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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (34 page)

BOOK: Los crímenes del balneario
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No estaba segura de encontrar a Damir en seguida pero confió en que la suerte no la abandonaría. En la vida debía de existir cierta ley de compensaciones: si había incurrido en tantos errores y fallos, no podía ser que encima tuviese mala suerte. Sería demasiado injusto.

En efecto, la suerte se puso de su parte, aunque no de inmediato. Damir no estaba en la suite pero le encontró en el bar. Ismaílov estaba tomando coñac pero, a todas luces, llevaba en esto poco tiempo ya que no se le notaba achispado. Venga, Nastasia, adelante, adoptemos los andares de una actriz, la voz de otra y la sonrisa de una tercera. La verdadera Nastia Kaménskaya no tenía nada que hacer aquí, se había quedado en la habitación 513.

—Hola, cariño.

Saludó a Damir con un breve beso en la mejilla y se sentó a su mesa, frente a él. El hombre escrutó largamente su rostro en silencio, con la cabeza entre las manos, como si necesitara meditar algo.

—Así que tenía razón —anunció al final.

—¿A qué te refieres?

—Eres una farsante. Lo había sospechado desde el principio. Una solterona desgraciadita y feúcha. Todo este tiempo, por lo bajo, estabas tomándome el pelo, ¿verdad?

—Verdad. No entiendes nada de mujeres, Damir. Sólo crees lo que ves; es comprensible, siendo como eres director de cine. Lo que te importa es el plano visual. No te enfades.

—Pero ¿qué te pasa? En todos estos días es la primera vez que vienes a mi lado, antes yo te iba detrás, trataba de convencerte como un tonto de circo. ¿Ha cambiado tu actitud respecto a mí?

—No se trata de esto. He tenido ciertos disgustos, lo sabes perfectamente. Ahora se han resuelto satisfactoriamente. Y he venido a verte.

—¿Para qué? ¿Quieres que subamos a mi habitación?

—No. Quiero pedirte que toques el piano para mí.

—¿Qué?

La sorpresa estremeció la mano de Damir en la que sostenía la copa con tan mala suerte que unas gotas de coñac se derramaron encima de la mesa.

—Quiero que toques para mí —repitió Nastia—. Eres músico, eres compositor. He visto tu película y he escuchado la música que le habías puesto, me ha gustado. En la sala de proyecciones hay un piano. ¿Qué te cuesta complacerme?

—¿Que qué me cuesta? —sonrió él con amargura—. No sirvo para nada excepto para aporrear el piano y dar acompañamiento musical a tus sentimientos. ¿Son al menos reales esos sentimientos tuyos o son otro pastel?

—Son reales, no te quepa duda.

En silencio, como dos extraños, se encaminaron hacia la sala de proyecciones. Damir subió al escenario, levantó la tapa del piano, giró el asiento del taburete, que después de la clase de Igoriok había quedado demasiado alto, y tocó unos acordes comprobando la afinación. Nastia escogió un asiento en la primera fila, frente al piano.

—¿Y qué quieres que te interprete, pérfida Anastasia? —preguntó con guasa—. ¿Una pieza de clásicos populares? ¿O es el jazz lo que prefieres?

—Improvisa algo. ¿Sabes improvisar?

—Sé improvisar. Lo sé todo. Soy un músico para todo. ¿Qué tema de improvisación es de su agrado?

—Toca sobre mí. Sobre cómo al principio andaba perdida y asustada porque tenía problemas y no sabía en qué irían a parar. Pero luego se produjo el desahogo y me transformé, me volví libre y serena.

—Como usted mande, señorita.

Damir empezó a tocar y Nastia a escuchar. No como escuchaban la música los verdaderos melómanos, no como solía escucharla normalmente ella misma, sumergiéndose en los sonidos, dejándose arrastrar por ellos. Estaba escuchando la música de Damir como una analítica, cotejándola con lo que había oído en la película y en la casete que le había entregado Vlad. Y experimentaba la alegría y el dolor al mismo tiempo porque su conjetura se estaba confirmando, y porque era una conjetura verdaderamente terrorífica. Todos los pequeños aros de diversos colores y tamaños desparramados por el suelo en caótico desorden, se fueron ensartando sobre una varilla, como la de un juguete de niños conocido como «la pirámide», encajando uno tras otro hasta el tope. Así que había acertado al escoger esta varilla.

Damir ultimó la frase musical y levantó las manos del teclado.

—¿Suficiente?

—Suficiente, gracias.

Nastia se levantó y, sin decir palabra, se dirigió hacia la salida por el pasillo que atravesaba las filas de las butacas. No echó ni una sola mirada atrás y no se enteró de la expresión que se dibujó en el rostro de Damir Ismaílov, que la seguía con la vista. Se llevaría una sorpresa si supiera que sus ojos estaban llenos de tristeza.

Hoy Anatoli Vladímirovich tenía que llamar a las nueve de la noche. A esa hora Nastia ya había recibido de las manos solícitas de Shajnóvich una nueva lista, mucho más corta que la anterior. Le echó un vistazo y sintió una punzada de dolor en el pecho. Otro pequeño aro acababa de encajar en la varilla acentuando los contornos de la estructura completa.

—Por favor, compruebe el número dieciocho de la lista —le pidió a Starkov.

En el auricular se oyó el susurro de papeles, el hombre estaba hojeando la copia que tenía delante de sí en la mesa.

—¿El dieciocho, no me equivoco? —en su voz resonó un asombro nada fingido.

—El dieciocho —dijo Nastia con firmeza—. Lo que estamos buscando está allí.

—De acuerdo. ¿A qué hora va a acostarse?

—Esperaré su llamada.

—En este caso, cierre la puerta con llave y no desconecte el teléfono.

Starkov dio las órdenes pertinentes y llamó a Denísov.

—Creo que se ha vuelto loca —le comunicó calmosamente—. Se podía suponer cualquier cosa menos esto. He mandado a mis hombres a comprobarlo pero es una pérdida de tiempo.

—Todo es posible —respondió Eduard Petróvich vagamente—. Estos días han sido duros para ella. Convendrá conmigo en que no le ha sido fácil hacer armonizar nuestra proposición y sus relaciones con Ismaílov. Creo que, a pesar de lo que diga, tuvieron un asuntillo, simplemente prefiere ocultarlo. Encima, se interpuso el asesinato de aquella chica… Kaménskaya no se ha vuelto loca, evidentemente, pero algún desajuste sí que ha debido de producirse en su cabeza. Bueno, ya veremos.

—¿Y si resulta que es verdad?

—Ya veremos —repitió Denísov—. No nos adelantemos a los acontecimientos.

Dos horas y media más tarde se personaron en el despacho de Starkov los ayudantes que habían sido delegados a comprobar el número dieciocho de la lista. Antes de que empezaran a hablar, Anatoli Vladímirovich supo por la expresión de sus rostros lo que iban a decir. Mientras escuchaba su informe sintió cómo se le helaba el alma. No había llegado a figurarse nada parecido en sus imaginaciones más atrevidas.

—Además, en la sala donde están los equipos, hemos encontrado esto, se había caído debajo del diván.

Starkov dio vueltas en las manos al pasador de pelo, elegante, de plata, adornado con una diminuta rosa de perlas chinas color lila. Sabía a quién pertenecía ese pasador. ¿Qué tenía que hacer con todo esto? El amo no lo iba a soportar…

El piloto de la góndola se encendió pasadas ya las doce. Nastia contestó en el acto, había estado consumiéndose esperando esta llamada sin apartar la vista del teléfono.

—Tenía razón —la voz de Starkov sonaba empañada y vacilante—. Pero hay una circunstancia… Me gustaría pedirle su opinión. ¿Cómo podríamos hacerlo?

—No lo sé…

De pronto Nastia estaba desconcertada. Se daba cuenta repentinamente de que en su fuero interno había deseado oír palabras completamente distintas. La lógica le dictaba, le machacaba su conclusión pero las emociones se resistían, reclamando un desmentido. ¡Qué pena!

—¿No puede esperar hasta mañana?

—No es aconsejable. Por la mañana tiene cita con Denísov. Para entonces necesito saber qué tengo que decirle.

—De acuerdo —suspiró ella—. Mándeme un coche.

—Espere dentro de diez minutos delante de la entrada principal. El número de la matrícula, cincuenta y siete ochenta y tres.

Capítulo 14. El decimoquinto día

Starkov la llevó a un piso de lujo destinado a hospedar visitantes que venían a la Ciudad para ver a Denísov y a los que por alguna razón no apetecía o no gustaba alojarse en un hotel.

Su problema resultó ser, en efecto, grave.

—¿Qué tengo que hacer, Anastasia Pávlovna? ¿Le cuento a Denísov lo de su nieta o me lo callo?

—¿Está absolutamente seguro?

—No me cabe la menor duda. Aquel pasador es único, fue hecho por encargo personal. Yo mismo me había ocupado de todo. Eduard Petróvich se lo regaló a Vera cuando cumplió los catorce años.

—¿No pudo habérselo dado a alguien? ¿A alguna amiga?

—Difícilmente. Los Denísov cuidan mucho sus regalos familiares. Empezando por el propio Denísov. Nunca para de preguntar: «¿Por qué no te has puesto lo que te he regalado? ¿No te gusta?» No, la niña nunca se habría atrevido.

—En cambio, se atrevió a hacer muchas otras cosas —apuntó Nastia con severidad—. ¿Por qué será que la gente se vuelve ciega cuando se trata de sus seres más queridos? Siempre estamos convencidos de conocerles como la palma de la mano, y luego esta seguridad nuestra se convierte en tragedia.

—No —repitió Starkov con convencimiento—. Sólo pudo haber perdido el regalo del abuelo por casualidad. Es buena chica, obediente, algún canalla debió de sorberle el seso.

—¿No sería aquel estudiante por el que bebe los vientos? —sonrió Nastia—. Si de veras es tan buena y obediente, pudo hacerlo por amor, para ayudarle a ganar dinero. Él, por su parte, simplemente ha estado utilizándola. Aquí tiene a un miembro más del equipo de Makárov.

—Y aunque así fuera, Anastasia Pávlovna —insistió Starkov—, ¿qué me aconseja?

—Guardar silencio. Encuentre a ese estudiante por su cuenta, hable con Vera, por su cuenta también. Luego actúe según aconsejen las circunstancias. Pero de momento, guarde silencio.

—Gracias —Starkov dejó escapar un suspiro de alivio.

—¿Por qué?

—Yo también estoy a favor de no contarle a Denísov lo de Vera. Pero temía que usted insistiese.

—¿Por qué iba a insistir, Anatoli Vladímirovich? No es asunto mío, en absoluto. Ustedes querían encontrar a Makárov, y aquí lo tienen. Lo demás no me atañe para nada.

—¡Quién sabe! —se rió Starkov—. En su cabeza suceden cosas tan difíciles de comprender que resulta imposible adivinar el curso de sus pensamientos. Cualquiera sabe qué cosas pueden ocurrírsele. Por cierto, he querido decírselo al principio pero no me he atrevido: hoy está increíblemente guapa.

—Mis esfuerzos me ha costado —sonrió Nastia agradecida—. Le devolveré el piropo: he disfrutado colaborando con usted. Le he abrumado con una cantidad de tareas tontas pero usted las ha cumplido todas sin rechistar y nunca me ha preguntado para qué lo quería. Es señal de que confiaba en mí y estaba seguro de que yo sabía lo que hacía. Allí donde trabajo eso no suele ocurrir.

—Le confieso mi culpa, Anastasia Pávlovna, hubo un momento en que tuve dudas. Incluso se lo dije a Eduard Petróvich. Pero él me contestó: «Esa chica sabe lo que hace.» De manera que no le acepto su piropo. Sé que es una pregunta tonta pero… —Starkov se calló sin decidirse a continuar.

—Pregunte, pregunte. Tenemos que pasar aquí la noche. De todas formas no tengo sueño, así que vamos a charlar un rato.

—¿Cómo se le ha ocurrido?

—Me ayudó un niño. Dijo que un hombre verdadero debía entender de coches y armas.

—Y no se equivocó —asintió Starkov.

—Es probable. Usted, por ejemplo, ¿es capaz de distinguir un Mercedes de un Volvo?

—Naturalmente.

—¿Y la pistola TT de una Beretta?

—Faltaría más, pero si es elemental.

—¿Y el Walter de la pistola Makárov?

—¡Santo cielo! —gimió Starkov.

Eduard Petróvich Denísov no daba crédito a sus oídos cuando Nastia y Starkov, que habían venido a su casa a primera hora de la mañana, le hablaron del piso de Reguina Arkádievna Walter.

—¡Pero si fui yo mismo quien pulsó todas las palancas para que le concedieran, como obra de beneficencia, una parte del palacete de tres plantas! Una profesora que goza del respeto general, que ha formado a intérpretes famosos debía contar con una vivienda donde hubiera sitio para un piano de cola, para poder dar clases a sus alumnos. Debía vivir en condiciones dignas sin preocuparse de molestar con su música a vecinos con hijos pequeños. Si fui yo mismo, quien con mis propias manos… Incluso contribuí con mi dinero. No me cansé de recordarles a cada momento que tenían que mandar técnicos para insonorizar las paredes. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

—Han tardado ustedes demasiado —dijo Nastia—. Ya estaba humillada y rota. Una profesora y compositora genial, se la había rechazado por culpa de su cara y de su cojera. No sé por qué pero en nuestro país no saben tratar a los minusválidos como a seres iguales. Usted le dio una vida digna pero fue, primero, tarde, y segundo, sólo en parte. Necesitaba mucho dinero, muchísimo. Se lo explicó a mi compañero de Moscú. Necesitaba dinero para dedicarse tranquilamente a la música sin pensar en sus deficiencias y en los problemas propios de la edad. La verdad es que le dijo que ganaba ese dinero con las clases. Pero luego, por pura casualidad, oí una conversación suya y me enteré de que no cobraba las clases. Enseña gratis pero sólo a los niños que sienten un verdadero amor por la música. El dinero lo obtiene de otra fuente.

—Pero ¿por qué esto precisamente? ¿Por qué este modo tan monstruoso de ganarse la vida?

—Porque nos odia a todos y busca venganza. ¿No habéis querido mi arte? ¿No habéis querido escuchar y reconocer mi música? Pues esto es lo que os merecéis, ahora me las pagaréis todas juntas, yo seguiré componiendo, y vosotros y los vuestros os vais a morir oyendo mi música. Al principio creí que el compositor era Ismaílov. Luego, cuando mis sospechas se fortalecieron, le pedí que tocara, que improvisara algo para mí y me convencí de que jamás escribiría nada similar a la música de la casete, creada para la película del asesinato de Svetlana. No tiene tanta clase. Sin lugar a dudas, es músico de talento pero no un genio. Aquella música, en cambio, es obra de un genio. Él mismo me había dicho en varias ocasiones que Reguina era un genio pero me entraba por un oído y me salía por el otro. Además, hubo otro incidente que simplemente pasé por alto. Si me hubiera acordado a tiempo, tal vez Svetlana seguiría viva. No me lo puedo perdonar.

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