—Quienquiera que afirme algo así contradice la verdad revelada por las Escrituras, según las cuales Dios creó al hombre a su imagen y semejanza.
—Los versos de Lucrecio desvelaron mi curiosidad y desenterré otras referencias de escritores antiguos a una obra de Herófilo, que no logré encontrar entre los mercantes que habían vaciado las bibliotecas de Constantinopla y de Córdoba, ni entre los textos que los infieles habían copiado.
—¿Y qué había escrito, Herófilo?
—Sólo pude conseguir el índice de su obra acerca de la labor de selección de la naturaleza. Y éste revelaba que Herófilo había hallado en Egipto, a lo largo del Nilo, unos huesos de hombres antiquísimos y, estudiando su estructura íntima, había llegado a la conclusión de que éstos no usaban un lenguaje.;.
—Así pues, vos, maestro, junto a Lucrecio o Herófilo, afirmáis que las fábulas acerca de los hombres antiguos, distintos a nosotros, son plausibles.
—Sí, lo afirmo.
El murmullo constante de los padres se convirtió en un vocerío indignado, y algunos presentes hasta se pusieron en pie. Pero la autoridad de Giovanni de Médicis, quien de hecho era el encargado de conducir la discusión, les pidió silencio.
—¿Os dais cuenta de la gravedad de vuestras palabras? ¿En qué os basáis para afirmarlo?
—Me baso en los huesos, completos e intactos, de las familias de seres humanos antiguos, anteriores a nosotros, que hallé en la excavación del Arno. Estuve estudiándolos detalladamente y esperaba poder confrontarlos con los textos de Herófilo y de Erasístrato. ¡Pero alguien me quitó esos libros y provocó la muerte de quien debía traérmelos!
En la Capilla Sixtina se armó una algarabía comparable a la de una plaza de mercado. Nicolás no daba crédito a sus ojos. Pero el inquisidor de Leonardo, por segunda vez, logró que en la sala se hiciera silencio y que aquella extraña asamblea no perdiera la compostura.
—Está ontológicamente comprobado que no puede existir un hombre distinto a nosotros. La filosofía nos enseña que sólo existen los objetos que podemos nombrar...
—Pues yo he encontrado muchísimas realidades que ningún hombre puede describir, messer Giovanni.
El cardenal, a esas alturas, ya había perdido cualquier asomo de falsa cordialidad y la rabia encendía su rostro.
—Vos no sólo contradecís a la Santa Madre Iglesia, sino también a Platón y a Aristóteles: en
De partibus animalium
, este último sostiene que todo aquello de lo que se puede hablar tiene necesariamente un nombre.
Leonardo asintió con la cabeza.
—Aristóteles concibe un mundo sin movimiento, un universo terminado que es el conjunto de cuanto nos es conocido; y este conjunto se corresponde con las palabras que existen.
—¡Eso es, eso es!
Ipse dixit
, Leonardo.
—Pero Aristóteles fue superado por los científicos que le siguieron.
—¡Blasfemia!
—Es la pura verdad, messere. Aristóteles sostiene incluso la eternidad de un universo increado, pero el libro que está en la base de nuestra Santa Fe lo desmiente. Por otro lado, Herófilo de Alejandría y Erasístrato de Antioquía elaboraron explicaciones racionales basadas en las apariencias y afirmaron que la percepción sensible es el único conocimiento que puede considerarse cierto.
—¡Dios no es cognoscible para nuestros sentidos, pero Dios existe!
—Eso no tiene nada que ver, no lo entendéis.
—¿Cómo osáis?
Leonardo extendió los brazos hacia abajo, en un gesto de impaciencia.
—¡Estoy respondiendo a las preguntas que me habéis formulado, messer Giovanni! Si no os parece bien, dejadme regresar a Florencia, o preferiblemente a Milán.
—Esos hombres extintos, en caso de que fuera cierta su existencia, no eran tales hombres, porque no estaban dotados de alma. Eran sólo bestias salvajes.
Leonardo secundó sus palabras.
—Puede que sea como vos decís, messere. Pero lo cierto es que de ellos nacieron otros hombres en parte distintos y más parecidos a nosotros, y de éstos nació, por filiación y descendencia directa, la actual humanidad.
Tras estas palabras, el silencio, en lugar de romperse, se hizo todavía más profundo y glacial.
—¿Qué intentáis decir, messer Leonardo?
—Que de la familia de seres aparentemente monstruosos cuyos huesos he tenido el privilegio de examinar, derivaron, tras imperceptibles modificaciones de su simiente acaecidas durante decenas de milenios, los hombres como vos y como yo. Y como ser Nicolás. Nuestra humanidad sobrevivió porque supo adaptarse mejor a las mudables condiciones del mundo, y por ello fue seleccionada.
El cardenal Giovanni de Médicis dio un puñetazo sobre el escaño al grito de:
—¡Falso! ¡La Tierra no tiene más de cinco mil años, como la exégesis de la Biblia prueba de forma incontrovertible! ¡Luego cuanto decís es imposible!
—Yo he hojeado un libro distinto, aunque no por ello menos sagrado...
—¿No os dais cuenta de que seguís blasfemando? Ser Maquiavelo, os ruego que lo convenzáis de que no siga por este camino de falsedades...
Pero Nicolás no tenía palabras que oponer a las de Leonardo. Los cardenales y los demás asistentes habían comenzado a protestar ruidosamente, por encima de las acusaciones lanzadas con rencor y vehemencia por Giovanni de Médicis. La hostilidad para con los acusados era más evidente que nunca. Pero de improviso, se levantó un cardenal que hasta el momento había permanecido inclinado sobre un libro, y, al darse cuenta, el inquisidor calló. Con ese gesto reconocía implícitamente una autoridad particular, distinta de la de los demás.
El cardenal que infundía tan inusitado respeto rondaba los sesenta años: podía ser considerado un hombre corpulento, pero la túnica, lejos de cubrir su robustez, escondía una musculatura de fuerza notable que llevaba a pensar en un luchador. Sus ojos pequeños y vivísimos tenían una expresión perennemente burlesca, pero sin atisbos de malicia, y a ratos hasta adoptaba un aire bonachón. De vez en cuando, sin embargo, la ira le mudaba el rostro con una contundencia que inspiraba miedo. Nicolás reconoció en el acento de su voz, que de un registro bajo y agradable pasaba a un tono levemente estridente, restos del habla florentina. El cardenal hizo un gesto con la mano derecha y el silencio reinó de nuevo en la Capilla Sixtina.
—Giovanni, hermano en Cristo, no debemos atender únicamente al sentido literal de las Escrituras. Cuando el Génesis habla de los siete días de la creación, usa un término prestado que no alude necesariamente a un período de veinticuatro horas. ¿Acaso no está escrito que para el Omnipotente diez mil años son como un turno de guardia en la noche? Pero un turno de guardia dura tres horas: y en un día un período de tres horas pasa ocho veces. De donde podríamos deducir que un día de Dios se corresponde con ochenta mil de nuestros pobres años.
Nicolás tuvo la impresión de que el innominado cardenal intercambiaba una mirada de complicidad con el acusado, pero prefirió creer que eran sólo imaginaciones suyas. Leonardo sonreía radiante, y con aquel viático su vehemencia ya no conoció límites:
—El libro que he hojeado trata de las distintas rocas sobrepuestas en múltiples estratos. Estrabón dice que Eratóstenes había estudiado los cataclismos y las transformaciones de la tierra, observando sus grandes pliegues, y que la evidencia de cambios en la formación de los golfos, de las playas y de las rocas que salen del mar, en tiempos larguísimos, se halla en los estratos de conchas blancas, distintas de las más recientes y hechas como en piedra. Se encuentran en las rocas y en los minerales, por donde hoy en día hay campos. Yo he observado lo mismo en las montañas de la Toscana, y en la excavación del Arno pude reconocer con mis propios ojos estratos que son como páginas del libro de la historia del mundo. En esa fosa descubrí moluscos y otros organismos marinos que se petrificaron con el tiempo: estaban en las páginas más subterráneas, es decir, en las más remotas, y por ello pude calcular su edad. Los huesos de los hombres antiguos se hallan en capas más superficiales y de ahí que puedan datarse más recientemente. Anaximandro llegó a teorizar que en nuestro origen éramos criaturas parecidas a los peces, en una tierra cubierta de agua, recubiertos por una piel de escamas de la que nos liberamos sólo en el momento de adaptarnos a la vida terrestre. En realidad, yo mismo he hallado peces singulares, petrificados en las profundidades de la excavación del Arno, con espinas parecidas a las patas de los animales terrestres, como si hubieran agujereado al crecer la fina membrana escamosa. En uno de mis códices dibujé muchos de estos peces de piedra, junto a extraordinarias conchas cuya raza parece estar completamente extinguida.
El cardenal teólogo se quedó unos instantes en silencio, considerando las palabras de Leonardo. El cardenal Giovanni, en cambio, contratacó en el acto y con firmeza a sus argumentos:
—¡Aristóteles niega todo esto, cuando critica a los pitagóricos! Y su discípulo Teofrasto afirma la continuidad de las especies vivientes, fijas e inmutables, ingeneradas e imperecederas.
—Estoy en posesión de los libros perdidos de Eratóstenes que demuestran lo contrario, con procedimientos matemáticos exactos.
Giovanni de Médicis sacudió la cabeza e hizo una pausa, rebuscando entre sus hojas. Nicolás estuvo a punto de aprovechar aquel momento de silencio general para coger la palabra, pero se abstuvo de hacerlo: la discusión había tomado tintes doctrinarios y la simple dialéctica de que él era capaz no habría sido efectiva. Y, además, habituado a razonar mediante hechos lógicos concatenados entre sí mediante el intelecto y sujetos a la experiencia, sentía que habría dado la razón a Leonardo, empeorando por consiguiente su posición. ¡Pero el proceso nada tenía que ver con una charla amigable entre tres iguales que buscan esclarecer la verdad! Les estaban sometiendo, sin defensa alguna, a un tribunal inquisitorio de los más terribles. Y la única voz discordante era la del cardenal teólogo, que ahora le miraba a él con complicidad: en sus pequeños ojos, Nicolás veía llamear la inteligencia, aunada a la cultura y a una innata picardía popular. Se fijó en Leonardo, de pie y con los brazos cruzados, alto y apuesto, con la cabeza bien erguida, dispuesto a llevar la discusión hasta las últimas consecuencias. Y éstas, ahora, se le dibujaban perfectamente claras: veía ante sí el fantasma de la nave de Livorno y los cadáveres de los hombres negros, y, sobre todo, aquellos monstruos negros y peludos. Lo peor estaba en el fondo:
venenum erat in cauda
.
Como si estuviera respondiendo a sus pensamientos, el cardenal inquisidor, miembro notable de la odiada familia de los Médicis, suspiró profundamente y reanudó su discurso, con la misma serenidad de que hiciera gala al principio. Pero a diferencia de entonces, ya no intentaba mostrarse amigable.
—Pero ahora, maestro, debéis confesar un pecado basado en los hechos y no en las ideas. Tenéis que contar cómo, cuándo y por qué habéis aceptado dinero y ayuda de nuestros enemigos. ¡Y en este punto invito, o mejor dicho desafío, a ser Maquiavelo de Florencia a defenderos de la traición de la que se os acusa!
Fue como si le hubieran disparado. Nicolás finalmente comprendió cuál era su función en aquel santo tribunal: le habían traído hasta ahí no para participar en una discusión filosófica y doctrinaria, para la cual Leonardo tenía un defensor insuperable en el cardenal teólogo; el suyo era un papel bastante más ingrato, ¡porque debía asistirlo en un proceso por traición! Se aclaró la voz e intentó una huida imposible.
—Ilustrísimos cardenales y señorías: al comienzo de este proceso se ha dicho que Leonardo no sería enjuiciado por herejía, sino que buscaríamos juntos la verdad, en relación con sus eventuales descubrimientos...
Giovanni de Médicis movió la cabeza afirmativamente.
—Eso es lo que hemos hecho y lo que vamos a hacer, ser Nicolás. Pero la traición de messer Leonardo, que ha servido a los enemigos del Papa, no tiene nada que ver con ello.
—Y en consecuencia no es un planteamiento válido, señoría, porque al comienzo de la sesión, tal acusación no ha sido formulada.
El cardenal inquisidor esbozó una sonrisa maliciosa ante aquel torpe intento de Maquiavelo.
—Estimado hijo —dijo con voz suave, buscadamente hipócrita—, se ha dicho y repetido que esto no es un tribunal. Luego no hay procedimientos que respetar. Y ahora afrontamos la traición de Leonardo por simple asociación de ideas, y si tal acusación se considera fundada, obviamente nos ocuparemos de poneros en manos ajenas para que se ocupen de vuestro castigo...
Tales palabras hirieron el orgullo de Maquiavelo: Giovanni de Médicis, cardenal de la Santa Iglesia Romana, se servía de sus propias armas, pero sin duda con más habilidad y con un inmenso poder a sus espaldas... ¿Qué posibilidades tenía él de defender a Leonardo y a sí mismo de una acusación tan infamante? Intentó dar cuenta del último recurso dialéctico que le quedaba. Miró a los ojos de Leonardo, esperando con todas sus fuerzas que comprendiera y que sus respuestas fuesen las adecuadas, después respiró hondo y habló:
—La traición, en cuanto tal, requiere que el sujeto actúe con plena conciencia de su crimen, en un intento de perjudicar al propio señor, la patria, la Iglesia u otros... Pero si el engaño procede del enemigo, el sujeto, en lugar de pecar a conciencia, cree en buena fe que está actuando al contrario, a saber, de manera correcta. ¡Y entonces, lejos de ser culpable, se convierte en víctima!
El rostro del inquisidor, redondo y terso, enrojeció visiblemente.
—¿Pretendéis decir que Leonardo creía actuar por el bien de la Iglesia?
—Eso es algo muy posible, señoría, pero todavía no lo he afirmado. De momento, tan sólo insisto en que creía estar obrando financiado por el cristianísimo San Marco, devoto de San Pietro. ¿No es cierto, Leonardo? ¡Responde!
Da Vinci asintió.
—Eso era lo que mastro Michele quería hacerme creer.
Nicolás torció el gesto, alzándole la voz, y con todo el aire de sus pulmones le espetó:
—¡Tú lo
creías
, Leonardo, tú lo
creías
!
—Por supuesto, yo creía que San Marco quería usar mi arma contra el Papa...
Nicolás bajó la cabeza y se mesó el pelo. El inquisidor no pudo contener la alegría de aquel triunfo tan fácil e inesperado:
—¡Así pues de traición se trata, y por lo tanto confieso!