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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (75 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Señor Ribadavia, me alegro de verle. —Ese «señor» pronunciado con tan terrible acento era obra de un elegante caballero de porte atlético, con ese envaramiento propio de quien está hecho a gastar uniforme, aunque en ese momento no lo llevara. Moreno, con monóculo y un espeso mostacho que enmarcaba su boca por arriba y los lados—. Hace tiempo que no tomamos una copa, echo de menos su siempre desconcertante punto de vista.

—También añoro esas charlas, comisario —respondió Ribadavia casi a voz en grito, desplegando todo su encanto—. Quiero creer que últimamente andará muy ocupado.

—Trabajamos cuanto podemos —dijo más serio el policía.

—Aprovecho para presentarle a este buen amigo mío, el señor Leonardo Torres, un compatriota que lleva unas semanas visitándonos. Don Leonardo, el comisario sir Charles Warren. —La máxima autoridad de la Policía Metropolitana sonrió y estrechó con firmeza y entusiasmo, y dijo:

—El señor Torres. No sabe lo que me alegro de poder estrechar su mano. Estoy informado de la gran ayuda que nos está brindando, a la Policía Metropolitana, al CID y a toda la ciudad de Londres, le estamos muy agradecidos.

—Más me gustaría ser de tanta ayuda como dice —contestó Torres soportando la tremenda mirada de sorpresa que le dedicaba Ribadavia—. Si pudiera colaborar a que esos...

—Seguro que sí, seguro. Ahora tengo que marchar, queda emplazado para esa copa, señor Ribadavia.

Se fue, el hombre más acosado por la inmisericorde prensa británica. Era un aventurero y un militar, acostumbrado a mantener la cara en los peores momentos. Aun así, Torres se compadeció del toro con el que tenía que lidiar cada día. Si para él empezaba a convertirse en un deseo imperioso el que el asesino fuera por fin capturado, no podía imaginar lo que supondría para el último responsable del actual fracaso de esa captura. Los tabloides más sensacionalistas pedían a diario su dimisión, y esa tensión debía transmitirse a todos sus subalternos, a los hombres de la policía metropolitana y extenderse a los detectives del CID que cada día pateaban los adoquines londinenses en busca de un indicio. Torres comprobó en persona este estado incómodo de la policía el día siguiente, cuando recibió la llamada del detective Andrews, interesado en si se había producido el esperado encuentro con Tumblety.

—Aún no.

—Se retrasa... tenga cuidado, tal vez haya maquinado algún modo más directo para hacerse con lo que desea. Creo que debiera acompañarle un inspector... si no le incomoda a su patrona.

—No lo creo. Hay habitaciones libres. —Pensaba entonces en la que yo había desocupado.

—Excelente, y esperemos que ese americano asome de una vez.

—Le noto inquieto, inspector.

—En unos días la captura de ese falso doctor se ha convertido en prioritaria, estoy dedicado a ello a tiempo completo. —El tono del jovial detective era ahora de ira contenida. Torres no preguntó más.

Regresó a la casa de la señora Arias, a sus cálculos y engranajes, movimientos y números... ¿Cuál sería el próximo movimiento de Tumblety? Quedó mirando a su máquina, un acertijo mecánico, preciso, sólido y carente del misterio, de la magia de aquel otro del que canibalizaba parte de sus entrañas. Y ese enigma parecía desvelarse si hacía caso a las insinuaciones de Dembow. ¿Qué partida era la que estaba jugando el lord? Había estado años a la defensiva, salvaguardando sus piezas más importantes y poderosas durante tanto tiempo para ahora lanzarse a un ataque frontal, ¿por qué?

Volvió a sus papeles y reglas de cálculo, y de nuevo los abandonó. Hoy, la matemática no le proporcionaba el solaz que requería. Su mente analítica se veía desbordada, no por problemas técnicos, que estaba hecho a bregar con esos a diario, eran de otra índole. Esa mañana no podía rendir en el trabajo, y no lo intentó más.

Lo normal, incluso lo más conveniente, era que acudiera a la Iglesia para sosegarse. Necesitaba paz espiritual, sin duda. Las ideas que brotaban una y otra vez del caos de su cabeza eran tan perturbadoras como imposibles de refrenar. Si confiaba en la fortaleza de su mente, más lo hacía en la de su espíritu, y la primera necesitaba cura con urgencia. Su intelecto de natural ordenado, se veía revuelto por contrasentidos e incertidumbres, aguijoneado por misterios que no parecían tener nada que ver con el asunto que le retenía en la capital del Imperio, y que sin embargo insistían en molestar, llamando a su atención, diciéndole: «Leonardo, no nos ignores, si nos resuelves, darás con la solución de todo».

Necesitaba paz y la buscó dando un paseo.

—Señora Arias. —La encontró abajo, devorando una de sus novelitas, sentada en la pequeña mesa camilla donde se sentía tan cómoda y tomando notas. Esto último lo sorprendió, recordaba haber visto ese cuadernillo en el que ahora anotaba con rapidez la viuda y no reparar en él—. Disculpe, ¿Qué...?

—Oh. —La mujer cerró azorada la libreta, luego sonrió. Son tonterías mías, así distraigo el día. No va a ser usted el único que se enfrasca en sus cosas.

—Por supuesto, ya había notado su afición por la lectura. ¿Qué anota ahí? ¿Hace comentarios de las novelas?

—Sí... son notas... bobadas... —Respiró hondo, parecía que quisiera tomar valor para desvelar un gran secreto—. Estoy escribiendo una novela.

—¡Qué me dice!

—No se burle de mí... en realidad todavía no he comenzado.

—¡Cómo iba a burlarme! —Se sentó a su lado, pidiendo permiso con un gesto—. Lo que ocurre es que no tenía idea de sus inquietudes artísticas, me parece magnífico.

—No me engañe, seguro que considera estas novelas pura banalidad.

—No puedo juzgarlas, no soy aficionado a...

—Tiene razón, lo son. Banales y mal escritas la mayoría, pero están cargadas de sentimientos, de... de pasión. —Se sonrojó aún más de lo que estaba—. Repletas de buenas intenciones, intenciones de conmover al lector, pero les falta algo... por eso tomo notas. Quiero que mi novela... no sé, son tonterías de vieja solitaria.

—No veo por aquí ninguna mujer solitaria, y ni mucho menos vieja. —Se produjo un silencio, no tenso, al contrario, divertido.

—Bueno, señor Torres, no quiero entretenerle más con mis cosas. ¿Necesita algo o...?

—¿Tiene algo que hacer, señora Arias? Me dispongo a dar un paseo, y me gustaría que me acompañara y me hablara de esa novela que tiene en ciernes.

La viuda puso débiles objeciones y acabó aceptando. Cogió su sombrero y ambos salieron hacia Hyde Park. Si era evasión lo que buscaba Torres, si pensaba que el ocupar la atención en temas menos oscuros, más refrescantes, aclararían el marasmo donde sus pensamientos bogaban, no pudo optar por mejor actividad. Esa mañana el parque le pareció particularmente hermoso, y la compañía de la viuda, encantadora.

Con timidez, la personalidad de la señora Arias se fue desplegando y mostrando así una mujer cuyo mundo no se circunscribía a la prosaica vida de una hostelera en Londres. Su fantasía era poderosa, la fuente de un carácter soñador que ocultaba en la rigidez de sus modales, y que con toda probabilidad la aliviaba del duelo por su viudedad y las cargas que su inquieta hija le imponía. No soñaba con el éxito en las letras, en absoluto, deseaba escribir una novela, sin más y volcar en ella toda la intensidad que su corazón, amordazado por los modos de la época que le había tocado vivir, escondía.

—¿Y tiene título esa novela suya? —preguntó embargado por la pasión que ponía la viuda en sus palabras, ya superado el pudor de sincerarse con un extraño—. ¿Ha escrito algo? Al menos tendrá un argumento...

Prefiero no hablar de ella hasta haberla terminado. Le prometo que entonces será usted de los primeros en leerla. Se la mandaré a su país. No espere gran cosa, ya sabe...

—Será un honor. ¿No puede al menos adelantarme algo?

—No puedo negarle nada... después de cómo se han portado ustedes con mi pequeña familia. Además, han influido en cierto modo en la novela.

—¿De verdad?

—Su amigo, el señor Aguirre... ve, eso es lo que falta en las novelas actuales, historias de verdad, vibrantes. —Se abría una oportunidad para descubrir por fin qué fábula había contado la pequeña Julieta—. En fin, mi novela tratará del joven heredero de una rancia monarquía centroeuropea, que sufre un terrible accidente que lo desfigura, y lo imposibilita para ser príncipe y lo mantiene encerrado en la mansión paterna, desde su niñez.

—Madre mía.

—No se preocupe, sus secretos están a salvo conmigo. Como ve he alterado los hechos considerablemente. Este sería uno de los protagonistas. Va dando tumbos por toda Europa hasta llegar a servir en una casa, una antigua familia que esconde enormes secretos, que no esperará que le desvele ahora.

—Faltaría más.

—A esa familia llega una joven, como institutriz o algo así, que se verá envuelta en los misterios que allí perduran, y los irá desvelando... no estoy segura, puede que sea un niño el que llega allí, el hijo de uno de los sirvientes. Me gustan los niños en las novelas, siempre dan candor a una historia.

—Sin duda.

—Y los secretos, eso sería el toque de misterio. Luego habría amor, y aventura, por supuesto, pero sobre todo enigmas tormentosos, de esos que abundan en las familias de raigambre.

—Si yo le contara... que digo, seguro que puedo contarle alguna que otra cosa.

—¿De su familia?

—No... —Su vagar sin prisas los había conducido al paseo de caballos, y cuando Torres traía a la memoria cierta familia que se acomodaba a la inventada por la excesiva y recargada imaginación de la viuda Arias, apareció ante él uno de sus componentes: Cynthia De Blaise, con atavíos de monta, a pie mientras llevaba su caballo del bocado. Estaba llorando.

—Es la señora De Blaise.

—Oh... esa mujer. Parece indispuesta...

Ambos se acercaron presurosos. Cynthia se recompuso al verlos, quitando importancia a su estado.

—No se preocupen —dijo—, es un sofoco...

—Hace calor para montar, tal vez —dijo la señora Arias.

—Claro, vamos a sentarnos un minuto —dijo Torres.

—Yo les dejo. —Antes de que el español pudiera decir nada, añadió—: Sí, señor Torres, tengo que volver ya. Antes de hablar con usted recibí la llamada de un caballero que desea alojarse con nosotros desde esta misma tarde, y he de disponerlo todo. Ocúpese de la señora, seguro que se repone con que le dé un poco de aire, la dejo en buenas manos. Adiós.

Los dos esperaron a que la viuda se alejara a paso vivo. Luego el ingeniero insistió en buscar algún lugar donde descansar. Cynthia prefirió caminar, y así los dos siguieron paseando, los tres contando al animal, en silencio. Torres no vio oportuno entablar conversación alguna. El pesar que entristecía el rostro de la joven era mucho. La última vez que la vio parecía hasta aliviada, por lo que no encontraba palabras de confort, sin saber qué había estropeado su ánimo.

—Leonardo —dijo de pronto, tras un profundo suspiro—, soy la mujer más solitaria del mundo.

—No diga eso, está rodeada de personas que la quieren.

—¿Eso cree? —Se detuvo—. Anoche mi marido me echó de nuestro cuarto, en mi casa... hay algo en mí que resulta aborrecible a los hombres.

—Eso es inconcebible. Su marido está pasando un mal momento, tenga paciencia. Además, tiene a su tío.

—Sí, mi tío. Tengo treinta y tres años, Leonardo...

—Muy joven.

—No puedo estar sentada a las rodillas de mi tío toda mi vida. Es un hombre muy posesivo, muy...

—La quiere mucho.

—¿Sí? Esta mañana me insultó.

—No puede ser.

—Sí. Fui a quejarme de mi esposo, ese a cuyos brazos me lanzó con tanto interés tras la muerte de Henry, a pedir ayuda para encontrar... ayuda ante la frialdad de John, y me trató como una mujerzuela.

—Está muy enfermo, tal vez.

—Deje de justificar a toda mi familia, se lo ruego, Leonardo. Sé bien que no cree eso que dice, y que no se le escapa que algo enfermizo emponzoña mi casa... le he querido como a un padre, y un padre no dice cosas a su hija como las que a mí me ha dicho. Me llamó ramera, dijo que solo pensaba... me hubiera abofeteado de tener fuerzas para ello. ¿Qué es lo que quiere? ¿Conservarme virgen, como su Atenea personal? —Se azoró, bajó la cabeza—, Perdone, no debiera avergonzarle con estas cosas. Es que me encuentro desesperada... no quiero decir que... no sé.

—Entiendo. —Torres trataba de sobreponerse a su propia sorpresa y tranquilizarla—. Ha sufrido mucho estos años, Cynthia, demasiado. Por desgracia no sé bien cómo ayudarla, y me tortura no poder hacerlo. Podría hablar una vez más con De Blaise; lo haré, aunque no creo que sirva de mucho. En su situación, y en aras de su buena salud, debiera sacrificar cierta... felicidad marital y, de momento, mientras su esposo no vuelva a su ser, buscar el apoyo de sus amigos. Tiene el mío, no lo dude, y el de la señorita Trent...

—Nana —sonrió, por fin—, menos mal que la tengo. Me adora, y yo a ella, desde pequeña. —Entonces parece reponerse, mira al español sonriendo con melancolía—. No se preocupe, no podrá hablar con John, él no habla con nadie, creo que incluso se ha enfrentado con mi tío... sí, ella es mi único consuelo.

—Encomiéndese a ella entonces, que interceda por usted, si no con su marido, tal vez tenga alguna posibilidad de acercamiento con lord Dembow. Lleva en la casa hace mucho, si no me equivoco.

—Toda la vida... siempre decía que yo era la hija que nunca tuvo.

—Tuvo varones, entonces.

—No. Nana nunca ha tenido niños. Apenas vivió un año con ese canalla y...

—Estaré equivocado... creo que el otro día mencionó que tuvo un niño.

La sonrisa creció aún más, iluminando todo el parque, toda Inglaterra. Su cara, siempre hermosa, pareció rejuvenecer con la alegría. Sin mediar palabra se abrazó a Torres y lo besó con afecto.

—Tengo que irme.

—¿Ya? —Torres no salía de su asombro, él, que no estaba hecho a bruscos cambios de humor, le costaba asumir tales en otros. Cynthia corrió a subir a su montura, y Torres se apuró en ayudarla.

—Adiós.

—Intentaré... hablaré con De Blaise...

—Creo que ya me ha ayudado, Leonardo, espero que lo haya hecho.

Salió al galope dejando a Torres más confuso de lo que había llegado al parque, o casi.

Por la tarde llegó el nuevo inquilino de la señora Arias, el policía que anunciara Andrews. Fue un tal inspector jefe John Littlechild, del Departamento Especial. La extrañeza, no solo de que no se tratara de un hombre del CID, sino el propio jefe de esa sección D, apenas se satisfizo con la burda excusa de que, al haber investigado tanto este grupo especial a Tumblety, era la mejor opción. Torres no preguntó más. Tampoco le dijo nada a la viuda Arias sobre las circunstancias de este, su nuevo inquilino, por no intranquilizarla.

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