—¿Entonces Lalaith no ha de retornar? —preguntó Túrin—. ¿A dónde ha ido?
—No ha de retornar —dijo Sador—. Pero a dónde ha ido, ningún hombre lo sabe; o yo no lo sé.
—¿Ha sido siempre así? ¿O somos víctimas del Rey malvado, quizá, como el Mal Aliento?
—No lo sé. Una oscuridad hay por detrás de nosotros, y de ella nos han llegado muy pocos Cuentos. Puede que los padres de nuestros padres hayan tenido cosas que decir, pero no dijeron nada. Aun sus nombres están olvidados. Las Montañas se interponen entre nosotros y la vida de donde vinieron, huyendo nadie sabe de qué.
—¿Tenían miedo?
—Puede ser —dijo Sador—. Puede ser que hayamos huido del temor de la Oscuridad sólo para hallarla delante de nosotros, y no tengamos otro sitio a dónde huir, salvo el Mar.
—Nosotros ya no tenemos miedo —dijo Túrin—, no todos. Mi padre no tiene miedo y yo tampoco lo tendré; o, cuando menos, como mi madre, tendré miedo, pero no dejaré que se note.
Le pareció entonces a Sador que los ojos de Túrin no eran los ojos de un niño y pensó: «El dolor es una piedra de afilar para un temple duro». Pero en voz alta, dijo:
—Hijo de Húrin y de Morwen, qué será de tu corazón, Labadal no puede adivinarlo; pero rara vez y a muy pocos mostrarás lo que hay en él.
Entonces Túrin dijo:
—Quizá sea mejor no decir lo que se desea, si no se lo puede obtener. Pero yo deseo, Labadal, ser uno de los Eldar. Entonces Lalaith podría regresar y yo estaría aquí todavía aunque ella hubiera recorrido un largo camino. Marcharé como soldado del rey Elfo tan pronto como pueda, al igual que tú, Labadal.
—Puedes aprender mucho de ellos —dijo Sador, y suspiró—. Son un pueblo bello y maravilloso, y tienen poder sobre el corazón de los Hombres. Y sin embargo a veces me parece que habría sido mejor que nunca nos hubiéramos topado con ellos, y que hubiéramos transitado caminos más humildes. Porque tienen un conocimiento que se remonta a tiempos muy antiguos; y son orgullosos y resistentes. A la Luz de los Elfos parecemos gente apagada, o ardemos con una llama demasiado viva que se consume con rapidez, y el peso de nuestro destino nos abruma todavía mas.
—Pero mi padre les ama —dijo Túrin— y no es feliz sin ellos. Dice que hemos aprendido de ellos casi todo cuanto sabemos, y que así nos hemos convertido en un pueblo más noble; y dice que los Hombres que han cruzado últimamente las Montañas apenas son mejores que los Orcos.
—Eso es verdad —respondió Sador—; verdad, al menos de algunos de nosotros. Pero el ascenso es penoso, y de la cima es fácil caer a lo más bajo.
Por ese tiempo, en el mes de Gwaeron según el cómputo de los Edain, del año que no puede olvidarse, Túrin tenía casi ocho años. Corrían ya rumores entre sus mayores de una gran concentración de tropas y reclutamientos de fuerzas, de los que él nada sabía; aunque advertía que su padre lo miraba fijamente con frecuencia, como un hombre que mira algo querido de lo que debe separarse.
Ahora bien, Húrin, que conocía el coraje y la lengua prudente de Morwen, hablaba a menudo con ella de los designios de los reyes Elfos, y de lo que podría acaecer, para bien o para mal. Su corazón estaba lleno de esperanza, y temía poco las consecuencias de la batalla, porque no le parecía que fuerza alguna de la Tierra Media pudiese superar el poder y el esplendor de los Eldar.
—Han visto La Luz Cielo Oeste —decía— y al final la oscuridad ha de desaparecer de sus rostros.
Morwen no lo contradecía; porque en compañía de Húrin el fruto de la esperanza siempre parecía lo más probable. Pero también en su estirpe había gentes que conocían la tradición élfica, y a sí misma se decía: —Y sin embargo, ¿no han abandonado la Luz acaso? ¿No han sido apartados de la Luz? Quizá Los Señores del Oeste no piensan más en ellos, y si es así, ¿cómo los Primeros Nacidos podrían vencer a uno de los Poderes?
Ni la sombra de una duda semejante parecía perturbar a Húrin Thalion; no obstante una mañana de la primavera de ese año despertó como de un sueño agitado y una nube apagaba el brillo del día; y al anochecer dijo de pronto:
—Cuando sea convocado, Morwen Eledhwen, dejaré a tu cuidado al heredero de la Casa de Hador. La vida de Los Hombres es corta, y en ella suele haber múltiples infortunios, aun en tiempos de paz.
—Eso ha sido así siempre —respondió ella—. Pero ¿qué hay en tus palabras?
—Prudencia, no duda —dijo Húrin; no obstante, parecía perturbado—. Pero quien mira adelante, ha de ver esto: que las cosas no han de permanecer siempre así. Será ésta una gran conmoción, y una de las partes caerá muy bajo, más de lo que está ahora. Si son los reyes de Los Elfos los que caen, no ha de irles bien a los Edain; y nosotros somos los que vivimos más cerca del Enemigo. Pero si van mal las cosas, no te diré: ¡No tengas miedo! Porque tú temes lo que ha de ser temido, y sólo eso; y el miedo no arredra. Pero te digo: ¡No esperes! Yo volveré a ti como pueda, pero ¡no esperes! Ve al sur tan de prisa como te sea posible; yo iré detrás y te encontraré aunque tenga que registrar toda Beleriand.
—Beleriand es grande y no hay hogar en ella para los exiliados —dijo Morwen—. ¿A dónde he de huir con pocos o con muchos?
Entonces Húrin meditó un rato en silencio.
—En Brethil están los parientes de mi madre —dijo—. Eso está a unas treinta leguas a vuelo de águila.
—Si ese infortunado momento llega en verdad, ¿qué ayuda podría esperarse de los Hombres? —dijo Morwen—. La Casa de Bëor ha caído. Si cae la gran Casa de Hador, ¿a qué agujeros se arrastrará el pequeño pueblo de Haleth?
—Son pocos y sin muchas luces, pero no dudo de su valor —dijo Húrin—. ¿En qué, si no, tener esperanzas?
—No hablas de Gondolin —dijo Morwen.
—No, porque ese nombre nunca ha pasado por mis labios —dijo Húrin—. No obstante es cierto lo que has oído: he estado allí. Pero te digo ahora con verdad lo que nunca le dije a nadie ni le diré a nadie en el futuro: no sé dónde se encuentra.
—Pero lo supones y lo que supones no está lejos de la verdad, según creo —dijo Morwen.
—Puede que así sea —dijo Húrin—. Pero a menos que el mismo Turgon me libre de mi juramento, no puedo decir lo que supongo, ni siquiera a ti; y por tanto tu búsqueda resultaría inútil. Pero si hablara para mi vergüenza, en el mejor de los casos sólo llegarías ante una puerta cerrada; porque a no ser que Turgon salga a la guerra (y de eso nada se ha oído hasta ahora, ni hay esperanzas de que así ocurra), nadie podrá entrar.
—Entonces, si no hay esperanzas en tus parientes y tus amigos te niegan —dijo Morwen—, he de concebir mis propios designios; y a mí me viene la idea de Doriath.
—Siempre apuntas demasiado alto -comentó Húrin.
—¿Demasiado alto, dices? —replicó Morwen—. Yo creo que la Cintura de Melian será la última defensa en romperse; y por otra parte, la Casa de Bëor no será despreciada en Doriath. ¿No soy ahora pariente del rey? Beren, hijo de Barahir, era nieto de Bregor. como lo era también mi padre.
—Mi corazón no se inclina a Thingol —dijo Húrin—. Ninguna ayuda ha de tener de él el Rey Fingon; y no sé qué sombra me oscurece el espíritu cuando se nombra a Doriath.
—Al nombre de Brethil también mi corazón se oscurece —dijo Morwen.
Entonces de súbito Húrin se echó a reír, y dijo:
—Aquí estamos, discutiendo cosas que están fuera de nuestro alcance, y sombras surgidas de sueños. Las cosas no irán tan mal, pero si así ocurre realmente, a tu coraje y tu juicio queda todo encomendado. Haz entonces lo que tu corazón te indique, pero hazlo pronto. Y si alcanzamos nuestra meta, los reyes de los Elfos están decididos a devolver todos los feudos de la Casa de Béor a sus herederos; y tú lo eres, Morwen, hija de Baragund. Poseeremos entonces extensos señoríos, y nuestro hijo recibiría una gran herencia. Sin la malicia del norte dispondría de una gran riqueza, y sería un rey entre los Hombres.
—Húrin Thalion —dijo Morwen—, esto es lo que veo: tú tienes altas miras, pero yo temo la decadencia.
—Eso es lo peor que puedes temer —le respondió Húrin.
Esa noche Túrin despertó a medias, y le pareció que su padre y su madre estaban junto a él y lo miraban a la luz de las velas que llevaban consigo; pero no pudo verles la cara.
La mañana del día del cumpleaños de Túrin, Húrin le dio a su hijo un regalo, un cuchillo labrado por los Elfos, y la empuñadura y la vaina eran negras y de plata; y le dijo:
—Heredero de la Casa de Hador, he aquí un regalo por tu día. Pero ¡ten cuidado! Es una hoja amarga y el acero sirve sólo a quienes pueden esgrimirlo. Es tan capaz de cortarte la mano como otra cosa cualquiera. —Y poniendo a Túrin sobre una mesa, besó a su hijo y dijo:— Ya me sobrepasas, hijo de Morwen; pronto serás igualmente alto sobre tus propios pies. Ese día muchos serán los que teman tu hoja.
Entonces Túrin salió corriendo de la estancia y se fue solo, y en su corazón había un calor como el del sol sobre la tierra fría, que pone en movimiento todo lo que crece. Se repitió a sí mismo las palabras de su padre, Heredero de la Casa de Hador; pero otras palabras le vinieron también a la mente: Da con prodigalidad, pero da sólo lo tuyo. Y fue al encuentro de Sador, y exclamó:
—¿Labadal, es mi cumpleaños, el cumpleaños del heredero de La Casa de Hador! Y te he traído un regalo para señalar el día. He aquí un cuchillo como el que tú necesitas; cortará lo que quieras, tan delgado como un cabello.
Entonces Sador se sintió turbado, porque sabía muy bien que Túrin había recibido él mismo el cuchillo ese día. Le habló gravemente:
—Vienes de una estirpe generosa, Túrin, hijo de Húrin. No he hecho nada para merecer tu cuchillo, ni espero hacerlo en los días que me restan; pero lo que pueda hacer, lo haré.
Y cuando Sador sacó el cuchillo de la vaina, dijo:
—Es éste un regalo, en verdad: una hoja de acero élfico. Mucho tiempo he echado en falta tocarla.
Húrin no tardó en notar que Túrin no llevaba el cuchillo, y le preguntó si su advertencia lo había asustado. Entonces Túrin contestó:
—No, le di el cuchillo a Sador el carpintero.
—¿Desprecias pues el regalo de tu padre? —preguntó Morwen; entonces respondió Turín:
—No; pero quiero a Sador y siento piedad por él.
Entonces Húrin dijo:
—Tres regalos tenías para dar, Túrin: amor, piedad, y el cuchillo, de todos el menos valioso.
—Sin embargo, dudo que Sador los merezca —dijo Morwen—. Se ha mutilado a sí mismo por torpeza y es lento en el trabajo, porque gasta gran parte del tiempo en bagatelas innecesarias.
—Ten piedad de él, pese a todo —le aconsejó Húrin—. Una mano honesta y un corazón sincero también pueden equivocarse; y el daño autoinfligido puede ser más duro de sobrellevar que la obra de un enemigo.
—Pero ahora tendrás que esperar un tiempo, antes de tener una nueva hoja —dijo Morwen—. De ese modo el regalo será un verdadero regalo y a tus propias expensas.
No obstante, Túrin vio que Sador fue tratado con más benevolencia desde entonces, y se le encomendó la hechura de una gran silla para que el señor se sentara en ella en la sala.
Llegó una brillante mañana del mes de Lothron en que Túrin fue despertado por súbitas trompetas; y corriendo a las puertas, vio en el patio a muchos hombres de a pie o a caballo, y todos plenamente armados como si fueran a partir a la guerra. Allí también estaba Húrin, y les hablaba a los hombres y les daba órdenes; y Túrin se enteró de que ese día partían para Barad Eithel. Éstos eran los guardias y los hombres de la casa de Húrin; pero todos los hombres de sus tierras habían sido convocados. Algunos habían partido ya con Huor, hermano de su padre; y muchos otros se unirían al Señor de Dor-lómin en el camino e irían tras su estandarte a la gran congregación del Rey.
Entonces Morwen se despidió de Húrin sin derramar Lágrimas; y dijo: —Guardaré lo que me dejas en custodia, tanto lo que es, como lo que será.
Y Húrin le respondió:
—Adiós, Señora de Dor-lómin; cabalgamos ahora con más esperanzas que hayamos conocido nunca antes. ¡Pensemos que en medio del invierno la fiesta será más alegre que todas cuantas hayamos gozado en todos nuestros años de vida, a la que seguirá una primavera libre de temores!
Luego puso a Túrin sobre sus hombros y gritó a sus gentes:
—¡Que el heredero de la Casa de Hador vea la luz de vuestras espadas!
De inmediato, el sol resplandeció sobre cincuenta hojas, y en el patio resonó el grito de guerra de los Edain del Norte:
«¡Lacho calad! ¡Drego morn!
¡Resplandezca el día! ¡Huya la noche!».
Entonces por fin Húrin montó de un salto, y el estandarte dorado se desplegó en el aire, y las trompetas cantaron nuevamente en la mañana; y así partió Húrin Thalion a la carrera hacia la Nirnaeth Arnoediad.
Pero Morwen y Túrin se quedaron inmóviles ante las puertas hasta que a lo lejos oyeron la débil llamada de un único cuerno en el viento: Húrin estaba más allá de la cima de la colina, desde donde ya no era posible ver la casa.