando las trompetas, el entrechocar de las lanzas y los gritos de los hombres.

Entonces una mujer se paró gritando y señalando:

—Mirad, están usando redes.

Me paré, sujetando a Telima contra mi cuerpo. Los cultivadores chocaban con nosotros corriendo a ciegas hacia las redes.

—¡Detenéos! ¡Detenéos! —grité—. Están levantando redes. ¡Redes!

Pero la mayoría no escuchaba. Huían de las trompetas y de las lanzas chocando contra los escudos. Corrían, como locos, hacia las redes que súbitamente los esclavos alzaron ante ellos. Éstas no eran las pequeñas redes empleadas en las capturas, sino redes del tamaño de un muro que servirían para cortar el avance de los que huían. Entre los intersticios aparecían lanzas que obligaban a retroceder a aquellos que trataban de destruirlas. Lentamente el ancho muro formado por las redes empezó a avanzar hacia nosotros. Desde otros rincones de la isla procedían aterrados gritos:

—¡Redes! ¡Redes!

Y entonces, mientras luchábamos con los puños y los codos tratando de escapar, vimos que entre nosotros estaban los hombres de Puerto Kar, guerreros de Puerto Kar. Unos usaban casco, escudo, espada y lanza; otros garrotes y cuchillos; algunos llevaban látigos, también los había con lazos y con redes pequeñas, pero a todos ellos la fiebre les cegaba. Entre aquellos guerreros correteaban esclavos portadores de antorchas para que pudieran ver los resultados de sus maniobras.

Vi al cultivador de rence que había llevado la banda adornada con perlas del sorp del Vosk y que no había sido capaz de tensar el arco. Llevaba la larga bufanda de seda blanca cruzada al cuerpo y atada al costado izquierdo. A su lado había un guerrero de Puerto Kar. Tenía casco, era alto y usaba barba. En el casco, sobre las sienes, ostentaba la insignia dorada de los oficiales. El cultivador de rence señalaba aquí y allá mientras daba órdenes a los guerreros de Puerto Kar. El alto oficial con barba permanecía callado junto a él con la espada desenvainada.

—Es Henrak —gimió Telima—. Es Henrak.

Era la primera vez que oía el nombre del portador de la banda con perlas.

Henrak sostenía en una de sus manos lo que parecía una cartera de oro.

Un hombre cayó cerca de nosotros. Tenía la cabeza casi separada del cuerpo por un tajo de lanza.

Rodeando los hombros de Telima con el brazo me alejé, perdiéndonos entre los cultivadores que corrían desesperados.

Algunos luchaban con sus escudos y lanzas de junco, pero no podían competir con las lanzas y espadas de acero. Cuando ofrecían resistencia eran destrozados. La mayoría, aterrados y sabiendo que no podían presentar batalla a los guerreros, huían como animales ante el avance de los cazadores de Puerto Kar.

Vi tropezar a una chica a la que agarraron por el pelo y arrastraron hacia una de las estrechas barcas. Ataron sus muñecas a la espalda y la desnudaron. Era la que había llevado una red sobre el hombro aquella misma mañana y que había bailado burlándose de mí durante el festival.

Corrí retrocediendo, chocando contra otros cuerpos. Arrastraba a Telima de la muñeca, que gritaba, corría y tropezaba.

Vi que las redes a los dos costados de la isla estaban avanzando y que las lanzas que salían de las mallas obligaban a los cultivadores a reunirse en un lugar como si se tratara de ganado.

De nuevo corrí hacia el centro de la isla.

Oí gritar a una chica. Era la rubia de ojos grises que también bailara despreciándome aquella tarde. Vi cómo trataba de librarse del lazo de cuero que había asido su muñeca. Otro guerrero se acercó a ella por la espalda. Llevaba un látigo en la mano. Con cuatro latigazos desgarró la túnica que la cubría y ella se arrodilló sobre la superficie de la isla, llorando a causa del dolor y, a la vez, rogando que la ataran. La echaron sobre el estómago y mientras un guerrero le ataba las manos, otro cruzaba sus tobillos y los ataba.

Una chica tropezó contra nosotros. Gritaba. Era la esbelta morenita que bailara con las bellas piernas tan juntas que parecía tenerlas atadas con grilletes y las palmas de la mano hacia fuera, la que me había gritado “Esclavo” y escupido a la cara. Después de Telima había sido de todas las que me atormentaron la que me pareciera más bella e insolente y la más adorable. Corría de un lado a otro medio loca, gritando, intentando perderse en la oscuridad. Habían rasgado parte de su túnica de rence desde el hombro izquierdo.

Sujetando a Telima con mi brazo miré a mi alrededor buscando un medio para escapar.

Por todas partes se oían gritos. Niños llorando, hombres y mujeres corriendo y entre aquel mare mágnum estaban los hombres de Puerto Kar y los esclavos portadores de antorchas que brillaban como ojos de aves rapaces en la noche. Pasó un niño corriendo. Era el que me había dado un trozo de su tarta y que su madre había amonestado por hacerlo.

Oí gritos, y arrastrando a Telima de la mano corrí hacia ellos.

Allí, bajo la luz de las antorchas, vi a Ho-Hak gritando y llorando de rabia. Sostenía un gran remo entre las manos que volteaba a su alrededor con ira. Más de un guerrero yacía sobre la superficie de la isla con el cráneo roto o el pecho destrozado. Ahora, alrededor del círculo que había formado con el remo, había diez o quince guerreros con las espadas desenvainadas sobre cuyo acero relucía la llama de las antorchas. Ni en las fauces del gran tiburón del pantano podía correr mayor peligro.

—Es un luchador —exclamó uno de los hombres de Puerto Kar.

Ho-Hak, sudando, jadeando, con las grandes orejas pegadas a los costados de su cabeza, el collar de esclavo y el pedazo de cadena rodeando su cuello y el remo entre las manos, permanecía firme sobre sus recias y muy separadas piernas en la alfombra de rence que formaba la superficie de la isla.

—Tharlariones —gritó a los de Puerto Kar.

Los hombres rieron.

Dos redes circulares y espesas cayeron sobre él. Vi como los guerreros se lanzaban sobre él golpeándole con el pomo de sus espadas hasta dejarle inconsciente.

Telima lanzó un grito. Me alejé arrastrándola tras de mí.

De nuevo corrimos entre las antorchas y los hombres. Llegamos al borde de la isla. En el pantano, a pocos metros de distancia, las barcas de rence ardían en el agua. No quedaba ninguna en la superficie de la isla. Vimos cómo un cultivador de rence empezaba a gritar al ser mordido por uno de los tharlariones.

—Allí quedan dos —gritó alguien.

Nos giramos y vimos a cuatro guerreros armados con redes y lanzas correr hacia nosotros.

Escapamos otra vez hacia el centro de la isla, hacia la luz de las antorchas, hacia las mujeres y los hombres que gritaban y sollozaban.

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