Los culpables (11 page)

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Authors: Juan Villoro

Tags: #narrativa mexicana,cuento

BOOK: Los culpables
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Estuvimos horas en el estacionamiento. Los judiciales se comunicaron con el hotel de Katzenberg, INTERPOL, la DEA, un oficial de guardia en la Embajada de Estados Unidos. Esta eficacia se volvió temible cuando me dijeron:

—Vamos a los separas.

Subí a la patrulla. Olía a nuevo. El tablero parecía tener más luces y botones de lo necesario.

—¿Qué tan amigo es del señor Katzenberg? —preguntó Carmona.

Contesté lo que sabía, en forma atropellada, deseoso de agregar sinceridad a cada frase.

Pasamos por una colonia de casas bajas. Había llovido en esa parte de la ciudad. Cada vez que nos deteníamos junto a un auto, el conductor fingía que no estábamos ahí. Cientos de veces yo había estado en la situación de esos conductores: evitando ver a la Ley, procurando que fuera invisible y siguiera su inescrutable destino paralelo.

¿Dónde estaría Katzenberg? ¿Detenido en una barriada miserable, amordazado en una casa de seguridad? Lo imaginé arrastrado por sus secuestradores, en tomas confusas: una espalda avanzaba hacia una niebla turbia; un cuerpo de manos atadas, ya exangüe, era arrastrado sobre la tierra; un bulto que empezaba a ser anónimo, una mera camisa comprada en un almacén barato, un bulto inexplicable, una víctima sin cara, producida por un azar equívoco, un bulto inerte, lamido con ansias por perros callejeros.

Le atribuí un destino atroz a Samuel Katzenberg para no pensar en el mío. Treinta y ocho años en la ciudad bastan para saber que un viaje a los «separos» no siempre tiene boleto de regreso. «Pero hay excepciones», pensé: gente que sobrevive una semana comiendo periódico en una cañada, gente que resiste quince heridas de picahielo, gente electrocutada en tinas de agua fría que regresa para contar su historia y que nadie la crea. Me di ánimos pensando en las detalladas posibilidades del espanto. Me imaginé deforme y vivo, listo para asustar a Tania con mis caricias. Horrendo pero con derecho a un futuro. Luego me pregunté si Renata lloraría en mi funeral. No, ni siquiera iría al velatorio; no soportaría que mi madre la abrazara y le dijera palabras tiernas y tristes, destinadas a consolarla por ser culpable de mi muerte.

No me hubiera sumido en este melodrama de haber estado ante una amenaza abierta. La patrulla olía bien, yo masticaba un chicle de grosella, avanzábamos sin prisa, respetando las señales. Pero en algún sótano el Tamal había mamado.

—¿O sea que usted es cineasta? —preguntó de pronto Martín Palencia.

—Escribo guiones.

—Le quiero hacer una pregunta: ese Buñuel le entraba a todo, ¿no? Tengo chingos de videos en mi casa, de los que decomisamos en Tepito. Con todo respeto, pero creo que Buñuel le tupía parejo. A las claras se ve que era bien drogado, bien visionudo. Para mí es el Jefe, el Jefe de Jefes, como dicen los Tigres del Norte, el mero capo del cine, el único que de veras tuvo los huevos cuadrados. —Palencia agitaba las manos para apoyar sus comentarios, sus ojos brillaban, como si llevara mucho tiempo tratando de exponer el tema—. ¡Que un viejito como ese se meta todo lo que quiera! Yo siempre digo: «Shakespeare era puto y a mí qué». Esos cabrones están creando, creando, creando —movió la cabeza con fuerza, a uno y otro lado; el gesto sugería coca o anfetaminas—. ¿Se acuerda de esa de Buñuel en que dos viejas son una sola? Las dos están buenísimas, pero son distintas, no se parecen ni madres, pero un viejillo las confunde, así de enculado está. Ninguna de las dos le afloja. Las muy desgraciadas se ponen cada vez más buenas. Es como si el viejillo viera doble. Dan ganas de estar tan confundido como él. Así es el surrealismo, ¿no? ¡Sería bien padrote vivir bien surrealista! —hizo una pausa, y después de un hondo suspiro me preguntó: —¿Entonces qué, a qué le entraba el maestro Buñuel?

—Le gustaban los martinis.

—¡Te lo dije pareja! —Palencia palmeó a Carmona.

6. El hámster

Después de un trayecto que se alargó por una discusión fílmica en que Palencia trató de convencer a Carmona de que el surrealismo era más caliente que el porno, me dejaron ante un agente del Ministerio Público.

El funcionario me hizo unas cincuenta preguntas. Me preguntó si tenía un
alias
y si había sostenido «comercio sexual» con el secuestrado.

La fuerza del interrogatorio no estaba en las preguntas sino en la forma en que se repetían, apenas modificadas, para detectar discrepancias. Puestas en otro orden o con algún matiz, las preguntas sugerían algo distinto, me hacían ver como si yo supiera cosas antes de que ocurrieran y las hubiese intuido o aun planeado.

Me preocupaba Katzenberg. Yo lo llevé al Oxxo y tenía parte de culpa en lo que había pasado. Pero algo más fuerte, algo lejano, peligroso, ilocalizable, se había apoderado de él. ¿Me seguirían a mí también? Por el momento, lo único que me importaba era contestar esas preguntas que cambiaban al repetirse. Me dejaron ir a las dos de la mañana.

Al llegar a mi departamento me desplomé en la cama, pensando en la cocaína que dejé en el Oxxo. Me quedé dormido sin desvestirme. Caí en un sueño profundo donde, de vez en cuando, sentía el roce de una aleta.

Desperté a las ocho de la mañana. Me asomé a ver a los corredores que circundaban el Parque de la Bola. Luego revisé mi contestadora. Dos mensajes. La voz de Cristi estalló de entusiasmo en la bocina: «¡Qué guionzazo! Eres genial. Ya sé que los elogios ya no se usan en la posmodernidad, no te ofendas, pero contigo dan ganas de ser anticuadísima. Me muero de ganas de verte. Un besito. Bueno, mil». Cristi estaba exultante. Yo no sabía que Gonzalo Erdiozábal le hubiera enviado el guión ni recordaba haberle dado el fax de Cristi. Aunque, la verdad sea dicha, recordaba muy pocas cosas. El segundo mensaje decía: «Urge que vengas. Tania está hecha un alarido» (mi ex mujer me habla como si nuestra hija fuera un incendio y yo una central de alarmas).

Desayuné un panqué y un cigarro y salí a casa de Renata. En el trayecto pensé en Cristi, su voz entusiasta, su deseo de ser anticuadísima, algo magnífico en un presente desastroso. Me pregunté si alguna vez se serviría de esa maravillosa voz para exigirme que recogiera a nuestra hija.

Gonzalo siempre había sido un gran amigo. Ahora también sabía que era mejor guionista que yo.

Encontré a Tania bastante tranquila. En cambio, Renata me vio como si leyera en mi rostro un detalle infame del código penal. Agitó las manos como para espantar una nubécula de moscas de fruta. Luego explicó el problema: Lobito, el hámster de Tania, se había perdido en el Chevrolet, ese vejestorio que nos causa tantos problemas y demuestra que la pensión que le paso es raquítica. Señaló el auto: un lugar de acción para mí, las cosas que debe resolver un hombre.

Busqué el hámster en el coche, imitando algunos ademanes de perito que le vi a los judiciales. Lo único que encontré fue un broche de carey, en forma de signo del infinito. Renata lo usaba cuando la conocí. Me pareció tan increíble que ese delgado material translúcido proviniera de una tortuga como que mis dedos lo hubieran desabrochado alguna vez. Ahora el mecanismo se había trabado (o mis dedos habían perdido facultades).

Decidí que Lobito fuera buscado por especialistas. Tania me acompañó a la agencia de la Chevrolet. Un mecánico de bata blanca recibió mi solicitud con apatía, como si todos los clientes llegaran con roedores extraviados en las vestiduras del coche. Es posible que los gases tóxicos otorguen esa resignada eficiencia.

—Esperen en Atención a clientes —señaló un rectángulo acristalado.

Ahí nos dirigimos. Los lugares de espera del país se han llenado de televisiones: vimos un comercial del gobierno que me causa especial repugnancia porque yo lo escribí. Durante un minuto se promueve una república de ensueño donde cuatro paredes de tabicón califican como un aula y el presidente sonríe, satisfecho de su logro. El mensaje no puede ser más contradictorio: la pobreza parece resuelta y al mismo tiempo imbatible. La cámara abre la toma, mostrando un paisaje yermo. Es como si el gobierno dijera: «Ya hicimos lo poco que se podía». La última imagen muestra a un niño miserable con la boca abierta ante un gotero. El poder ejecutivo deja caer ahí una gota providente.

Cerré los ojos hasta que Tania me jaló del pantalón.

El hombre de bata blanca tenía a Lobito en las manos:

—Tuvimos que desmontar el asiento trasero —le tendió la mascota a Tania—. También encontramos esto —me dio una pelota de tenis que en la oscura cavidad del auto había perdido su refulgente color verde limón.

La tomé con manos temblorosas. El contacto velludo con esa esfera activó insólitos recuerdos: Gonzalo Erdiozábal, simulador impenitente, me había traicionado.

7. El Santo Niño Mecánico

En los años 80 Renata había querido llevar una vida muy libre pero también necesitaba coche. Aunque odiaba que un hombre quisiera protegerla, aceptó que su padre le regalara un Chevrolet. Durante unas semanas se sintió traidora y dependiente. Lanzó al aire las tres moneditas del
I-Ching
sin encontrar metáforas que la tranquilizaran.

Siempre dispuesto a auxiliar a los amigos y a combinar su generosidad con alguna forma de la actuación, Gonzalo Erdiozábal la convenció de someter el coche a un rito vernáculo: el «regalo de papi» podía convertirse en un «auto sacramental».

Gonzalo tenía una forma tan intensa de ser incoherente, que aceptamos su plan: iríamos con un sacerdote que bendecía taxis el día de San Cristóbal, patrono de los navegantes. La iglesia quedaba lejísimos; valía la pena hacer una excursión, algo al fin distinto.

Renata no había querido bautizar a Tania. Sin embargo, se sentía tan culpable de llegar a la Escuela de Antropología en un coche último modelo que en este caso el bautizo le pareció una oportunidad de mezclar un regalo burgués con un hecho social.

Gonzalo se autonombró padrino de la ceremonia. Llegó a nuestra casa con una hielera llena de cervezas y botanas compradas en el mercado de Tlalpan.

Fuimos a un confín donde, asombrosamente, la ciudad seguía existiendo. Nos perdimos varias veces en el camino, nadie parecía conocer la parroquia, nos dieron señas contradictorias hasta que vimos un taxi ataviado para la fiesta, con guirnaldas de papel de China, y decidimos seguirlo.

Cuando llegamos, decenas de taxis aguardaban ser bautizados. Al fondo, la capilla alzaba sus pequeñas torres color azul malvavisco, como un kindergarten convertido en iglesia.

—¿Bautizarán un coche que no es taxi? —preguntó Renata.

—Es lo importante: no ser taxi y estar aquí —Gonzalo habló como un gurú del mundo híbrido.

Luego contrató un trío para amenizar la espera. Oímos boleros y a la cuarta cerveza sentí compasión por mi amigo. He escatimado un dato esencial: Gonzalo amaba a Renata con desesperación y descaro. Su coqueteo era tan obvio que resultaba inofensivo. Mientras escuchábamos las infinitas maneras de sufrir de amor propuestas por el bolero, pensé en el vacío que definía la vida de Gonzalo y determinaba sus cambiantes aficiones, la fuga hacia delante en que se convertían sus años.

Algunas mujeres lo habían acompañado en forma ocasional. Ninguna duró más tiempo que el necesario para tejerle un chaleco de colores psicodélicos o para que él aprendiera una nueva postura de yoga. Renata le había servido como el horizonte siempre postergado que justificaba sus amoríos en falso.

En la fila de espera, sentí una intensa lástima por Gonzalo y le dije esas cosas que se pronuncian en las pausas de la música romántica hasta que las cuerdas regresan a cobrar sus cuentas.

El trío se quedó sin repertorio antes de que llegáramos a la capilla. Cuando finalmente estuvimos a tres taxis de distancia, nos informaron que se había ido el agua, no sólo en la iglesia, sino en toda la colonia.

Vimos el hisopo seco del sacerdote. El viento hacía volar periódicos y bolsas de celofán.

Renata se resignó a que su auto circulara por el limbo y se estacionara en la Escuela de Antropología sin haber pasado por un rito popular.

Para entonces Gonzalo ya estaba borracho y muy decidido a ser nuestro compadre automotriz. Pidió que lo esperáramos y se perdió en una calle de tierra.

Entramos a la iglesia. En un altar lateral vimos al Santo Niño Mecánico. Sostenía una llave de cruz, ataviado con un ropón de mezclilla. Su rostro color de rosa, con mejillas cárdenas, parecía trabajado por un pintor de rótulos.

El altar estaba rodeado de exvotos que narraban milagros viales y coches en miniatura que los taxistas dejaban como ofrendas.

Salimos al atrio, bajo el último sol de la tarde.

Gonzalo había partido con mirada de poseso. Lamenté su soledad, su pasión vicaria por Renata, sus inútiles cambios de piel.

Un estruendo y una nube de polvo anunciaron su regreso. Llegó colgado de la cabina de un camión de Agua Electropura. Los botellones de cristal despedían un brillo azulado.

Hasta aquí la imagen era épica, o por lo menos extraña. Al acercarse a nosotros se volvió criminal: Gonzalo amenazaba al conductor con el punzón que usaba para hacer signos de
Peace & Love
en madera de balsa. Cuando bajó del camión, su rostro tenía el desfiguro de la demencia.

El sacerdote se negó a reanudar el sacramento con agua robada.

Gonzalo mostró un abanico de billetes:

—No quieren venderme un garrafón.

—No me autorizan a salirme de mi ruta —dijo el encargado del agua, en ese tono esclavista que no admite sugerencias.

—Esa agua ya fue insuflada por el pecado —sentenció el sacerdote.

En el aire polvoso, los botellones refulgían como un tesoro.

—¡Por favor! —Gonzalo se arrodilló con un patetismo genérico, dirigido por igual al sacerdote que al chofer del camión.

Dos taxistas nos ayudaron a meterlo al coche. No habló en el camino de regreso. La estrafalaria diversión del sábado se había convertido en algo vergonzoso. Sobre todo, era horrible no poder consolar a nuestro amigo. Después de mis más penosas intoxicaciones, él me había dicho: «No te preocupes, eso le pasa a cualquiera». En efecto, cualquiera puede ser un adicto lamentable. No podía decir lo mismo de él. Su pérdida de control había sido única.

Lo acompañé hasta la puerta de su edificio. Me abrazó con fuerza. Olía a sudor agrio.

—Perdón, soy un pésimo amigo —masculló.

Obviamente, pensé que se refería a nuestra absurda expedición a la iglesia de San Cristóbal. Muchos años después, la pelota de tenis encontrada en el asiento trasero vincularía las cosas de otro modo.

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