Todo el helicóptero prorrumpió en gritos excitados. La enorme muchedumbre que un momento antes se concentraba en la plaza se había visto reducida a unos cuantos cientos de antorchas humeantes que se tambaleaban, consumiéndose en medio de las llamas y desplomándose poco a poco. La inmensa mayoría de los cuerpos ardía lentamente en el suelo, despidiendo unas llamas de color azulado o de un verde venenoso, conformando una inmensa capa negruzca que tapizaba toda la extensión de la plaza. Una vaharada penetrante a carne quemada asaltó mis fosas nasales, hasta el punto de hacerme lagrimear. Aquélla era una escena salida del Averno.
-¿Cómo han podido arder así? -le preguntaba Broto a Pauli, en aquel momento-. ¡Es alucinante! ¡La mayoría se ha achicharrado hasta los huesos en pocos minutos! Es... es... es... la leche, ¡joder! -acertó a balbucear, incapaz de apartar su mirada de aquel tapiz carbonizado.
-Es muy sencillo -respondió la catalana, mientras se ajustaba parsimoniosa las cinchas de su chaleco-. La mayor parte de los que estaban ahí abajo llevaban muertos (o No Muertos, o como rayos los quieras llamar) más de un año.
-¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó Broto, con cara de no entender nada.
-Significa que -replicó pacientemente Pauli- pese a que lo hacen muy lentamente, están sufriendo un proceso de putrefacción continuado, y todo proceso de descomposición genera...
-Gases -la interrumpí quedamente, entendiendo de golpe lo que acababa de suceder.
-Metano, en su mayor parte -asintió Pauli-. Cuanto más tiempo llevan en ese estado, mayor concentración de gases y de grasas saturadas de metano tienen en sus cuerpos. Los que han ardido como cerillas seguro que cayeron en los primeros días y llevaban dando vueltas por ahí desde entonces. El resto... -señaló con la barbilla a las pocas figuras que se tambaleaban aún de pie en medio de la dantesca plaza- posiblemente sólo llevasen unos meses como No Muertos.
Volví la mirada hacia tierra una vez más. Los cuerpos ardían con furia en la plaza mientras la excitación recorría a oleadas la cabina, de una manera casi física, a medida que el helicóptero descendía lentamente. Con el rabillo del ojo vi las caras tensas de la mayoría, preocupadas las de muchos, mientras un par de veteranos hacían comentarios jocosos para espantar su miedo.
Sin embargo, yo no sería capaz de definir mi estado de ánimo en aquel momento. Miedo, sobre todo. Pero también una infinita tristeza, pensando en las miles de vidas que, de algún modo, acabábamos de segar. Angustia, pensando en que todos los de abajo no eran muñecos de trapo, sino personas que algún día habían tenido vida y sueños propios, y que no se merecían haber acabado así. Desolación, pensando en que sólo por circunstancias y azar no había terminado yo como la mayoría, como uno de los innumerables No Muertos.
Pero sobre todo sentía miedo.
Pánico, me atrevería a decir.
Porque en breves instantes aquellos muchachos tan jóvenes y llenos de vida iban a entrar en aquel edificio. Y de todo aquel equipo, sólo Viktor Pritchenko y yo intuíamos por experiencia los horrores que les podían esperar allí dentro.
Tenerife
Basilio Irisarri estaba de mal humor. Aquellos pocos que le conocían podrían incluso opinar que estaba de un humor homicida, por la forma que tenía de mirar a su interlocutor, con los ojos entrecerrados y una expresión ausente en ellos, y porque acababa todas las frases con aquella extraña coletilla de «¿sabes, chato?», que en su boca y dicha en tono glacial tenía muy poco de agradable. Era un tic inconsciente del que el propio Basilio ni siquiera se daba cuenta, pero había ido aumentando en los últimos días, a medida que la Decisión se iba formando en su mente. Durante aquellas últimas horas, una vez que la Decisión ya había sido tomada, se había convertido en un mantra repetitivo para cualquiera que le escuchase, menos para Basilio. Para él, no.
Las cosas se habían ido complicando de mala manera, sobre todo desde aquel feo asunto de la monja. Ya antes había tenido bastantes problemas con sus jefes (Basilio siempre acababa teniendo problemas con sus jefes, fueran éstos quienes fuesen, de una manera u otra), pero ahora la cosa estaba liada a base de bien.
Para empezar, ya no estaba destinado en el Galicia. Mientras se desarrollaba la investigación interna que establecía el protocolo de la Armada, Basilio había sido temporalmente «apartado» de sus funciones. En el fondo, tampoco le importaba demasiado. El Galicia había estado prácticamente vacío en los últimos meses, desde que el goteo de refugiados se había interrumpido por completo. De hecho, aquella condenada monja del diablo y sus compañeros habían sido los últimos huéspedes de las celdas de aislamiento del barco fondeado en medio de la rada y que servía como barrera de aislamiento.
Montar guardia en un barco vacío no sólo desagradaba profundamente a Basilio (de hecho, aunque jamás lo admitiría, le resultaba un poco espeluznante pasear por el interior del enorme buque a oscuras, alumbrado únicamente con un foco, escuchando los ruidos y golpeteos de mil mamparos crujiendo), sino que además, nuevos negocios le reclamaban en el puerto.
Como todo el mundo sabía, el meollo del mercado negro se cocía en los muelles, bajo la mirada más o menos atenta de los inspectores y encargados. Un par de cartones de tabaco o unos pendientes de oro colocados en el momento adecuado, podían hacer que un vigilante sintiese de golpe la imperiosa e irresistible necesidad de ir al baño para echar una meadita de media hora, o bien que la lancha patrullera del puerto tuviese un inexplicable fallo de motor que se arreglaba por sí mismo de manera misteriosa un par de horas después. En ese mundillo, Basilio se movía como pez en el agua, con ese talento innato que poseen los auténticos genios, y que sólo se descubre por accidente, una vez que uno aterriza de bruces en el meollo del asunto.
Por primera vez en su vida, Basilio sentía que las cosas iban bien, incluso que si se lo proponía las cosas podrían llegar a ir MUY bien. Sus primeros contactos estaban dando frutos, y pese a llevar pocas semanas en el «negocio», ya empezaba a ganar bastante pasta, oro, sobre todo.
Lo de la falta de moneda de curso legal en las islas era un auténtico coñazo, incluso para el mercado negro, pero de momento era inevitable. Con un continente arrasado y a libre disposición de quien quisiera (o se atreviera a enfrentarse a los No Muertos), había literalmente decenas de miles de millones de euros tirados de cualquier manera. Muchos refugiados habían llegado trayendo consigo millones de dólares, euros y libras que habían encontrado abandonados en sus países de origen, inundando de esta manera el mercado local con unas monedas que ya ningún gobierno respaldaba y que nadie quería. El oro, la plata y las piedras preciosas, ésas eran las auténticas monedas del momento, y Basilio sabía cómo moverse para conseguirlas.
Pero justo un par de semanas antes, las cosas habían empezado a joderse de nuevo. Primero aquella maldita redada, en el momento más inoportuno, donde había perdido un enorme cargamento de ron ilegal, y luego ¡la noticia de que la puñetera monja aún estaba viva!
Basilio Irisarri podía ser brutal en sus métodos, pero no tenía ni un pelo de tonto. Si la religiosa estaba viva, sabía que era cuestión de tiempo que despertase y contase la realidad de lo sucedido. Y entonces, ni futuro brillante, ni negocio en el mercado negro, ni leches. El único camino que le esperaría sería el que llevaba a las grúas del puerto, donde ahorcaban sumariamente a los condenados a muerte.
Así, desde el momento en que se había enterado a través de uno de sus clientes (un médico del hospital que mantenía una estrecha relación de dependencia con la cada vez más escasa cocaína), de que la maldita vieja se aferraba obstinadamente a la vida, en la cabeza de Irisarri había empezado a tomar forma la Decisión.
Basilio no era ningún cobarde, pero sabía que una cosa era cepillarse a alguien de noche en un callejón oscuro, y otra muy distinta era colarse a plena luz del día en un hospital repleto de guardias de seguridad y apiolar a una anciana en una habitación compartida de hospital. Eran tiempos complicados, y la capa de hielo sobre la que Basilio estaba pisando era muy frágil y traicionera. Si la vieja moría de una forma demasiado espectacular llamaría inmediatamente la atención sobre su persona, y llamar la atención era lo último que deseaba Basilio en aquellos momentos.
Durante unos días Basilio había estado valorando la posibilidad de dejarlo correr. Según su contacto, la condenada vieja estaba en coma, y era altamente probable que no fuese a despertar jamás. A lo mejor, incluso con suerte la maldita monja la espichaba de golpe y se iba al otro barrio, con lo que le ahorraría a Basilio un montón de preocupaciones.
Pero justo el día antes había salido una expedición a la península en busca de medicamentos, y era probable que entre lo que trajesen de vuelta estuviese lo necesario para reanimar a la anciana. Había muchas probabilidades de que la expedición no volviese nunca, devorada por los No Muertos, pero Basilio no podía correr el riesgo de dejarlo al azar, no con tanto en juego.
Así que finalmente había tomado la Decisión. Se iba a encargar de la monja personalmente. Y una vez que la hubo tomado, como pasaba casi siempre, se sintió instantáneamente mucho mejor.
Por eso aquella mañana estaba en un pasillo del hospital vestido de celador, empujando una silla de ruedas en la que estaba sentado Eric Desauss, un nervudo belga pelirrojo y plagado de pecas, que tosía muy convincentemente mientras sostenía bajo las mantas una Beretta de nueve milímetros que había insistido en llevar «por si acaso».
Conseguir el uniforme y el pase había sido sencillo, aunque le había costado una auténtica fortuna en forma de polvillo blanco para el Doctor Adicto. La colaboración de Eric había sido también muy fácil. El belga, un viejo conocido de Basilio en su mundillo, era lo que un psiquiatra había descrito como una personalidad esquizoide. La mera expectativa de poder ayudar a matar a la monja le provocaba un morboso placer anticipado (así como una intensa y dolorosa erección que disimulaba convenientemente bajo las mantas).
Lo que estaba resultando realmente complicado era orientarse en el interior de aquella jodida casa de locos. El Doctor Adicto le había indicado cómo llegar a la sala donde se encontraba la monja, pero se había negado en redondo a acompañarlos. «Por lo que a mí respecta, ni siquiera quiero saber qué cojones vais a hacer, pero yo no os conozco», había apostillado.
Por eso Basilio y Eric llevaban ya casi veinte minutos dando vueltas por el hospital, con cara de pocos amigos, y el humor de Basilio, como el mercurio en un termómetro abandonado encima de una estufa, se iba acercando a la zona roja rápidamente. No podían permanecer todo el día dando vueltas por ahí, sin rumbo fijo. Tarde o temprano, alguien se daría cuenta de que aquel enfermero había pasado tres veces con el mismo paciente por el mismo sitio y se meterían en un lío.
-Eric, creo que tenemos un problema, ¿sabes, chato?
-No me digas -rezongó Eric-. Ya hemos estado dos veces en esta sala. Creo que uno de los guardias nos ha mirado más de lo debido hace un momento. Quizá deberíamos intentarlo otro día, Basilio...
-Ni de coña -susurró Irisarri suavemente mientras empujaba incansable la silla-. Llevo en el bolsillo suficiente morfina como para hacer dormir a un elefante. Al salir del hospital cachean a todo el mundo, incluido al personal. ¿Y qué crees que dirían al encontrar esa pipa que llevas escondida en la silla?
-Podemos dejarlo todo escondido aquí dentro -se quejó Eric, cada vez menos excitado con aquella aventura- y volver otro día...
-No hay otro día, ¿sabes, chato? Tiene que ser hoy. Ahora. No nos la podemos jugar y... ¡mira! -Basilio Irisarri levantó el brazo en un gesto de triunfo, mientras señalaba un cartel que ponía SALA DE CONVALECENCIA12 con una flecha apuntando a la derecha justo debajo-. ¡Ya la tenemos!
Redoblando el paso, Basilio empujó la silla de ruedas hasta que alcanzaron la Sala de Convalecencia. Ésta era un antiguo anexo utilizado antes del Apocalipsis como zona de aparcamiento de las ambulancias y que en aquel momento, con un hospital atestado, había sido transformado en una sala de reposo para pacientes terminales, por el simple y expeditivo método de pintar el interior de blanco y abrir cuatro amplios ventanales en la pared que daba al sur. Pese a todo, el olor a enfermedad y muerte era tan súbito e intenso allí dentro que incluso los dos sicarios se sintieron sofocados nada más traspasar la puerta. En los círculos del personal del hospital se conocía aquella sala como «el Moridero». Muchos eran los que entraban allí, pero pocos los que conseguían salir por su propio pie. En aquella habitación se concentraban todos los casos para los que no había esperanza, o, más frecuentemente, medios materiales de curación. Algunas dolencias que en los viejos tiempos no hubiesen requerido más que un par de días de hospitalización, a lo sumo, eran en el Moridero fantasmas temibles que segaban vidas a diario. Aquello no era el infierno, pero era algo mucho peor. Era la habitación a donde se apartaba a los desesperados, para que el resto no los tuviese que ver y pudiesen continuar su vida fingiendo que todo iba a ir bien y que no pasaría nada malo.
En la espaciosa sala se alineaban unas cincuenta camas, ordenadamente dispuestas en dos hileras, separadas por un amplio pasillo central. La mayor parte de las camas estaban ocupadas, excepto una o dos, cuyos colchones estaban enrollados y con los somieres al aire. Con una parte de su atención Basilio se fijó en que uno de aquellos colchones tenía una mancha herrumbrosa que sólo podía ser sangre, pero no se detuvo demasiado en ello. Su mirada saltaba de una cama a otra, tratando de encontrar el rostro de la monja entre aquella multitud agonizante.
Dos enfermeras, en la otra esquina de la sala, se inclinaban en aquel momento sobre un paciente que parecía estar sufriendo algún tipo de crisis. Súbitamente, una de las enfermeras se alejó y salió por la puerta situada al fondo, seguramente en busca de un médico o de más enfermeras. La otra sanitaria estaba situada de espaldas, de forma que no podía ver que Basilio y Eric se habían detenido en medio del pasillo, y que el belga abandonaba la silla de ruedas y rápidamente, con una Beretta en la mano, se pegaba a una pared, vigilando ambas puertas.
Basilio no perdió el tiempo. Introduciendo la mano en su bolsillo, sacó la jeringuilla de morfina y se acercó a la cama donde yacía inerme sor Cecilia. El antiguo marinero metido a capo mafioso la observó por un segundo. La anciana parecía haber encogido en el espacio de pocas semanas, y a Basilio le recordaba a un enorme capullo de insecto, sobre todo con aquel gigantesco vendaje en la cabeza. «Lo siento, vieja -pensó para sí mismo, mientras sujetaba con una mano el gotero que lentamente suministraba suero a la monja y le acercaba la jeringuilla-. No es nada personal, pero no debió meterse en medio. Hubiese sido más inteligente que...»