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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (33 page)

BOOK: Los hornos de Hitler
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¡Nuestros opresores alemanes estarían mudos de terror! Se arrodillarían ante nosotros e implorarían nuestra misericordia.

Recibiríamos con besos a nuestros liberadores. Ni se nos pasaba por las mentes siquiera que estuviésemos tan sucias y andrajosas, ni que nuestros besos distaban mucho de ser apetecibles. En todo caso, nos prometimos confeccionar bonitos vestidos con la seda de los paracaídas.

«Todas las prisioneras que tengan parientes en Estados Unidos serán canjeadas por prisioneros alemanes de guerra. Estas internas deberán dar los nombres y direcciones de sus parientes norteamericanos y todos los datos personales propios, entre ellos su nombre, su dirección anterior, su fecha de nacimiento, etcétera».

Esta orden levantó un nuevo revuelo entre las internas del campo. No había presa que no rebuscase en su memoria día y noche con objeto de recordar el nombre de algún pariente lejano que pudiera tener en Estados Unidos. Unas cuantas llegaron inclusive a llorar porque no eran capaces de recordar el nombre de algún primo; otras, porque no habían sostenido correspondencia con sus parientes de allende el mar.

Muchas internas tenían los nombres necesarios, y se formó una larga lista. Numerosas éramos las que ya habíamos proyectado pasar las Navidades en Norteamérica si todo salía bien. Tantas veces se habían burlado de nosotras los alemanes, que ni sé siquiera cómo seguíamos creyéndolos. Recordé el incidente de aquellas fatídicas tarjetas postales. Pero esta vez, ni las
Blocovas
sabían a qué carta quedarse ni qué creer. Unas semanas después los «americanos», como ya los llamábamos, fueron convocados por los alemanes. Se les dio nueva ropa y se los llevó a la estación del ferrocarril. Estuvieron esperando un buen rato a que quedasen listos los vagones de ganado, en los cuales entraron con alegría.

La noticia corrió en seguida por todo el campo:

—¡Los «americanos» van a partir!

Nos lanzamos hasta el extremo de nuestro campo para verlos marchar.

Los alemanes llegaron a proveer inclusive de abrigos a los «americanos». Los viajeros nos decían adiós con la mano, para enseñarnos que algunos tenían hasta guantes. Otros levantaban los pies para indicarnos que calzaban zapatos. Todo ello resultaba tanto más sorprendente cuanto que los alemanes no nos echaron de las cercanías de la estación.

—¡Qué estupendo día podría ser irse como esos «americanos»! —suspirábamos al volver, cabizbajas, a las barracas.

Estábamos desalentadas y envidiosas. Por primera vez no nos apelotonamos alrededor del
Stubendienst
a la hora de la comida. La
Blocova
estaba extrañada de ver cómo las internas se sentaban tranquilamente a comer en silencio su bazofia, mientras pensaban, en alas de su fantasía, en la gran ocasión que se habían perdido.

Como dos semanas después, poco más o menos, un miembro del grupo Pasche nos habló de los «americanos». Se los llevó a otro campo de la comarca.

—Esperen hasta que todo esté preparado para la partida final —se les dijo.

Indudablemente, algo resultó mal, porque la situación cambió repentinamente de arriba abajo. La ropa y los zapatos que se entregaron a los «americanos» volvieron en silencio a los almacenes del campo. Los pobres «americanos» habían sido exterminados.

Pocos días después de la salida de los «americanos» me enteré de que entre los deportados de la barraca 28 había un ciudadano norteamericano. Oí hablar de él a un hombre que solía trabajar en nuestro campo.

Aquel norteamericano era el doctor Albert Wenger abogado y experto economista. Estaba en Viena cuando Hitler declaró la guerra. El consulado suizo trató de devolverlo a Estados Unidos a través de Suiza, pero no se le permitió, porque el desventurado Wenger había cometido el grave crimen de ocultar a una judía. Fue detenido y mandado a Auschwitz-Birkenau.

Traté de ponerme en contacto con él, igual que había hecho con otros ciudadanos norteamericanos, pero no lo conseguí.

Después de la liberación, leí la declaración oficial que había hecho a los representantes de los ejércitos liberadores. Inserto a continuación parte de ella para mostrar al pueblo norteamericano cómo eran tratados sus ciudadanos en Alemania:

«Después de haber declarado Hitler la guerra a Estados Unidos, tenía que presentarme en comisaria dos veces por semana, como extranjero enemigo. El consulado suizo hizo una proposición de canjearme y mandarme a Estados Unidos; pero, a pesar de eso, me detuvieron el 24 de febrero de 1943 los agentes de la
Gestapo
, porque había escondido a una judía sin denunciarla. Fui trasladado, en calidad de deportado, al campo de concentración de Auschwitz. Llegué allí el 6 de marzo, sucio y muerto de hambre, después de pasar mucho tiempo en distintos campos y cárceles de la policía».

»El tiempo era frío y húmedo, y para darme la bienvenida, me colocaron en una calleja entre dos barracas, desnudo, después de haberme dado una ducha fría. A continuación me vistieron con un fino traje de verano y me mandaron a la barraca de cuarentena. Allí los hombres eran hostigados y golpeados por cualquier motivo. No sabíamos cuándo estaban libres los excusados; y cuando nos pescaban allí, nos daban de golpes con una macana de goma…

»Teníamos que dormir —y éramos cuatro— en una cama de setenta y cinco centímetros de ancho. Nuestra vida no era más que un tormento, no sólo durante el día, sino también por la noche. Caí enfermo el 23 de marzo aproximadamente. Contraje anginas y pulmonía, y el 24 fui admitido en el edificio destinado a los enfermos: barraca nº 28.

»Cuando me puse bien, trabajé primero como enfermero y
Schreiber
, escribiente, de la barraca, y por último como supervisor de la misma. La alimentación se reducía, en gran parte, a agua, nabos y patatas podridas. Bajo aquel régimen alimenticio, gran parte de los prisioneros se debilitaron y enflaquecían a ojos vistos, hasta convertirse casi en
Musulmanes
. En tales condiciones, eran admitidos en la enfermería por cualquier dolencia, como por ejemplo, diarrea, pulmonía, etcétera.

»El doctor Endress, médico del campo, se presentaba cada tres semanas a escoger los
Musulmanes
más débiles. Al día siguiente llegaban los camiones abiertos, y sobre ellos estos desventurados, vestidos únicamente con una camisa, eran arrojados como animales en el matadero. Se les trasladaba a Birkenau para morir en la cámara de gas; a continuación, eran incinerados en los crematorios. Lo aseguro, porque me he convencido de ello por las siguientes razones:

»1) Sus pertenencias eran mandadas de Birkenau al día siguiente para ser desinfectadas. Cuando se trataba de transportes ordinarios en que los que partían seguían con vida, su ropa nunca era devuelta. De esta manera el campo se ahorraba la ropa interior y demás prendas que se daban a los deportados.

»2) En cuanto a la suerte que pudieran correr aquellas personas, estoy convencido por las listas que he visto en las oficinas principales. Me enteré de que a los cinco o seis días, y muchas veces el mismo día tercero, estos nombres y números, los seleccionados, estaban ya inscritos en las listas como «muertos». Generalmente, el asesinato por gas de los débiles e indeseables no era un secreto para nadie, porque muchos deportados trabajaban en el crematorio y no se callaban, sino que hablaban de cuando en cuando de lo que estaba pasando con otros prisioneros. El mismo comandante del campo, el
Hauptsturmführer
Hessler,
[27]
para terminar con el pánico que se había adueñado de los deportados, pronunció una locución en la barraca nº 28 del campo central de Auschwitz, con la cual quiso tranquilizar a los deportados judíos, diciéndoles que no habría más ejecuciones por gas. Esto ocurrió el mes de enero de 1945, y confirmó la veracidad de mis afirmaciones.

»Hasta el mes de abril de 1943, lo mismo daba quién fuese ejecutado en la cámara de gas. Después de dicha fecha, sólo se liquidaba así a los judíos y a los gitanos. Los indeseables que no fuesen judíos perecían en la barraca nº 11, o morían víctimas de una inyección de fenol en el corazón. Estas inyecciones de fenol eran aplicadas, al principio, por el
Oberscharführer
Klaehr.
[28]
Luego por el
Oberscharführer
Scheipe, por el
Unterscharführer
Hantel, por el
Unterscharführer
Nidowitzky, apodado también
Napoleón
, y por dos internados, Rausnik y Stessel, quienes se fueron en un transporte.

»Entre los deportados que perecieron en la cámara de gas estaban también el «deportado protegido»,
Schutzhaftling
Joseph Iratz, de Viena. Probablemente por error; porque los «deportados protegidos» no debían ser ejecutados en la cámara de gas, según lo dispuesto.

»De mi transporte, integrado por doscientos cincuenta «deportados protegidos» en total, cuatro murieron por gas. El mes de enero de 1944 fue ejecutado en la cámara de gas el ciudadano de Estados Unidos, Herbert Kohn, que estaba sumamente débil. Conseguí salvarlo de unas cuantas selecciones anteriores, pero luego cambió de barraca y no pudo escapar a su sino. Kohn fue detenido por la
Gestapo
en Francia durante una redada y enviado a Auschwitz como judío. Otro ciudadano norteamericano Myers, de Nueva York, murió también en la cámara de gas. Procedía de otra barraca. Podría citar otros muchos casos semejantes, pero, desgraciadamente, no puedo acordarme de los nombres.

»En el otoño de 1943, el «internado protegido» alemán, Willi Kritsch, de 28 años, arquitecto, fue golpeado con un palo por el
Unterscharführer
Nidowitzky en uno de sus arrebatos de sadismo, hasta que cayó a tierra. Como todavía seguía con vida, Nidowitzky ordenó que fuese conducido a la sala de operaciones, donde él mismo le puso una inyección de fenol. ¡Cómo causa de su muerte se declaró «debilidad del corazón»!

»Cada dos o tres meses había fusilamientos en masa contra el muro negro de la barraca nº 11. Durante estas ejecuciones, se cerraba la barraca, y sólo el personal del hospital tenía derecho a pasar por delante de ella. Yo mismo vi, a fines de 1943 o principios de 1944, cómo los enfermeros tiraban los cadáveres desnudos en un gran camión. Eran cuerpos de hombres y mujeres jóvenes, gente sana. Cuando quedaba cargado el primer camión, llegaba otro, y el juego se repetía una y otra vez de la misma manera: un torrente de sangre corría por las barracas No. 10 y 11. Los internados de la barraca de desinfección y del edificio destinado a los enfermos extendían arena y cenizas sobre la sangre.

»El mes de octubre de 1944, el consejero comercial de Viena, Berthold Storfer, fue llamado a la barraca nº 11, para no volver jamás. Unos cuantos días más tarde, me enteré de la suerte que había corrido por el empleado principal de la oficina. Éste me mostró la indicación «muerte», en la ficha personal de Storfer. De la misma manera pereció el doctor Samuel, de Colonia. Los dos fueron muertos probablemente porque habían visto y sabían demasiado. En noviembre de 1943, el doctor Rittervon Burse acusó a Joseph Ritner, maquinista de Austria, al doctor Arwin Valentín, de Berlín, cirujano, y al doctor Masur, veterinario berlines, así como a mí mismo, de ser enemigos del
Reich
Alemán y de haber llamado a las
SS
banda de asesinos, y a Hitler y Himmler, asesinos de masas humanas.

»También se nos atribuía que habíamos asegurado que Alemania estaba muy próxima a perder la guerra. Tenemos que expresar nuestro tributo de gracias al abogado Wolkinsky por no haber sido fusilados. Presentó a Burse como a un aventurero, y quitó fuerza a la acusación. El
Unterscharführer
de las
SS
Laehmann me golpeó para hacerme confesar.

»Poco antes de ser librados nosotros por el Ejército Rojo, el nuevo
Hauptsturmführer
de las
SS
Krause golpeó sin motivo ninguno a dos deportados que trabajan en la cocina. Uno de ellos era el doctor holandés, Ackermann. El 25 de enero de 1945, la policía de las
SS
intentó de nuevo hacernos salir del campo para exterminarnos. Solamente gracias al rápido avance del victorioso Ejército Rojo; salimos con vida».

Capítulo XXII

Experimentos científicos

M
ientras trabajé en los hospitales del Campo F, K y L y del Campo E, tuve que atender a muchos conejillos de indias humanos, víctimas de los experimentos «científicos» realizados en Auschwitz-Birkenau. Los doctores alemanes tenían a su disposición centenares y millares de esclavos. Como eran libres de hacer lo que se les antojase con aquella gente, decidieron llevar a cabo experimentos con ellos. De aquello no hubiese podido jactarse ningún hombre ni mujer decente, pero al contingente de médicos nazis hizo alarde de tales experimentos.

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