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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (21 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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Y, acto seguido, el desventurado médico expiró.

Muerte de agua

La noche era profunda y el Arno parecía una lámina de hierro forjado. Las murallas fuera de la Porta al Prato, que bajo el sol del día relucían rojas con sus bloques de piedra maciza bien tallada, recordaban ahora las de la Ciudad de Dite, que Dante describiera con sarcasmo en su
Commedia
como justo espejo de su ciudad de Florencia. Nicolás dio la orden a los guardias de que le abrieran las puertas y entró en el grande Prato d'Ognissanti, cuyo pedregoso terreno destellaba a razón de los rayos de luna que se filtraban por entre las nubes espesas. Dejó atrás la pequeña iglesia de Santa Lucia y dobló a la derecha, hacia el Hospital della Scala. Al final de la calle, entre las altas casas, se erigía la hermosa fachada de Santa María Novella. Cruzó la explanada, reflexionando todo el tiempo sobre los últimos acontecimientos de esa noche: la muerte del joven Lapo le ensombrecía el ánimo, al pensar que en realidad había sido él quien la había provocado. También el capitán de Pisa había sido injustamente separado de los suyos, aunque al menos aquel hombre pertenecía a las filas enemigas y bien podía considerarse una captura, mientras que el joven médico era un florentino leal a la República...

La angosta Via degli Avelli, con sus sepulcros, resultaba inquietante en la noche oscura y era una fuente de efluvios malignos. La evitó y enfiló Via dal Trebio en dirección al Palazzo Strozzi. Pensó en Ginebra, que a buen seguro dormía, cálida y perfumada, resguardada por sus preciosas sábanas de lino. A diferencia de él, que todavía llevaba encima el recio olor de la muerte de aquella terrible disección a la que había asistido. No, no habría sido justo entrar de esa guisa en tan dulce lecho.

Unos diez pasos por delante, un jovenzuelo apoyado contra la pared de una casa parecía estar jugando con una pelota atada a un cordel. Era un hecho realmente singular, en mitad de la noche: de haber pasado una ronda de los Ocho sin duda lo habrían arrestado. Avanzaba con cautela, porque podía tratarse de un bandido, aunque a medida que se acercaba se iba tranquilizando: no era más que un rapaz que contaría catorce años, tal vez menos. Lo superó sin tan siquiera dignarse mirarlo, aunque, unos segundos después, antes de doblar la esquina, se volvió y el chico se había esfumado. Y entonces pudo oír un breve silbido, sin duda una señal proferida por el muchacho, y más allá de la calle desierta oyó pasos apresurados que se acercaban: eran al menos dos hombres.

Se maldijo a sí mismo por no haber llevado escolta y echó a correr en dirección al Duomo, pero el resonar de los pasos, en lugar de alejarse, se oía cada vez más cerca. Nicolás estaba sudando y sentía el latido de la sangre en las sienes: ¡qué final más absurdo el suyo, acuchillado por vulgares ladrones en el centro de Florencia! Estaba claro que hasta el más glorioso entre los hombres podía perecer por una nimiedad, y esa muerte cambiar la suerte del mundo. Pero ¿acaso su confusa muerte cambiaría algo en la ciudad? Todo iba a ser exactamente igual que antes, y su amistad con los papas, con el rey de Francia, con los príncipes de media Italia, con literatos y hombres de ciencia, no bastaría para salvar su memoria del olvido.

Pero lo que tenía que hacer ahora era salvar el pellejo, y dejarse de filosofías y melancolías de poca monta. No era un hombre alto, no estaba en la flor de sus años y era consciente de no ser tampoco lo bastante veloz; pero tenía, de eso no le cabía la menor duda, un ingenio del que muchos carecían. Si los perseguidores sólo eran dos, podía sacar ventaja de su propia situación de inferioridad. Tras escuchar con la máxima atención, se convenció de que en efecto los pasos se correspondían con dos pares de piernas. Dobló la esquina y divisó el armazón de madera de una tienda, con el techo en voladizo sobre largas vigas, de donde pendían cadenas y ganchos: no le iba a costar demasiado trepar rápidamente por aquel andamio. Cogió una piedra lisa de dimensiones considerables pero ligera, y subió a horcajadas a la viga más alta. Se quedó ahí arriba, encaramado, esperando que sus perseguidores pasaran justo por debajo. Cuando los vio, enfundados de negro, lanzó la piedra lo más lejos que pudo, y ésta fue a dar contra un portal de madera claveteada, a una distancia considerable de la calle de enfrente. Cuando oyeron el golpe seco, los dos bandidos actuaron tal como él había esperado: uno permaneció quieto y el otro acudió a ver qué sucedía en la otra calle.

Nicolás aguardo el momento exacto y luego se abatió de un salto sobre el primer bandido, golpeándole entre cabeza y cuello. El hombre cayó al suelo y ya no se movió, sin quejarse siquiera, probablemente herido de muerte. Se apresuró a hurgar en sus ropajes hasta hallar su puñal. Empujó el cuerpo y lo escondió lo mejor que pudo, a continuación le quitó su harapienta capa negra y se la puso: desprendía un olor más nauseabundo que el del pobre Durante. Se quedó ahí, sentado en un banco de la tienda, y esperó. El otro regresó al cabo de un rato y no se dio cuenta de lo sucedido, hasta tal punto que el mismo Nicolás se sorprendió de la facilidad con que pudo darle muerte a traición, asestándole una única y rápida puñalada. Se liberó de la apestosa capa y con el aliento que le quedaba echó a correr en dirección a la casa de Ginebra.

Estaba tan cansado que apenas recordaba haberse tumbado, todavía vestido y con los zapatos puestos, sobre una alfombra de la antecámara. Fue ella quien, poco después del amanecer, le puso unos cojines bajo la cabeza y la espalda y, al cabo de una hora, le despertó con ánimo preocupado.

—¿Qué has estado haciendo? Desprendes un olor nauseabundo y tienes una mancha de sangre en la mano...

—No es mía, no te preocupes. Esta noche he tenido un encuentro desagradable.

—¿Sicarios?

Nicolás se quedó desconcertado por un momento: en caliente, había dado por supuesto que no eran más que un par de bandidos, pero ahora, esa palabra, sicarios, pronunciada por Ginebra tal vez sin pensarlo, le abría un escenario nuevo ante los ojos. ¿Alguien, en Florencia, lo quería muerto? Los Palleschi, eso ya lo sabía, pero si se habían arriesgado a tenderle una trampa en la ciudad la vigilia de la conjura al Gonfalonero, se daban entonces dos consecuencias lógicas, a cual más catastrófica: la primera, y la más grave, era que había llegado a sus oídos el plan secreto contra el atentado; la segunda, que alguien había informado a los sicarios de que aquella noche él iba a salir por la Porta al Prato y que probablemente se disponía a regresar solo. ¿Tenía que pensar en la existencia de un espía, muy próximo a él?

Ginebra se había hecho traer un barreño con agua y le lavaba manos y brazos con delicadeza. Le ayudó a desnudarse, mientras la doncella le preparaba el baño.

—Has estado fuera todo un día con su noche. ¿Hay alguna novedad sobre la muerte de Durante y el misterio de Leonardo?

—He hallado un nuevo mensaje del maestro...

A punto estuvo de decir dónde, pero se mordió la lengua: no podía contar, y mucho menos a ella, lo que habían estado haciendo con el cuerpo de Durante. Se preparó por si el detalle despertaba la curiosidad de la mujer, pero Ginebra no pareció darle ninguna importancia.

—¿Y qué dice Leonardo?

—Me pide ayuda y quiere algunos libros...

—¿Libros? ¿Los libros que ya apuntó Valentino?

—Creo que así es. Y el joven médico que me ha ayudado a descubrir el mensaje sabía algo al respecto. Pero sólo pudo darme una información, antes de entregar el alma a su Creador. Tráeme papel, si dispones de él, y algo para escribir.

Ginebra trasladó la petición a su doncella, que al cabo de poco regresó con una hoja doblada y un grueso lápiz. Nicolás escribió de nuevo las frases más o menos enigmáticas que había hallado desde el comienzo de esta historia:

Que las armas secretas del diablo vayan a dar en el culo

de Maquiavelo.

Ingenium terribile ex Inferis.

Artneucne Acsub, o Busca Encuentra

Para Leonardo: la filosofía puede tener en verdad la potencia de las

armas si, en nombre de lo positivo, se opone a lo Verdadero.

Sigue La transformación de la simiente.

Erophilus semen hominum invenit.

Leyó varias veces la última frase, que Lapo había pronunciado a las puertas de la muerte:
Herófilo encontró la simiente del hombre
. Después dobló la hoja y miró a Ginebra, sonriendo.

—Tenemos una coincidencia, y por tanto una confirmación.

—¿Qué confirmación?


La transformación de la simiente
, la frase que Durante escribió de su puño y letra en el libro de rezos, es, según sospechábamos, el título de un libro antiguo destinado a Leonardo. Durante anota, antes del
íncipit
, una consideración personal acerca de cómo aquel texto puede conducir a un arma terrible. ¿Te acuerdas? Habíamos hablado de ello, de la fuerza que puede nacer del contraste entre dos cosas distintas, una positiva y la otra, tal vez, revelada.

—¿Y ahora puedes entenderlo ya?

—Por desgracia todavía no estamos en disposición de establecer las ilaciones necesarias con nuestros escasos conocimientos. Pero se da una coincidencia, como te decía, y a lo mejor podemos aventurarnos por otros derroteros. El vocablo
simiente
se halla también en la última frase, la que el pobre Lapo murmurara antes de expirar: el significado más probable es que Herófilo, el gran médico alejandrino del tercer siglo antes del Advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, escribiera un tratado sobre la simiente del hombre, que puede entenderse también como progenie. Resulta plausible, por otro lado: si era médico, sin duda estudiaría el sistema genital. He aquí, pues, la confirmación:
La transformación de la simiente
puede muy bien ser un tratado de Herófilo sobre la reproducción humana.

—Pero eso no explicaría qué relación guarda este Herófilo, médico de la Antigüedad, con la terrible arma y sobre todo con las funestas muertes que han salido a nuestro paso.

—Eso es algo que sólo puede decirnos Leonardo, y debemos dar con él cuanto antes. Además, así me lo pide él mismo: la penúltima frase, escrita de su mano, es una petición de ayuda dirigida a mí.

—¿Y dónde has hallado este mensaje, Nicolás?

Ginebra lo miraba ahora con desconfianza y con los ojos extrañamente gélidos. No podía seguir ocultándole la verdad, y Nicolás se preparaba para una escena de desesperación parecida a la del día en que habían encontrado el cuerpo sin vida de Durante.

—Estaba escrita en el interior de los restos mortales de nuestro querido y joven amigo, Ginebra. Le hemos practicado la
notomía
, esta noche, pero te ruego que no caigas en la desesperación: lo hicimos sólo porque ésa era la única forma de entender qué significaba el
Busca Encuentra
. Puedo asegurarte que su cuerpo ha sido tratado con respeto y que recibirá los oficios religiosos, y...

En realidad Ginebra no estaba reaccionando como Nicolás se había esperado. Con ademán impaciente, le interrumpió sin miramientos:

—¿Cómo obtuvo,
él
, el cuerpo del desventurado Durante?

—Creo que fue Valentino quien lo encontró y le hizo entrega de él, cual macabro aviso de los peligros que le acechan. Él mismo nos dijo, además, que le había hecho llegar un mensaje.

—¿Quieres decir con eso que fue César quien le mató?

—Nada de eso. Valentino tenía el encargo de mandarle huesos y cuerpos a Leonardo, en aras de sus misteriosos estudios. Ambos obedecían órdenes del mismo amo y señor: el que financia las investigaciones y la construcción del arma secreta. Pero sabemos que tal proyecto está sujeto al menoscabo de un enemigo potentísimo. Y ahora es evidente también que Durante, antiguo discípulo de Leonardo, tenía el encargo de entregarle el libro de Herófilo. Eso explica por qué partió de noche, prácticamente solo, en dirección a aquellas malditas landas, y por qué halló la muerte a manos de los agentes de la potencia enemiga. ¿Nunca llegaste a sospechar nada, de Durante?

Ginebra meneó la cabeza, y su fragante melena negra acompañó el movimiento.

—Jamás me dijo nada, a no ser que...

—Adelante, dime.

—Que accediera de buen grado a nuestro viaje a la fosa del Arno sólo porque debía encontrarse con su maestro.

Nicolás asintió con la cabeza, satisfecho.

—Eso confirmaría que Durante llevaba consigo el tratado perdido de Herófilo sobre la simiente del hombre, clave para el arma de Leonardo.

—Pero me dijiste que el tratado estaba en su Libro de Horas, y ése sabemos que lo dejó en el baúl...

—Probablemente cuando llegamos a Livorno lo llevaba consigo. Pero ante la noticia de la desaparición de Leonardo debió de entender que su vida estaba en peligro. Y entonces decidió partir él solo en busca de su maestro, a Maremma, y para mayor seguridad copió él mismo el libro. Se llevó la copia y dejó aquí el original, por si acaso le sucedía alguna desgracia. Como luego pasó.

—Eso quiere decir que el fascículo religado en el Libro de Horas...

Nicolás golpeteaba con el dedo índice el papel que tenía ante sí, como hace un docente ante su atento auditorio.

—¡Ésa es la cuestión! Alguien robó el libro de rezos tras la muerte de Durante, y eso significa que los agentes de la potencia que ordenaron su asesinato pueden acceder a cualquier lugar, incluso al interior de estas paredes, si se tercia.

—¿Cómo puede ser, Nicolás? Mis siervos y la doncella son de confianza...

—¿Estás completamente segura? Quién puede estarlo... Si hubieras vivido mi vida, sabrías que en el mundo no hay alma viva en la que uno pueda confiar a ciegas: ni siquiera en la propia madre, ni en la esposa, ni en los hijos...

Ginebra movía la cabeza de lado a lado, con expresión consternada.

—No puede ser cierto ni justo, Nicolás, eso que dices.

—Puede que tengas razón, pero en todo caso mi exceso de celo puede salvarnos la vida.

La mujer cogió la hoja en la que Nicolás había escrito las frases misteriosas y las releyó con atención.

—Hay también un segundo libro: Leonardo menciona a un cierto Erasístrato...

—Otro médico de la antigua Alejandría.

—¿Y qué sabes de él?

Nicolás extendió los brazos:

—Absolutamente nada. Pero Leonardo quiere que acuda a su escondrijo secreto también con ese libro, además del de Herófilo. Creo que la obra de Erasístrato tenía que llegarle por otro camino, porque Durante no lo aludió para nada. La hipótesis más razonable es que en este caso tuviera que entregárselo el profesor de Padua, ser Filippo Del Sarto, a quien hallamos colgado en Livorno, y no por casualidad, entre los huesos que estaba estudiando por su cuenta. Mis espías han descubierto sus viajes al emirato de Granada, poco antes de la Reconquista. En la frase que dejó, «artefacto terrible del Infierno», Inferis también puede significar «de las profundidades», de lo que está debajo, significado que vendría a concordar con el hallazgo de algo en la excavación del Arno...

BOOK: Los huesos de Dios
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