Misión sonrió, se sentó en el trineo y se arrojó hacia abajo. Las condiciones climáticas eran perfectas para aquel deporte, pues no había ni siquiera una brisa suave que obstaculizara el descenso; y mientras bajaba, el trineo adquirió una velocidad asombrosa. Misión voló sobre el valle, entre los árboles, dejando atrás con rapidez los abedules de troncos blancos y los cedros oscuros y frondosos. Si el arroyo no se hubiera cruzado en su camino, podría haber llegado más lejos; pero incluso el final del viaje había resultado emocionante, pues el banco de la orilla tenía más de un metro de altura y Misión ascendió con su trineo en un largo y elegante arco antes de caer de forma espectacular en el agua helada.
Cuando llegó a casa tiritando, el agua de la ropa y el pelo comenzaba a congelarse, y el niño se ganó una buena regañina. Según había notado el pequeño, Polgara tenía tendencia a dramatizar en exceso las cosas, sobre todo cuando eso le brindaba la oportunidad de explayarse sobre los defectos de alguien. La hechicera le dedicó una mirada fulminante, fue a buscar una horrible medicina y le obligó a tomar varias cucharadas. Luego comenzó a quitarle la ropa congelada sin dejar de hablar mientras lo hacía. Pol tenía una voz excelente y un buen dominio del lenguaje, de modo que las distintas inflexiones cargaban sus palabras de significado. Sin embargo, Misión hubiera preferido una discusión más breve y menos exhaustiva de su reciente desventura, sobre todo porque mientras Polgara hablaba y lo frotaba con una toalla áspera, tanto Durnik como Belgarath intentaban sin éxito disimular sus sonrisas.
—Bueno —observó Durnik—, al menos esta semana no necesitará tomar ningún baño.
Polgara dejó de secar al niño y se volvió despacio para mirar a su marido con una expresión helada, aunque no del todo amenazadora.
—¿Decías algo? —le preguntó.
—Eh..., no cariño —se apresuró a responder él—. En realidad no. —Miró a Belgarath algo incómodo y se puso de pie—. Será mejor que traiga más leña para el fuego —dijo.
La hechicera alzó una ceja y se volvió hacia su padre.
—¿Y bien? —preguntó.
El anciano parpadeó y su cara reflejó la más absoluta inocencia. La expresión de ella no cambió, pero el silencio se volvió siniestro y opresivo.
—¿Quieres que te eche una mano, Durnik? —sugirió Belgarath por fin, y también se puso de pie.
Luego los dos se fueron, dejando a Misión a solas con Polgara.
—¿Bajaste con el trineo por la cuesta y luego a través del prado? —preguntó ella con serenidad. El pequeño asintió con un gesto—. ¿Y después a través del bosque? —Misión volvió a asentir—. ¿Y luego por el banco de la orilla hasta caer al arroyo?
—Sí —admitió el niño.
—Por lo visto no se te ocurrió saltar del trineo antes de que éste cayera al agua, ¿verdad?
Misión no era muy hablador, pero en este caso consideró que debía justificar su conducta.
—No se me ocurrió hacerlo —respondió—, pero creo que incluso si se me hubiera pasado por la cabeza no lo habría hecho.
—Supongo que tendrás una explicación para eso.
—Todo iba tan bien hasta ese momento —dijo con absoluta seriedad— que no me hubiera parecido correcto escapar sólo porque algo comenzaba a salir mal.
Hubo un largo silencio.
—Ya veo —repuso ella, por fin, con gravedad—; o sea que te arrojaste al arroyo por una cuestión moral.
—Supongo que sí.
La hechicera lo miró fijamente un momento y luego escondió la cara entre las manos.
—No sé si podré pasar por todo esto otra vez —observó con voz trágica.
—¿Pasar por qué? —preguntó él, alarmado.
—Criar a Garion fue más de lo que pude soportar —respondió Pol—. Pero ni siquiera él sería capaz de inventar una excusa tan ilógica para justificarse. —Luego volvió a mirar al niño, rió con ternura y lo abrazó—. ¡Oh, Misión! —exclamó mientras lo estrechaba con fuerza entre sus brazos, y todo volvió a la normalidad.
Belgarath, el hechicero, era un hombre con muchos defectos. Nunca le había gustado el trabajo físico y tal vez tenía demasiada afición por la cerveza negra. De vez en cuando faltaba a la verdad o demostraba cierta indiferencia hacia el concepto de propiedad privada. La compañía de mujeres de reputación incierta no ofendía su sensibilidad y su empleo del lenguaje a menudo dejaba mucho que desear.
Polgara, la hechicera, era una mujer con un poder de decisión casi sobrehumano y había pasado varios miles de años intentando reformar a su perezoso padre, sin demasiado éxito. Sin embargo, a pesar de las pocas posibilidades de lograrlo, seguía perseverando. A través de los siglos había llevado a cabo una valerosa acción de retaguardia contra los malos hábitos del hechicero. No había tenido más remedio que darse por vencida en cuestiones como la indolencia y la falta de higiene, y estaba bastante resignada en otras como las mentiras y el lenguaje soez; pero, a pesar de los múltiples fracasos, seguía insistiendo en temas como el alcohol, los robos y las mujeres. Por alguna razón, estaba convencida de que era su obligación luchar hasta la muerte contra aquel tipo de conducta.
Belgarath pospuso el regreso a su torre hasta la primavera siguiente y Misión tuvo oportunidad de presenciar las interminables e increíblemente reiterativas discusiones entre padre e hija, las cuales llenaban casi todos los momentos de ocio de sus vidas. Polgara se quejaba con sarcasmo de que el anciano holgazaneara en la cocina, aprovechando por igual el calor del fogón y el frío de la cerveza, y Belgarath respondía con ingeniosas evasivas, que demostraban una refinada habilidad adquirida durante siglos de práctica. Sin embargo, Misión sabía lo que se escondía detrás de aquellos comentarios incisivos y de las consiguientes réplicas petulantes. El vínculo entre Belgarath y su hija era tan profundo que iba mucho más allá de la comprensión de la gente, y durante aquellos largos años, ambos habían considerado necesario proteger el enorme amor que los unía tras una fachada de constantes peleas. Ello no significaba que Polgara no hubiera preferido tener un padre más honrado, pero tampoco estaba tan decepcionada por su conducta como aparentaba.
Ambos sabían por qué Belgarath pasaba el invierno en la cabaña de Poledra con su hija y su yerno. Aunque jamás dijeran una palabra sobre el tema, los dos reconocían que los recuerdos que la casa traía al anciano tenían que cambiar; no desaparecer, por supuesto, pues no había nada en el mundo que pudiera borrar la memoria de su esposa, sino modificarse un poco, de modo que la cabaña le recordara horas felices además del terrible día en que había regresado a casa para encontrar que su esposa, Poledra, había muerto.
Por fin, la nieve dio paso a una semana de cálidas lluvias de primavera y, cuando el cielo se volvió otra vez azul, Belgarath decidió que era hora de seguir su viaje.
—En realidad no es nada urgente —admitió—, pero me gustaría ver al viejo Beldin y a los gemelos. Además, es un buen momento para ordenar mi torre. Lo he estado posponiendo durante los últimos siglos.
—Si quieres, podemos acompañarte —se ofreció Polgara—. Después de todo, tú nos ayudaste con la cabaña, aunque no lo hicieras con mucho entusiasmo. Ahora sería justo que te ayudáramos a limpiar la torre.
—Gracias, Pol —declinó él con firmeza—, pero tu idea de la limpieza es un poco drástica para mi gusto. Cuando tú ordenas, el cubo de la basura acaba lleno de cosas que más tarde podrían serme útiles. Para mí, una habitación está lo suficientemente limpia cuando tiene un espacio libre en el centro.
—¡Oh, padre! —rió ella—, nunca cambiarás.
—Por supuesto que no —respondió él. Luego miró con aire pensativo a Misión, que desayunaba en silencio—. Si te parece bien, me llevaré al niño conmigo. —Ella se volvió hacia él con rapidez y Belgarath se encogió de hombros—. Me hará compañía y tal vez disfrute de un cambio de ambiente. Además, tú y Durnik no habéis estado solos desde el día de vuestra boda. Si quieres, considéralo un regalo atrasado.
—Gracias, padre —se limitó a responder ella con los ojos llenos de afecto.
Belgarath desvió la mirada, como si se sintiera avergonzado.
—¿Quieres que te traiga tus cosas de la torre? Me refiero a los baúles y cajas que dejaste allí hace muchos años.
—¡Oh, padre, eres muy amable!
—Necesito el espacio —dijo él con una amplia sonrisa.
—Cuidarás bien al niño, ¿verdad? Cuando te pones a dar vueltas en tu torre sueles olvidarte de todo.
—Estará muy bien conmigo, Polgara —le aseguró el anciano.
A la mañana siguiente, Belgarath se montó a un caballo y Durnik subió a Misión detrás.
—Lo traeré de vuelta dentro de unas pocas semanas, o al menos a mediados del verano —dijo mientras se inclinaba para darle la mano a Durnik; luego hizo girar a su caballo en dirección sur.
El aire todavía estaba fresco, pero el sol temprano de primavera brillaba con todo su esplendor. La fragancia de las primeras flores llenaba el aire y Misión, sentado con alegría detrás de Belgarath, podía percibir la presencia de Aldur a medida que se adentraban en el valle. Intuía una conciencia serena y tierna, dominada por un imperioso deseo de saber. La presencia del dios Aldur no era una vaga sensación espiritual, sino algo mucho más sólido, casi palpable.
Avanzaron hacia el interior del valle a paso tranquilo, a través de la alta hierba, marchita por las heladas del invierno. La enorme llanura estaba jalonada de grandes árboles que alzaban sus copas hacia el cielo, levantando las puntas de las ramas, henchidas de brotes, para recibir el beso tierno del aire cálido.
—¿Qué tal vas, chico? —preguntó Belgarath después de unos cinco kilómetros de cabalgata.
—¿Dónde están las torres? —inquirió a su vez Misión con tono cortés.
—¿Cómo sabes lo de las torres?
—Tú y Polgara hablasteis de ellas.
—Escuchar furtivamente es una mala costumbre, Misión.
—¿Era una conversación privada?
—No, supongo que no.
—Entonces no escuché furtivamente, ¿verdad?
Belgarath se giró de forma brusca y miró al pequeño por encima del hombro.
—Ésa es una conclusión muy aguda para tu edad. ¿Cómo llegaste a ella?
—Se me ocurrió —respondió Misión mientras se encogía de hombros—. ¿Siempre pastan aquí? —preguntó señalando a una docena de ciervos de color marrón rojizo que se alimentaban tranquilamente cerca de allí.
—Lo han hecho siempre, que yo recuerde. La presencia de Aldur parece evitar que los animales se molesten unos a otros.
Pasaron junto a un par de torres elegantes, unidas por un curioso puente, casi etéreo, en forma de arco, y Belgarath le explicó que pertenecían a Beltira y Belkira, los hechiceros gemelos cuyas mentes estaban tan unidas que uno siempre acababa la frase que comenzaba el otro. Un poco más tarde, cabalgaron hacia una torre construida en cuarzo rosado con un diseño tan delicado que parecía flotar en el aire, radiante como una piedra preciosa. Belgarath le explicó que aquélla era la torre del jorobado Beldin, que había rodeado su propia fealdad con una belleza tan exquisita que quitaba el aliento.
Por fin llegaron a la torre baja y funcional de Belgarath y desmontaron.
—Bien —dijo el anciano—, ya estamos aquí. Subamos. —La habitación que había en lo alto de la torre era grande y circular, y estaba increíblemente abarrotada de cosas. Belgarath echó un vistazo alrededor y sus ojos cobraron una expresión de desaliento—. Esto llevará semanas —murmuró.
En la habitación había varias cosas interesantes para Misión, pero el pequeño sabía que Belgarath no estaba de humor para mostrarle o explicarle nada; así que buscó la chimenea, cogió una tiznada pala de bronce y un cepillo de mango corto y se arrodilló ante la abertura en forma de caverna, manchada de hollín.
—¿Qué haces? —le preguntó el hechicero.
—Durnik dice que lo primero que hay que hacer cuando uno llega a un lugar es preparar un espacio para encender un buen fuego.
—Ah, conque eso dice, ¿eh?
—No es gran cosa, pero es una forma de empezar; y una vez que uno ha comenzado, el resto de la tarea no parece tan difícil. Durnik sabe mucho de estas cosas. ¿Tienes un cubo de basura?
—¿Estás seguro de que quieres limpiar la chimenea?
—Bueno, si no te importa, sí. Está muy sucia, ¿no crees?
—Pol y Durnik ya te han corrompido, muchacho —suspiró Belgarath—. Intenté salvarte, pero una mala influencia como ésa al final siempre triunfa.
—Supongo que tienes razón —asintió Misión—. ¿Dónde dijiste que estaba el cubo?
Cuando anocheció, ya habían limpiado una zona semicircular alrededor del fuego y habían encontrado un par de catres, varias sillas y una tosca mesa.
—¿No tendrás algo para comer escondido en algún sitio? —preguntó el niño esperanzado, pues su estómago le indicaba que ya era la hora de cenar.
Belgarath desvió la vista del pergamino que acababa de sacar de debajo de uno de los catres.
—¿Qué? —preguntó—. Ah, sí, lo había olvidado. Iremos a visitar a los gemelos. Sin duda ellos tendrán algo en el fuego.
—¿Saben que pensamos ir?
—Eso no tiene importancia, Misión —dijo Belgarath, y se encogió de hombros—. Debes aprender que para eso está la familia y los amigos, para aprovecharse de ellos. Si quieres vivir sin agotarte, una de las reglas fundamentales es que cuando todo lo demás falla, tienes que confiar en la familia y los amigos.
Los hechiceros gemelos, Beltira y Belkira, se alegraron muchísimo de verlos y lo que «tenían en el fuego» resultó ser un sabroso guiso, tan bueno como los de Polgara. Cuando Misión hizo un comentario al respecto, Belgarath respondió, divertido:
—¿Quién crees que les enseñó a cocinar?
Varios días después, cuando la limpieza de la torre había progresado lo suficiente como para que el suelo recibiera su primer lavado en muchos siglos, Beldin pasó a visitarlos.
—¿Qué haces, Belgarath? —preguntó el sucio y deforme hechicero.
Beldin era muy bajo, iba vestido con harapos y estaba tan encorvado como un viejo tronco de roble. Tenía el pelo y la barba enmarañados y llevaba enganchados abrojos y ramitas en varias partes del cuerpo.
—Un poco de limpieza —respondió el anciano, casi avergonzado.
—¿Para qué? —preguntó Beldin—, si va a ensuciarse otra vez. —Miró hacia un grupo de huesos que había junto a una de las paredes curvas—. Lo que tendrías que hacer es convertir tu suelo en un buen caldo.