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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (46 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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Considerada como paciente, Clara era perfecta: respondía a todas las preguntas, cualquiera que fuese su naturaleza, sin asomo de reserva o engaño. Como a Carlos le extrañase, ella le respondió:

—¿Por qué voy a ocultarte nada, si sabes lo principal?

A Carlos le importaba averiguar si la aventura del sargento había dejado alguna huella en el alma de Clara.

—Era un tío asqueroso —dijo ella—. Porque pensándolo bien, una se explica que cualquier hombre que está con una mujer, que la besa, haga una barbaridad; pero él no me había tocado jamás un pelo. Todo se lo inventaba, y luego me lo escribía para que yo lo imaginase también. ¿No te parece que un sujeto así no puede estar bien de la cabeza?

Odiaba su recuerdo. Comprendía que, por su influencia, algo se había torcido en su vida.

—Porque lo natural, creo yo, es que una chica piense en un hombre al que querer y con quien casarse, pero yo no lo pensé jamás. Los hombres siempre me han parecido una cosa necesaria, pero repugnante.

Dieron las nueve, y Carlos la acompañó a casa. Hicieron un alto junto a la iglesia: mientras Clara se ponía las zuecas, la castañera les preguntó qué tal lo habían pasado. Añadió, mirando a Carlos, que Clara era una buena chica.

—Porque ya ve, a pesar de ser hija de quien es, siempre trató a todo el mundo con llaneza.

Clara, riendo, le respondió que tenía menos dinero que todo el mundo.

—Otras hay —dijo la castañera— tan pobres como tú, y se creen marquesas.

Al llegar a la carretera, Clara se soltó de Carlos.

—Seguramente —dijo— nos vendrán siguiendo.

Caminaron, uno junto a otro, sin agarrarse. De vez en cuando, Clara miraba atrás.

—¿Ves? Ahí vienen dos.

Carlos miró también. Quizá dos sombras caminasen, efectivamente, a distancia y sin prisa. Carlos hizo un comentario; Clara no respondió.

Cuando casi habían llegado, Clara dijo:

—Has sido muy bueno conmigo, Carlos, pero…

—¿Hay un pero?

—Me hubiera gustado que me dijeses lo que debía hacer, para esforzarme en hacerlo.

No esperó la respuesta, y salió corriendo. Desde la puerta, vio a Carlos, inmóvil, que le decía adiós. Ella alzó la mano, y entró.

Halló que Inés había hecho la cena, y la había dejado junto al fuego: un guiso de pescado y café con leche. Clara sirvió a su madre y le dio de comer. Después volvió a la cocina y comió también. Fregó los cacharros y marchó a su cuarto. No sabía si Juan estaba en casa o no.

Tardó en acostarse. Sentada en la cama, pensaba que su deseo de cambiar no había encontrado la ayuda apetecida. Estaba como unos días antes, abandonada a sí misma. Y pudiera suceder que su deseo fuese una impertinencia, que no importase a nadie, ni nadie lo agradeciese. Evidentemente, a Carlos no parecía importarle gran cosa. Estaba claro que ella no le interesaba, al menos del modo que le hubiera gustado interesarle. Sentiría, acaso, algo de amistad, o un poco de compasión. Mejor eso, compasión. Quizás sólo porque era hermana de Juan. Carlos apreciaba a Juan, lo había defendido varias veces —los hombres siempre se entienden—. Lo que había hecho por ella se lo debía a Juan. Y también, probablemente, porque le divertían las cosas que le contaba.

Aun así, bien hubiera podido ayudarla. Darle un consejo, o acaso un remedio.

El fraile le había preguntado si Carlos no intentaba curarla; luego, lo que a ella le pasaba, o, más bien, lo que hacía, era como una enfermedad (lo había sospechado alguna vez). Y si era así, ¿por qué Carlos se mantenía indiferente? Quizás fuese porque siempre importa tener a mano a una muchacha que tiene una debilidad, por si se necesita de ella para un remedio.

Le costó caro aceptarlo. Razonaba en contra, diciéndose que Carlos era bueno, y que se había portado con ella como un caballero —«¿otra manera de indiferencia?»—, que era el primer hombre que la había tratado como un ser humano —«acaso el modo verdaderamente humano de tratarme fuese el otro»—. Pero sus razones no prevalecían. Y aunque Carlos jamás hubiese pensado en ella como posible conquista, ella se sentía dolida, lastimada, por su actitud. «Te encuentro bien como eres…» ¡Al diablo! Ella no se encontraba bien así; amaba la limpieza, pero algo en ella no era limpio.

Y, sin embargo, la tentación que le nacía, ahora mismo, en las entrañas, llevaba el nombre de Carlos. No tenía nada para luchar contra ella, más que su voluntad. ¿Y si hiciese una promesa? Ir descalza en romería, a San Andrés, subir la cuesta de rodillas…

Cuando Carlos dio la vuelta, Cubeiro y don Baldomero se aplastaron contra las zarzas del seto, para no ser vistos. Cubeiro apagó el pitillo.

Dejaron que Carlos se alejase, y después regresaron por atajos.

—¿Qué? —les preguntaron en el casino.

—Tenía yo razón —respondió, satisfecho, don Baldomero.

Cubeiro se sentó, desalentado, y pidió un vermut.

—Hay que rendirse a la evidencia, señores. No le tocó un pelo de la ropa.

—Entonces, ¿por qué la acompaña? —preguntó el juez.

—Eso me pregunto yo: ¿por qué la acompaña?

—Supongamos que le hace la corte para casarse con ella.

Un coro de risas gordas respondió a don Baldomero.

—¡No sea imbécil, hombre!

—¿Por qué soy imbécil, vamos a ver?

—En primer lugar, porque don Carlos no puede ignorar la clase de pájara que lleva al lado. A no ser que el imbécil sea él, claro.

—¿Qué se sabe, en concreto, de esa muchacha? ¿Hay alguien que se haya acostado con ella?

—Hombre, eso nunca puede decirse con seguridad…

—Quizá en otra parte lo haya hecho, no aquí. Porque, señores, entre nosotros, apenas hemos echado la vista encima a una rapaza, cuando damos por cierto lo que no pasa de suposición.

—¡Bueno! Como usted sabe, esa chica tiene gustos populares. Le da por los marineros, como al hermano. ¿No lo comprende? —el juez se rió de su propia ocurrencia—. Él y ella se dedican a consolarlos; Aldán les promete el reparto, y ella, mientras tanto, se reparte entre ellos. ¡ja, ja, ja! Para salir de dudas, pregúntese al Sindicato…

—¡Hombre, eso está bien!, pregúntese al Sindicato. Propongo que el presidente del casino oficie a su colega de esta manera: «La junta directiva, reunida en sesión extraordinaria…». ¡Y le pondremos marco a la respuesta, para que no haya dudas!

Cayetano había permanecido silencioso y divertido. Fumaba y sonreía.

Cubeiro le interpeló.

—Tú, Cayetano, ¿no dices nada?

—A mí nadie me dio vela en este entierro.

—En materia de mujeres llevas la vela por derecho propio.

—Vamos, dé su opinión.

Cayetano arrojó la punta del cigarrillo y bebió un sorbo de vino.

—Sólo puedo decirles lo siguiente: Clara Aldán es una mujer guapa, con un cuerpo bonito. ¿No están de acuerdo?

—¡Hombre, claro! ¡Un cuerpo pistonudo!

—Uno de los mejores cuerpos de la villa, sin duda. Ahora bien: es notorio que jamás me acerqué a ella.

—Jamás.

—Si lo reconocen, ¿cómo es que nadie se ha preguntado la razón?

Miró a su alrededor. Nadie le respondió.

—De donde se deduce que siempre andan ustedes por las ramas, sin ir al fondo de las cuestiones. ¿Piensan. ustedes que hubiera dejado sin probar un bombón, sin más razones en contra?

—Siempre pensé que a las hermanas de Aldán, por ser quienes son, usted las respetaba —se atrevió a decir don Baldomero.

—¿Respetarlas? —Cayetano rió furiosamente—. ¿Por ser quienes son? Pero ¿imagina usted que me importa un pito quiénes son? ¡Dos hijas de puta, ni más ni menos! Usted es imbécil, don Baldomero.

El boticario bajó la cabeza.

—A Clara Aldán, señores, no le he puesto los puntos por la sencilla razón de que esta casa no trabaja con material averiado. ¿Está claro?

Y añadió, entre triunfal y dogmático:

—Por mi casa no pasan más que virgos. O casadas —añadió, después de una pausa muy breve, mirando a don Baldomero.

El boticario recibió la mirada como una sentencia.

Carlos fue a cenar a casa de doña Mariana. Lo hizo en silencio, preocupado.

—¿Qué te pasa? —le preguntó la Vieja, a los postres.

Él tardó en explicarse, y lo hizo de manera retorcida, casi exasperante. No estaba disgustado según lo que se entiende habitualmente por disgusto, pero lo estaba porque algo no le había gustado.

—No entiendo una palabra, Carlos.

—Las relaciones entre personas —respondió Carlos— son de naturaleza moral. Los efectos que causan son también morales. Ahora bien, lo que hoy me ha disgustado de Clara no pertenece al orden moral, sino al estético. Es una chica que me impresiona patéticamente, pero con un patetismo melodramático. ¿Me entiende?

—No.

—Será que yo mismo no lo entiendo bien. Sin embargo, lo de
patetismo melodramático
no está mal buscado. Quiere decir que los motivos que me conmueven no son nobles y de calidad, sino vulgares. Compare usted la piedad que se siente por un mendigo y la causada por una gran desgracia irreparable. La primera tiene remedio, la otra no. Da usted dinero al mendigo, y deja de sentir piedad. ¿Me entiende ahora?

Doña Mariana afirmó, sonriente, y, mientras Carlos seguía hablando, no dejó de mirarle.

—Usted sabe de Clara lo bastante para comprender que todos sus problemas se resolverían con dinero; que si tuviese unas pesetas sería una chica como otra cualquiera, más o menos atractiva, y que usted y yo nos sentiríamos obligados hacia ella.

—Yo no siento ninguna obligación.

—Yo, sí.

—La que tú quieras inventarte.

Carlos hizo una pausa, antes de responder.

—Esto es más difícil de explicar y de entender, pero es real. Me siento obligado hacia Clara porque creo, a mi pesar, que yo estoy aquí, que yo he venido aquí precisamente para remediar su vida.

—¡Estás loco, hijo mío! —le respondió, riendo, doña Mariana.

—Si acepto que he sido conducido (y esto no me lo quita nadie de la cabeza), una de dos: o estoy aquí para hacer de Rosario la
Galana
mi manceba, lo cual, si Dios me ha conducido, resulta chocante, o para casarme con Clara. Son las dos posibilidades más inmediatas, y, al mismo tiempo, las únicas que he hallado. ¿Prefiere usted la primera?

Doña Mariana dejó de reír.

—Estás loco —repitió.

—Mi razonamiento es irreprochable. Tengo, sin embargo, que agradecer a la Providencia el que haya respetado mi libertad; porque, efectivamente, puedo desentenderme de Clara y quedarme con Rosario.

Hablaba seriamente, casi con gravedad. Doña Mariana sosegó la inquietud que le causaba, y siguió escuchándole.

—No crea usted que esta última elección sería caprichosa, y si me pongo a buscarle razones, la hallaría en seguida. Porque, ¿quién le dice a usted que esa chica, Rosario, no sea tan grata a los ojos de la Providencia que me haya elegido a mí para sacarla de su estado y llevarla por un camino más honorable? Ser mi querida es más honorable que serlo de Cayetano. En esto estará de acuerdo.

Doña Mariana respiró profundamente, como quien ve alejarse un peligro.

—Creí que hablabas en serio y me diste miedo.

—Pues no hablo en broma. Lo que sucede es que mi situación es bastante cómica, o que yo, con mi manía de analizarlo todo, saco a relucir lo que de cómico hay en la situación. Sin embargo, vea usted: si aceptamos que la Providencia me ha traído…

—Pero ¿por qué insistes en eso? ¡No hay Providencia ni niños muertos! Has venido porque te dio la gana, y tus obligaciones, si las tienes, van por otro camino.

—Usted no cree en Dios, doña Mariana, pero yo, sí. Y, si no creyese, no estaría tranquilo. Dios explica muchas cosas que, sin Él, serían inexplicables.

—¿No será que te lo inventas, precisamente, para explicártelas?

—Le aseguro que no. He examinado todas las hipótesis, y ninguna me satisface. O aceptamos a Dios, o al Destino. Prefiero a Dios, que al menos, si me zarandea, me da a elegir. El Destino no da lugar a elección. El Destino diría: vuelve a tu pueblo para casarte con Clara. Y, en tal caso, ¿qué haría yo, si no deseo, no quiero o no puedo casarme con Clara? ¿Apencar con ella, aunque Rosario me gustase más? ¿Casarme con ella y tener a Rosario de querida? Sería feo, y muy gravoso para mi hacienda. No, no. O la una, o la otra. ¿A usted, qué le parece?

La dama se sirvió una copa de licor de café y la bebió de un sorbo.

—Perdona, hijo; pero, para escucharte con tranquilidad, tengo que tomar un trago.

—Écheme otro.

Bebió también Carlos y después rió.

—Tome a broma lo que digo, pero es la pura verdad. Rosario y Clara. O la una o la otra. La señora del boticario hubiera preferido meter entre las dos una de sus amiguitas, pero no espero que lo consiga. No me gustan.

Son unas chicas muy hacendosas, muy modosas y muy puras, pero sin el menor atractivo.

—No olvides que también yo tengo mi candidata para ese tercer puesto.

—¡Su candidata, la linda, la delicada Germaine! Un fantasma es poca cosa para competir con dos mujeres de carne y hueso.

Carlos se levantó y cogió el marco de plata en que se guardaba la fotografía de Germaine. La miró un instante.

—Si el alma de mi padre vive en mí, o si heredé de él algo más que el nombre y estas narices, yo debería enamorarme de esta muchacha, como mi padre se enamoró de usted. Pero esta muchacha no existe. Es una oportunidad que la Providencia no ha querido darme.

—Puede forzarse a la Providencia —dijo doña Mariana con extremada energía.

—¿Qué quiere usted decir?

—Sólo eso, Carlos, sólo eso: que frente a la Providencia, y aun contra ella, está nuestra voluntad.

Carlos se acercó, se sentó en el brazo del sofá y le acarició los cabellos.

—¿Por qué me quiere usted tanto?

Doña Mariana no le respondió. Se dejó acariciar y cambió de conversación. Pero aquella noche tardó en dormirse. Pensaba en Clara, pensaba en que Carlos pudiera comprometerse con ella, quizá casarse. No por amor, naturalmente, sino por compasión, o por creer que fuera su deber… Podía metérsele en la cabeza, y, entonces, no tendría remedio.

Doña Lucía esperaba a su marido con la sopa servida.

—¿Vienes borracho? —le preguntó.

Él la miró, y se sentó sin responderle. Probó la sopa, y se quemó los labios.

—¡Siempre me pones la sopa hirviendo! —protestó; y ella le respondió:

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