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Authors: Alberto Méndez

Tags: #novela histórica

Los Girasoles Ciegos (8 page)

BOOK: Los Girasoles Ciegos
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En realidad cumplían un arresto. Alguna falta grave —que nunca confesaron— les llevó a aquella galería donde tenían cierta autoridad sobre los presos y una complicidad sumisa con los carceleros.

En torno a ellos se había creado una intendencia miserable: gracias a su mediación se obtenía carburo seco para las lámparas, un lápiz para escribir, un cuarterón de tabaco, papel de fumar y un reparto arbitrario de favores que Espoz y Mina gestionaban también a cambio de cosas miserables: un anillo de boda, un chisquero, una funda dental de oro o cualquier cosa que valiera algo más que un ser humano.

Juan obtuvo de Espoz tres cuartillas y un sobre a cambio de uno de sus calcetines y Mina le prestó un lápiz de carpintero por tres días.

«Querido hermano Luis:

Escribí una carta para despedirme de ti y ahora me alegro de que no me dejaran enviártela quizá porque todavía no había llegado mi momento. Mientras pueda escribirte es que aún estoy vivo. Me han juzgado pero no me han condenado. Estoy detenido en la frontera.

Sé que cuando no pueda escribirte los dos estaremos solos, aunque Miraflores es un pueblo pequeño y todos los vecinos son un poco parientes nuestros. Estoy seguro de que te echarán una mano. Busca trabajo, pero no en la serrería porque tus pulmones no resistirían respirar el serrín que flota en el aire. Quizás el tío Luis pueda darte trabajo en la abacería. Siento no poder costearte los estudios pero si algún día logras vender las tierras de nuestros padres, dedica todo el dinero que obtengas a formarte. Don Julio, el maestro, te ayudará en esto.»

Pese a que dedicó todo el día a escribir la carta, sólo logró redactar un párrafo porque, aunque el tiempo en la cárcel es interminable, está trufado de esperas y rutinas despiadadas: colas infinitas para obtener una ración de patatas hervidas, para ir al retrete o para conseguir la sopa de la cena; formaciones interminables para el recuento tres veces al día; turnos caprichosos para proceder a la limpieza de la galería que, pese a ello, siempre estaba sucia y, además, aquella mañana tuvo que asistir junto a otros presos a una charla, que daba Eduardo López, sobre la plusvalía y sus consecuencias en el proletariado internacional. Juan solía definir a los participantes en estos seminarios, dados en voz baja pero con la complicidad de una secta, como los cadáveres informados.

El anochecer se quebró en oscuridades y el aire se llenó de reflejos helados. Nadie tenía carburo.

Juan se despertó cuando el aire frío trajo el sonido de la lista de condenados en el patio. Nadie se movió, aunque todos escuchaban los nombres, unos detrás de otros, sin respuesta: Luis Fajardo, Antonio Ruiz Abellán, José Martínez López, Alberto Mínguez... Aquella voz enérgica pero monótona era como el ruido que produce un fósforo al frotarse contra el raspador de la caja: iluminaba la realidad.

Después de que repartieran la malta que hacía las veces de desayuno, un grupo de presos se acercó a Juan y Eduardo le preguntó a bocajarro por qué siempre le devolvían a la segunda galería.

—No terminan de condenarme. Debo ser perverso.

—¿Y no será que estás contando más cosas de las que sabes?

Juan se esperaba cualquier pregunta menos ésa.

—No sé nada ni nadie me lo pregunta. Ese juez fanático le está dando cuerda a su mujer que está loca. Quiere saber a toda costa qué pasó con su hijo.

—¿Y qué pasó?

—Lo fusilamos. Era un cabrón. Les digo lo menos posible, para ver si me dejan vivir unos días más. Eso es todo. El día que me descubran yo también iré a la cuarta. No te apures.

A diferencia de los presos de aquella galería, flacos y descarnados para evitarse el peso de su anatomía, Eduardo López era delgado de nacimiento. Un pecho en quilla y una nariz hebraica le conferían un aspecto bidimensional con el que la naturaleza ha dotado al oso hormiguero. Oscuro como un misal, era capaz de pasar desapercibido en los corrillos donde se condenaba al que condena y se vencía al vencedor.

Juan dio por acabada la conversación porque la inercia de la jerarquía vigente durante los años pasados era algo que le resultaba inexplicable. ¿Cómo unos muertos podían pedir explicaciones a otros muertos?

Durante dos días se interrumpieron los juicios. El joven de las liendres y Juan compartieron recuerdos y complicidades. Eugenio Paz había comenzado a vivir al comienzo de la guerra. Hasta entonces había sobrevivido en Brunete trillando la parva en el verano, arando durante el frío y sembrando avena antes de que comenzaran las lluvias de primavera. Nunca había ido a la escuela pero sólo con mirarlas sabía distinguir las gallinas ponedoras de las que sólo servían para caldo, qué oveja iba a tener un parto atravesado y qué galgos servían para cazar gazapos sin matarlos. Su madre era soltera y la dejó preñada el dueño de la venta —el Ventorro lo llamaban—, que alardeaba de no haber dejado una sola virgen desde Villaviciosa hasta Navalcarnero. Nunca toleró que Eugenio le llamara padre.

Para corresponder, Juan intentó hablarle de su hermano y de su vida en Miraflores pero, cuando quiso hacer memoria, sólo encontró tempestades de nieve porque todo lo demás estaba siendo pasto del olvido.

Si, por la razón que fuere, se suspendían las comparecencias ante el coronel Eymar, un sutil aire festivo se introducía en la segunda galería. Si, además, como ocurrió el segundo día, no había listas al amanecer para subir al camión de la muerte, la esperanza surgía entre las fisuras del miedo y se convertía en un bálsamo capaz de aliviar el frío y el hambre. Por eso, casi sin advertirlo, en algunos rostros aparecieron sutiles sonrisas y gestos silenciosos de quietud que poco a poco fueron apaciguando todos los vértigos.

Aquél fue un gran día. Eugenio Paz y Juan se intercambiaron de nuevo intimidades. El muchacho de las liendres le confesó que estaba preocupado, porque antes siempre la tenía como el pescuezo de un «cantaor» y ahora ni siquiera se le empinaba. Juan pensó: «Es que ya estás muerto», aunque le consoló diciendo que estaría guardando ausencias. Será eso.

A la mañana siguiente, Juan trataba de no pensar en nada, ni ver nada, ni oler nada mientras aguardaba su turno frente a las letrinas de la segunda galería. Era un sitio hediondo, eternamente encharcado y humillante. Sobre unas plataformas rectangulares con la silueta de unos pies perfilados sobre el cemento, una hilera de agujeros, sin paredes, sin puertas ni recato, ante los cuales esperaba una larga fila de hombres que ocultaban su pudor tras comentarios salaces y sarcásticas premuras.

—Tú eres enfermero, ¿verdad? —le preguntó un cabo que llevaba una lista en la mano—. Ven conmigo.

De nada le sirvieron las justificaciones para estar en aquella fila porque con un háztelo encima le condujo hasta la parte exterior de la reja. De allí, a través del cuarto de guardia, pasaron a una celda celosamente vigilada. El cabo mandó abrir la puerta y empujó a Juan para que entrara.

—Éste tiene que estar vivo mañana a las seis. Si se muere, te fusilamos a ti. Tú verás. —Y cerró dando un portazo. La oscuridad se apoderó de los ojos de Juan Senra, que al entrar había intuido un cuerpo inerme en un catre.

—¿Quién eres? —preguntó Juan sin atreverse a tocarle.

—Me llamo Cruz Salido. ¿Y tú?

—Juan Senra.

Cruz Salido había sido redactor jefe de
El Socialista
al final de la guerra y logró pasar a Francia en el último momento. Tratando de llegar a Orán, embarcó en un carguero que hacía escala en Génova, donde unos camisas negras le apresaron y, un mes más tarde, le enviaron repatriado a España. Interrogado sobre las organizaciones del exilio, sobre los planes de Líster para regresar a España con un cuerpo de ejército y otras mil cosas acerca de las cuales no recordaba exactamente lo que había dicho, fue juzgado y condenado a muerte.

Entre tantas ceremonias de muerte, tanto agotamiento, se le había escapado la vida a chorros y, preocupado sólo por respirar con unos pulmones raídos por la tisis, no logró nunca saber cuál era su crimen. Sólo sabía que estaban empeñados en que llegara vivo ante el pelotón de fusilamiento.

—El conde de Mayalde quiere fusilarme en público. Haz lo posible para que me muera antes —imploró.

—¡No puedes pedirme eso, por lo que más quieras!

Cruz Salido estuvo de acuerdo, no podía pedírselo. Como hablar le extenuaba, decidió hacerlo hasta el agotamiento y fue poniendo voz a su memoria, llorando a Besteiro, que agonizaba en la cárcel de Carmona, a Azaña, qué gran hombre Azaña, acallado para siempre en un lugar perdido y olvidado de Francia sometida ya a los designios de Hitler, a Machado, nuestro Machado, en Collioure silencioso...

—Somos un pueblo maldito, ¿no crees?

—No. Creo que no somos un pueblo maldito. Eso sería echar la culpa a otros.

Y aquel redactor jefe, entre jadeos, silencios y estertores, fue haciendo crónica de sus amigos, de los hombres a los que había defendido desde las columnas de su periódico, pero con esa razón profesional que le impedía hablar de sí mismo. Se agotó en una historia devastadora e interminable como su aliento que no lograba extinguirse. Tenía frío pero no aceptó que Juan le diera calor con su cuerpo, le dolía la espalda en carne viva y no consintió que Juan le cambiara de postura, le asfixiaba la memoria y sólo quería recordar a toda costa. Al amanecer su voz era ya el sonido de las palabras rozadas por la muerte y seguía hablando sin más descanso que el necesario para recuperar el aliento que se hacía cada vez más exiguo, más agua evaporada.

Murió tratando de recordar algo impreciso. Cuando la celda se abrió y encontraron ya muerto a Cruz Salido, el sargento decidió fusilarle a pesar de todo y el cabo asestó tres culatazos a Juan Senra. Pero le devolvieron a la segunda galería.

Informó a Eduardo López de lo que había ocurrido y fingió un dolor insoportable para justificar así el llanto inoportuno. En aquella galería se podía aullar por los golpes recibidos pero no llorar de pena.

Como intuyó que en algo le consolaría, buscó un rincón para continuar su carta.

—¿A quién escribes? —preguntó el muchacho de las liendres—. ¿A tu hermano?

—Hacia mi hermano, que no es lo mismo.

—¡Qué raro hablas! No me extraña que quieran fusilarte.

«... Sigo vivo. Han pasado varios días pero aquí todo son dificultades. Entre el lápiz, el papel y mi constante duermevela se me pasan las horas como si no me atreviera a aprovecharlas porque sé que este tiempo ya no es mío.

Sueño constantemente sin saber si estoy dormido, y me imagino sin querer un mundo casi vacío en el que todos hablan un idioma extraño que no entiendo aunque no me siento forastero. Cuando lo aprenda te hablaré del lenguaje que se habla en el mundo de mis sueños. El color del aire es como son los atardeceres del verano en Miraflores, aunque no hay montañas y el paisaje se pierde en un horizonte pequeñito que no está lejos aunque tengo la impresión de que es inalcanzable...»

La rutina de aquella galería era terminal, pero no dejaba por ello de ser rutina. La tendencia inerte por la que se configuraban los grupos, sólo rota por las inexorables ausencias de los condenados, se mantenía como si la vida tuviera continuidad.

Espoz y Mina eran los únicos de entre los presos autorizados a subir a las azoteas del edificio. Lo hacían siempre que había que varear la lana de los colchones de los suboficiales de la prisión.

Una vez al mes se les proporcionaban sendas varas de fresno de unos dos metros de longitud, dobladas en ángulo recto en uno de sus extremos, con las que tenían que sacudir el contenido de los colchones destripados hasta que la borra se esponjara como la clara a punto de nieve.

Una vez en la azotea, su problema no era añorar el horizonte desdibujado sobre los edificios, ni mirar el cielo abierto como símbolo del pasado, sino atraer a las palomas famélicas que revoloteaban sobre Madrid buscando supervivencias imposibles durante el invierno. Necesitaban por ello todo lo que pudiera atraerlas: migas de pan, trozos de oblea que comulgantes desaprensivos guardaban después de las misas, cucarachas, chinches, posos de achicoria e incluso mondas de patata a las que alguien renunciaba para poder canjearlas por algo más necesario que el alimento.

Cuando acudían las palomas atraídas por la posibilidad de comer algo, Espoz y Mina permanecían inmóviles hasta que el hambre se sobreponía al miedo y comenzaban a picotear el cebo con el que macizaban el suelo de la terraza. Entonces, con un movimiento rápido y simultáneo, los vareadores de la lana asestaban sendos golpes a dos de ellas, que quedaban boca arriba con las patas encogidas sobre el pecho como si quisieran protegerse del cielo que se les derrumbaba encima.

Una de ellas se la comían, la otra la utilizaban para hacer intercambio con los guardianes y poder obtener lo que después canjeaban con los presos.

Espoz y Mina pudieron así proporcionar, a cambio de su cinturón, más papel a Juan Senra para que pudiera seguir escribiendo a su hermano.

«Sigo vivo. No quiero contar el tiempo ni hablarte de lo que pasa a mi alrededor, pero cada vez fracaso más cuando recurro a mi memoria. Poder pensar todo esto es el privilegio de un condenado, es el privilegio del esclavo.»

En ese momento se produjo un altercado en la galería y un tropel de guardianes irrumpió amenazante entre los presos obligándoles a permanecer de cara a la pared y con los brazos en alto durante dos interminables horas. Los dos causantes de la disputa, un cenetista aragonés y un anarquista gaditano, fueron apaleados hasta que en ellos no quedó la más mínima convicción y se les desperdigaron sus ideas. Juan pensaba en los criterios que aplicaría el alférez capellán para censurar esta vez la carta que estaba escribiendo a su hermano.

Por entonces comenzaron ya a autorizarse algunas visitas a los presos. Aquellos familiares que pudieron valerse de religiosos, militares de graduación o camisas viejas para visitar a sus allegados presos sin ser acusados de nada irremediable, obtuvieron los permisos necesarios. Comenzaron allegar noticias lenitivas de aquel silencio. Hitler estaba bloqueado en la batalla de Inglaterra, los maquis se organizaban en varias zonas del norte y se rumoreaba que los Estados Unidos iban a invadir la península por el sur.

Todos deseaban que pasara el tiempo y aprendieron que ritmando los segundos transcurría un minuto cada vez que se contaban sesenta. Pero eran largos los días.

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