Los horrores del escalpelo (21 page)

Read Los horrores del escalpelo Online

Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
4.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hacía diez años, tras nuestra despedida, andaba vagando solo y de noche por las calles de Londres, sin saber adónde ir. Como ya conté había renunciado a la hospitalidad de lord Dembow, por pudor o más bien por miedo. Después del enfrentamiento con Efrain Pottsdale y su banda de bribones en la Isla de los Perros, el callejón de Trafalgar Square ya no volvería a ser mi hogar, si es que lo fue alguna vez. Un orgullo impropio en alguien con mis necesidades me había hecho rechazar también la cantidad que Torres me brindaba, y no podría pagarme una cama, suponiendo que a esas alturas de la noche hubiera alguna a mi disposición. Los hogares de acogida estarían repletos, y aun libres los hubiera rechazado, eran para los que andaban al final del camino, no como yo, un monstruo de feria mutilado y sin dinero, que a partir de ese día controlaría su propio destino; así me engañaba. Quedábamos, por tanto, solos la ciudad y yo.

La única solución era «ondear la bandera», eufemismo que utilizaban los miserables de Londres al referirse a pasar la noche en vela y en pie, andando de un lado a otro para evitar caer bajo el hechizo del sueño y acabar en una comisaría, o muertos de frío en cualquier esquina. Seguí acompañado de los ecos de mis pasos, decidido a cambiar mi vida, a abandonar la servidumbre de gentuza a la que hasta ahora me había arrojado, creyéndome incapaz de existir con mis infinitas taras sin la protección de algún elemento de alma más deforme que mi cara. Iba a seguir adelante, yo solo... pero para eso necesitaba dinero y no disponía de un penique. Me acordé (la necesidad aviva la memoria) del cadáver que dejé flotando junto al muelle de Millwall cuando se produjo el ataque. Doce chelines por su rescate, y sacaría más si eso que vi brillar en él era algo de valor, un reloj, una cadena... El camino era largo. No importaba, yo tenía toda la vida por delante.

Para mi pesar, mis líneas de pensamiento eran entonces demasiado predecibles. Debían de ser ya pasadas las cinco de la mañana cuando llegué junto al río y el viejo almacén donde reposaba, supuse que aún seguiría allí, el Ajedrecista de von Kempelen. Empezaba a clarear el día con timidez, y el ajetreo del trabajo diario ya bullía en los muelles. El muerto, o lo que fuera el bulto que vi flotar, ya no estaba. Alguien se me había adelantado, es lo único que a mi cerebro de imbécil se le ocurrió. Ese cadáver era mío, se deben respetar los derechos de quien ve antes un botín, claro que sí.

Oí un ruido y unido a él vi una sombra que acarreaba con un bulto muelle abajo. Ahí estaba, ese era el ladrón de cadáveres ajenos, ahí se iban mis doce chelines, el principio de mi vida independiente. Corrí hacia allá gritando y no había dado ni dos pasos cuando todo quedó negro.

Desperté en el callejón, otra vez. El olor, antes de abrir los ojos, ya me revelaba dónde había ido a parar. Me dolía la cabeza, pero tras una vida de golpes uno se familiariza con el dolor, y hasta llegas a encontrarlo acogedor. Sonaba música cadenciosa de concertina, eso fue lo que me despertó. Intenté levantarme del suelo y una cadena atada a mi cuello, junto con un golpe seco en los riñones, me hicieron cambiar de idea.

—Aquí estamos, Ray —era la voz de Potts, quien secaba su incipiente papada con un pañuelo grasiento—, ¿de verdad pensabas que todo esto podía acabar de alguna otra forma?

Me habían sujetado a los barrotes de la celda de las siamesas con una cadena tan corta que me impedía levantarme del todo, quedando como mucho en cuclillas. Frente a mí estaban, además de Potts, Tom, que no dejaba de atormentarme en pago por su nariz rota e Irving, congestionado y con un vendaje improvisado. El disparo del teniente De Blaise había atravesado partes blandas, causando más dolor que mal. También estaba Eddie con su música, y por supuesto estaba
Pete
, sobre sus cuartos traseros, mirándome.

—Ray, Ray... —siguió Potts—. Nunca he conocido a nadie tan desagradecido. Te has vuelto contra nosotros, contra tus hermanos. Mira lo que le has hecho a Tom, y a Irving...

—Nn... yo... —Tom me hizo callar de una patadita.

—No mientas. —Cada palabra parecía cantarla al son de la concertina—. Nos has causado mucho dolor, a mí, que te aprecio tanto. Me sacrifico por ti, te he dado un trabajo, un techo cuando el resto de la gente te trataba como a una bestia, y este es el pago que recibo. Retribución, Ray, justa retribución: cada comportamiento tiene su consecuencia. —Miró a Eddie, que con un cambio en la melodía que interpretaba hizo que su oso avanzara gruñendo hacia mí—. Mereces un castigo... pero te quiero demasiado.

Llegábamos a donde quería ir Potts. Iba a pedirme que les contara algo sobre Torres y el resto de caballeros, seguía empeñado en sacar partido de todo esto. No iba a ceder.

—Ddd... dejadme en paz. —No podía traicionar a «mi amigo». No sé de dónde salían esos irreflexivos arrebatos de honradez y valor que me asaltaban, y que me iban a costar la vida.
Pete
siempre había sido un animal tranquilo, el más tranquilo y obediente que jamás me encontré, pero ahora enseñaba los dientes, amenazador, como nunca lo vi.

—Vamos, Ray, solo tienes que contarme qué visteis en ese almacén de Millwall. Eso y te perdonaremos.

La música aumentó de volumen y el oso se abalanzó hacia mí. Las siamesas graznaban excitadas. Amanda siseaba mientras apretaba los barrotes de su celda entre su piernas, agitándose más a medida que
Pete
se me acercaba. George sacudía sus lorzas en convulsiones de risa. Burney, él fuera de su celda, miraba apartado, rebujado en su abrigo negro, ocultando tras manos huesudas su rostro triste de calavera. Quedó el animal encima, arqueado, como parado en el aire, con sus garras muy cerca de mí. ¡No me preguntaban por Torres! Les interesaba aquel muñeco de feria, aquellos trucos de prestidigitador...

—Háblanos de lo que hicieron esos amigos tuyos tan elegantes junto al río, vamos.

—Nnn... nada. Jugaron a... al aj... aj... ajedrez.

—¿Al ajedrez? —Los cuatro, más Burney, cruzaron miradas sin significado para mí—. ¿Entre ellos?

—C... con un... mu... c... como...

—Un autómata. —Ignoraba que Pottsdale supiera qué era eso, que pudiera pronunciar esa palabra siquiera—. ¿Y adonde lo llevaron? ¿Dónde están esos señores, el que os mostró el autómata?

Eso tenía sentido. Puede que quisiera robar el muñeco a Torres, a los dos oficiales y al Monstruo en una sola jugada. Tal vez había un mercado negro para autómatas, o... no podía imaginar qué intenciones albergaba un corazón tan sucio y codicioso como el de mi patrón. No lo sabía, pero no iba a ceder, ahora que notaba esa fortaleza desconocida dentro de mí, iba a decir que no.

—No.

—¿No? El viejo
Pete
puede ser muy agresivo si queremos. ¿Qué te pasa, Ray? ¿Vas a ser más leal a esos bastardos, que ya seguro se han olvidado de ti, que a mí, que siempre te he cuidado? ¿Crees que ellos gastarían una gota de su sudor perfumado en socorrerte?

—No.

El oso agitó sus manos, sentí el roce de sus garras en mi frente. No llegaron a dañarme.

—Déjame a mí a ese malnacío —estalló en ira Irving—. Ha querío matarnos. Yo lenseñaré...

Potts pidió a Eddie que retirara el animal. Luego se me acercó.

—¿Eso es lo que quieres, que te deje con Irving? No me das muchas elecciones. —Irving no me asustaba, estaba herido, si se acercaba iba a...—. No, tengo algo mejor. ¿Sabías que nuestras faltas las pagan siempre los que tenemos a nuestro alrededor? —Se incorporó sonriendo—. Siempre sufren las consecuencias de nuestros actos aquellos que más queremos, los que están más cerca de nuestro corazón. Los hijos cargan con los pecados del padre, los amigos con los de su camarada. Así sufrimos nosotros por ti. Por eso Ray, tus errores han herido a Tom y a Irving... y no acaba aquí. ¡Traedme al viejo Larry!

Lawrence. ¿Qué querían de él? ¿Qué tenía que ver...? Todo el callejón echó a reír mientras Irving iba por el Hombre Sapo. Lo cogió bajo el brazo, sin ahorro de violencia alguna y lo arrojó al suelo, no lejos de mí. Mi amigo no gritó, asumía como era su costumbre las crueldades que lo rodeaban con un estoicismo cercano a la santidad.


Mes Amis, mes fréres, ma famille aimée
—anuncio Potts, haciendo florituras con el pañuelo sucio y adoptando su actitud de maestro de ceremonias—.
Notre fils
descarriado nos ha ofendido, nos duele su desprecio. Por eso hoy, el señor
Pete
, el oso querido por todos
les enfants
de Londres, va a recibir un postre especial.

—¡NO!

—Claro Ray, si quieres evitarlo dinos dónde están ahora esos caballeros, y el autómata, por supuesto. —Sin darme tiempo a negarme siquiera la música de Eddie aumentó aún más, y el oso se lanzó voraz contra el desvalido Lawrence.

—¡NO!

—Cuéntanos, Ray. —El pobre mutilado empezó a gritar, como todos los fenómenos que nos rodeaban, aunque por motivos diferentes. Cuánto puede disfrutar el que sufre viendo a otros sufrir—. Lo sabremos de todas formas. ¿Cómo crees que os encontramos allí? —Lo cierto es que nunca lo supe, lamento no revelarles ahora esta circunstancia; hay asuntos en mi historia que jamás llegué a averiguar, o lo hice muy tarde, y me temo que alguno de ellos son los que les han traído a visitar a un viejo en el tormento de sus padecimientos, en el eclipse de su existencia, cosa que les agradezco... No pretendo desilusionarle, hay muchas revelaciones en mi relato, mas no todas, nadie sabe todo respecto a su vida, nunca, pese a lo que presuman ciertos biógrafos, y menos en lo que atañe a la propia...

Sí, prosigo. No tenía, ni tengo idea por tanto de cómo dio Potts con nosotros en la Isla de los Perros. Imaginé que conocía a aquel aguerrido cochero, creo que estaba familiarizado con todos los cocheros de Londres. Lo habría visto salir de casa de lord Dembow, sobre la que mantenía vigilancia a cargo de Burney, quien siguiera a Torres y los oficiales desde Spring Gardens. Fueron por él, lo buscaron donde solía dejar el coche en espera de atender a su amo, calentando el estómago con algún trago. Le ofrecieron algo de dinero, algo de bebida, y este les contó dónde nos había llevado. A todo esto, el tormento sobre el diminuto Hombre Sapo proseguía.

—¡NO! —suplicaba yo clemencia—. Pp... p... por favor.

—Es fácil, puedes pararlo.

Yo no veía a Lawrence ni al oso, Irving me aplastaba la cara con su bota, torciéndomela hacia el espectáculo, pero yo me resistía cerrando el ojo con fuerza. El espanto, sin embargo, es ineludible, mesmérico. Miré. Vi al animal arrancándole carne del costado de mi camarada hasta que le asomaron las costillas, y luego lo zarandeó con sus garras, y le mordió la cara hasta que dejó de tenerla y nos volvimos hermanos en taras: yo había perdido media cara, él entera. No, no... cerré la vista de nuevo. En mi oscuridad, a quién yo vi fue a Frank Tumblety sobre Bunny Bob, violentándolo, devorándolo y yo callado. No podía repetirse, esta vez pararía al monstruo, oso o médico indio, lo pararía.

Empecé a hablar a gritos, con más fluidez de la que había tenido en años. Eddie dejó de tocar, pero Potts le ordenó que siguiera; era un castigo para mí. Escarmiento. Mis actos traidores no podían quedar sin expiación. Las lágrimas, las únicas que recuerdo haber vertido, me hicieron ver entre brumas a
Pete
con el hocico sangrando, con las vísceras de Lawrence colgando de sus fauces... lo conté todo. Oí a Potts aullar:

—¡No! Todos vais a verlo, vamos, atended al espectáculo. —Y luego golpes y arrastrar por el suelo, y sollozos de Burney—. Vamos, huesudo del infierno, vas a quedarte aquí, cerca, en primera fila. Mira.

Hablé con la música de ese odioso instrumento en mis oídos, y los gritos y los gruñidos, y las risas, y el llanto de Lawrence unido al mío. Cuánto lloré por mi único ojo. Cuando Irving, casi enfermo de reír, untó en mi cara la sangre de Lawrence no hice otra cosa que llorar.

Se demoró mucho en devorarlo y yo solo pensaba: «¿cómo tarda tanto? No tiene ni brazos ni piernas. No es una persona entera, debiera durarle menos...». Creo que estuvo vivo hasta que lo engulló por completo. Al menos estuvo gritando horas.

Y bien poco tenía yo que contar. La dirección de lord Dembow la conocían y desde luego también dónde se encontraba el Ajedrecista, dónde estuvo la noche anterior al menos. De Tumblety nada sabía ni quería saber y, por tanto, nada podía decir. No entendí qué propósito tuvo aquel interrogatorio tan cruel. El único dato que pude darles y que pareció de su interés fue sobre el autómata, cómo era, su aspecto y su actuación. Preguntaron dónde lo escondía el americano, y yo repetí una y otra vez que quedó allí en el almacén cuando nos fuimos, eso debían ya saberlo, ¿no me habían dejado a mí inconsciente por las inmediaciones? Eso indicaba que habían estado montando guardia, toda la noche, y debían haber visto si alguien sacaba al autómata de allí o no.

Dando por buena mi información, decidieron que a la noche siguiente iríamos allí, yo con ellos. Presumí que su intención era robar el artefacto y venderlo a algún feriante, al mismo Davies de Spring Gardens, o a un coleccionista. No tenía idea de por qué quería Potts que los acompañara, quien en ningún momento dudó de mi lealtad durante la misión. Y hacía bien, yo había aprendido la lección que bien podía resumirse en una frase: este era mi lugar y no había esperanza de cambio.

Burney, tímido y asustadizo como siempre, me metió en mi celda cumpliendo órdenes. Allí me dejaron, a que me lamiera las heridas hasta la noche, y cerraron las cortinas que me separaban del público; hoy no actuaría. Vi a través de la abertura que ofrecían los lienzos tras mis barrotes cómo Irving arrastraba un pequeño saco: los restos de Lawrence. Cerré más las cortinas que fuera mostraban estampada, ya muy desvaída, una imagen mía terrible que hacía poca justicia a mi aspecto actual, más patético que atemorizante. Ahí pasé el resto del día, dormitando entre pesadillas, consumido por la culpa, por el olor de la culpa que en mi duermevela me atormentaba. Por segunda vez en mi vida había contemplado el fin de un amigo, su asesinato, y no había podido hacer nada. Lawrence, el Hombre Sapo que imaginaba mi vida, que la mejoraba, que había podido ser la vía de expiación de mis pecados, había muerto, su misterioso pasado desterrado para siempre al olvido. Un hombre sin partes despedazado por mis pecados. No había deseo de venganza, solo dolor, mucha pena.

Caída la noche abrieron mi celda. Irving se encargaría de mí durante el trayecto, que hicimos andando. No me dejó solo un minuto mientras renegaba y maldecía por su herida, amenazándome puñal en mano y golpeando e insultándome cada diez pasos; vano empeño el vigilar a quién ya perdió todo arresto, devorado su espíritu por un oso. La expedición de saqueó la constituíamos, además de nosotros dos, el mismo Potts, Tom, Eddie y el odioso
Pete
; la banda de fenómenos al completo. Tardamos más de una hora en llegar, acompañados de la música de Eddie, que así hacía caminar tranquilo a un
Pete
envuelto en un enorme abrigo para ocultar su naturaleza animal. Elegimos callejones poco transitados y siempre iba adelantado Tom, avisándonos a cada bocacalle de la presencia de gente, y si no era posible eludir al público, tampoco se rechazaban algunas monedas a cambio de cabriolas del obediente
Pete
, ese era buen disimulo. El inconveniente vendría de toparse con policías o con ciudadanos preocupados por ver un animal salvaje suelto por la vía pública, que pronto darían aviso a alguna autoridad. No es sencillo pasar desapercibidos con un oso como compañero, ni tocando una polca.

Other books

A Deadly Draught by Lesley A. Diehl
Can't Go Home (Oasis Waterfall) by Stone, Angelisa Denise
Undercover Hunter by Rachel Lee
High Maintenance by Lia Fairchild
Julia London by The Vicars Widow
Invisible Armies by Jon Evans
The Fourth Crow by Pat McIntosh
Love Thy Neighbor by Dellwood, Janna
Death in Rome by Wolfgang Koeppen