Los ingenieros de Mundo Anillo (29 page)

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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los ingenieros de Mundo Anillo
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—Ofrezco un precio alto. Doce… —seguido de una palabra no traducida—. No serás engañado.

Eso decía Filistranorlry, pero Luis, prudente, iba acercándose al borde del tejado. Vio que Filistranorlry hacía una seña a los soldados, y echó a correr.

El borde del tejado tenía una barandilla que llegaba hasta el pecho, rematada en zigzag para imitar la figura de la raíz de codo. Abajo, a lo lejos, se divisaba la granja de las tinieblas. Luis corrió, siguiendo la barandilla en dirección a la salida. Los soldados estaban cerca, pero Filistranorlry, desde la retaguardia, se había puesto a disparar su pistola. Los estampidos eran desconcertantes e incluso terroríficos. Una bala impactó en el costado de Luis; la coraza adquirió rigidez al instante pero él rodó por el suelo como una estatua derribada. Se rehizo y echó a correr otra vez. Al ver que dos soldados se abalanzaban sobre él, saltó sobre la barandilla y de allí abajo.

Fortaralisplyar, que iba por la acera, se volvió sorprendido.

Luis aterrizó de bruces, mientras su coraza de impacto se volvía rígida como el acero. Aquella especie de ataúd hecho a medida amortiguó el golpe en parte, pero de todos modos quedó medio conmocionado. Unas manos le pusieron en pie antes de que tuviera verdaderos deseos de levantarse. Fortaralisplyar se pasó el brazo de Luis por los hombros y le ayudó a alejarse de allí.

—Vámonos. Pueden volver a disparar —jadeó Luis.

—No se atreverán. ¿Se ha hecho daño? Le sangra la nariz.

—Ha valido la pena.

21. La Biblioteca

Entraron en la Biblioteca a través de un vestíbulo de reducidas dimensiones, situado en la planta baja del cono, en su vértice.

Detrás de un ancho y macizo mostrador de madera, dos bibliotecarios trabajaban frente a unas pantallas de lectura, máquinas voluminosas construidas en forma de cajones apilados, y que tenían los libros en cintas a pasar por la lectora. Los bibliotecarios parecían sacerdote y sacerdotisa, con sus hopalandas azules idénticas, de cuellos acuchillados. Debieron de pasar varios minutos antes de que la mujer hiciera caso de los recién llegados.

Su cabello era de un blanco purísimo, seguramente de nacimiento, pues no se trataba de ninguna anciana; tenía la edad a la que una mujer de la Tierra, sin duda, pensaría en la primera inyección rejuvenecedora. Era alta y esbelta, y bonita a los ojos de Luis. De pecho era plana, por supuesto, pero estaba muy bien hecha. De Halrloprillalar, Luis había aprendido a considerar hermosas las cabezas calvas y perfectamente redondeadas. Si se hubiese avenido a sonreír…, pero se mostró seca e imperiosa incluso con Fortaralisplyar:

—¿Sí?

—Soy Fortaralisplyar. ¿Tiene usted mi contrato? Ella pulsó unas cuantas teclas de la máquina lectora.

—Sí. ¿Es éste?

—En efecto.

Entonces se volvió hacia Luis.

—Luhiwu, ¿puedes entenderme?

—Sí, con la ayuda de esto.

Cuando la traductora empezó a hablar la bibliotecaria se descompuso por unos momentos, pero se rehizo enseguida. Entonces dijo:

—Soy Harkabeeparolyn. Tu amo ha adquirido para ti el derecho a investigar sin limitaciones durante tres días, con opción sobre tres días más. Podrás moverte libremente por la Biblioteca, con excepción de las zonas residenciales, que corresponden a las puertas con marco dorado. Cualquier máquina se hallará a tu disposición, a menos que esté marcada como ésta —le mostró una cuadrícula de color anaranjado—. Para usar éstas necesitarás ayuda. Dirígete a mí o a cualquiera que lleve en la ropa un cuello como el mío. Estás autorizado a usar la cantina. Para dormir o tomar un baño, deberás regresar al edificio Lyar.

—Bien.

La bibliotecaria se mostró ligeramente sorprendida, y el propio Luis también. ¿Por qué había asentido con tanta fuerza? Y se halló pensando que el edificio Lyar le evocaba más el propio hogar que cualquier apartamento que hubiese tenido nunca en Canyon.

Fortaralisplyar pagó en monedas de plata, se despidió de Luis con una inclinación y salió. La bibliotecaria se volvió hacia su máquina de lectura. (Harkabeeparolyn. Estaba harto de memorizar nombres polisílabos, pero aquél valía la pena recordarlo bien). Harkabeeparolyn se volvió cuando Luis dijo:

—Hay un lugar que me gustaría visitar.

—¿En la Biblioteca?

—Así lo espero. Recuerdo que hace mucho tiempo estuve en un lugar así. Uno se veía en el centro de un círculo, y ese círculo era el mundo. La pantalla central giraba y uno podía ver aumentada cualquier parte del mundo que quisiera.

—Tenemos una sala de mapas. Por esa escalera, arriba.

Se la mostró con un ademán y luego le volvió la espalda.

Un estrecho caracol de escalones metálicos se ceñía alrededor del eje de la Biblioteca, fijado sólo por sus extremos superior e inferior, por lo que Luis experimentó una fuerte oscilación mientras subía. Pasó frente a varias puertas con marco dorado, todas ellas cerradas. Más arriba, una sucesión de pasillos abovedados daba a otras tantas salas de lectura, donde se alineaban las pantallas. Luis contó hasta cuarenta y seis Ingenieros usando las máquinas de lectura, dos ancianos del Pueblo de la Máquina, un macho corpulento y muy peludo de váyase a saber qué raza, y una mujer chacal que leía sola en una habitación.

La sala de mapas estaba en el piso más alto, como supo tan pronto como se halló en ella.

La primera vez que vieron una sala de mapas fue en un palacio flotante abandonado. La pared tenía forma de anillo azul escaqueado de blanco, y pudieron observar las proyecciones de diez mundos con atmósfera de oxígeno. En una pantalla, se observaba a gran aumento cualquier detalle que uno eligiera. Sólo que las escenas mostradas tenían miles de años de antigüedad. Presentaban una civilización anillícola rebosante de vitalidad: ciudades deslumbrantes, vehículos que describían bucles rectangulares junto a los muros de los bordes, aeronaves tan grandes como aquella misma Biblioteca y astronaves aún mayores.

En aquella ocasión, no buscaban ningún centro de mantenimiento, sino la manera de escapar del Mundo Anillo. Evidentemente, aquellas cintas tan antiguas resultaron casi inútiles.

Llevaban demasiada prisa entonces, así que veintitrés años más tarde, en otra coyuntura no menos desesperada, había que intentarlo otra vez…

Cuando Luis Wu asomó la cabeza por la escalera de caracol, vio relucir el Anillo a su alrededor. Luis Wu era, en aquellos momentos, el sol del sistema. El mapa tenía sesenta centímetros de altura y casi doce metros de diámetro. Las pantallas de sombra se hallaban a la misma altura, pero en un círculo mucho más próximo, y sobre todo ello, se cernía un techo negro como la tinta, en donde relucían millares de estrellas. También el suelo era negro y tachonado de astros.

Luis se acercó a una de las pantallas de sombra y la atravesó. Eran hologramas, naturalmente, lo mismo que los de aquella primera sala de mapas. Pero esta vez no aparecieron las vistas de los mundos terraformes.

Luis miró el reverso de una de las pantallas de sombra, pero no mostraba ningún detalle. No era nada más que un simple rectángulo negro, ligeramente curvado.

La pantalla ampliadora estaba siendo utilizada.

Era un rectángulo de sesenta por noventa centímetros, debajo del cual se veían los elementos de mando, todo ello montado sobre un carril circular dispuesto entre las pantallas de sombra y el Anillo. El muchacho estaba contemplando una vista ampliada de uno de los reactores Bussard montados. Estaba semioculto por un resplandor azulado y el chico fruncía el ceño en el intento de distinguir mejor los detalles.

Parecía apenas adolescente. Tenía todo el cráneo recubierto de cabello castaño muy fino, que se espesaba alrededor de las sienes y en la nuca. Vestía la toga azul de bibliotecario, pero con una sola muesca en el cuello.

Luis preguntó:

—¿Permites que mire por encima de tu hombro?

El chico se volvió. Sus facciones eran menudas y prácticamente inescrutables, como las de casi todos los Ingenieros, lo que le aventajaba en cierto modo.

—¿Está usted autorizado?

—El edificio Lyar ha adquirido plenos privilegios para mí.

—¡Ah! —El muchacho dirigió de nuevo la vista a la pantalla—. De todos modos, ahora no se puede ver nada. Dentro de dos días desconectarán las llamas.

—Pues entonces, ¿qué estabas mirando?

—Observaba el equipo de reparación.

Luis intentó distinguir algo a través del resplandor. Una tormenta de luz blanquecina y azulada velaba la pantalla, excepto un círculo de oscuridad en el centro, y dentro de éste, un punto de color rosado marcaba la situación del reactor.

Las líneas electromagnéticas de fuerza concentraban el hidrógeno a alta temperatura del viento solar, lo guiaban y lo comprimían hasta la fusión, y lo proyectaban de nuevo hacia el sol. La maquinaria luchaba con fútil obstinación para estabilizar el Anillo contra la fuerza de gravedad de su astro. Pero de todo ello, lo único que se distinguía era aquella luz azul pálido y el punto rojizo sobre la línea de coronación del muro.

—Casi han terminado —dijo el muchacho—. Suponíamos que acudirían a nosotros en demanda de ayuda, pero no lo han hecho.

Se adivinaba un tonillo de despecho.

—A lo mejor es que no poseéis lo medios para captar sus llamadas —aventuró Luis, procurando hablar en tono de indiferencia. ¡Equipo de reparación!—. Me figuro que habrán terminado del todo. Ya no quedan más motores.

—No. Mire.

El muchacho desplazó el punto de mira a lo largo del muro, y la vista se detuvo en seco, bastante lejos del resplandor azul. Luis vio unos objetos de metal colocados contra el muro.

Los estudió con atención hasta estar bien seguro. Barras de metal, un gran cilindro plano a modo de carrete de bobina…; eran las piezas de lo que habían visto a través del telescopio de la «Aguja», y el andamiaje para volver a montar los reactores de posición del Mundo Anillo.

El equipo de reparación habría tenido que decelerar aquellos equipos a la velocidad orbital, empleando un segmento del sistema de transporte del borde, pero ¿cómo pensaban invertir luego el procedimiento? La maquinaria tendría que ser acelerada a la velocidad de rotación del Anillo para izarla a su punto de destino.

¿Mediante la fricción con la atmósfera? Si aquellos materiales eran tan duraderos como el scrith, el calentamiento no sería problema.

—Y aquí.

La vista se desplazó de nuevo hacia la dirección del giro, siempre siguiendo el muro, hasta la zona de los espaciopuertos. Se veían con claridad las cuatro grandes naves de los Ingenieros. «La Aguja Candente de la Cuestión» era un punto en el cielo. Luis no habría reparado en él si no hubiera sabido exactamente dónde buscar: a kilómetro y medio de la única nave que todavía estaba ceñida por su reactor Bussard.

—Ahí, ¿lo ve? —El muchacho señaló los dos anillos de color cobrizo—. Sólo queda un motor. Cuando el equipo de reparación lo haya montado, habrán concluido su trabajo.

Megatoneladas de material de obra bajaban por la pared, indudablemente, acompañadas de una muchedumbre de obreros de quién sabe qué razas, y todo ello cerca del establecimiento de la «Aguja». El Inferior no se sentiría muy contento.

—Concluido, sí. Pero no será suficiente —dijo Luis.

—Suficiente, ¿para qué?

—Déjalo. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando ese equipo de reparación? ¿De dónde han salido?

—A mí nadie me cuenta nada —dijo el muchacho—. Flup. Apestoso flup. ¿Por qué anda todo el mundo tan excitado? Pero ¡qué le cuento a usted! Si tampoco lo sabe.

Luis pasó en silencio este comentario.

—¿Quiénes son? ¿Cómo averiguaron el peligro?

—Nadie lo sabe. No sabíamos nada de ellos, hasta que empezaron a montar las máquinas.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Ocho falans.

Trabajaban con rapidez, pensó Luis. Poco más de un año y medio, más el tiempo que hubiesen invertido en los preparativos. ¿Quiénes serían? Gente decidida, activa, inteligente, que no retrocedía ante los grandes proyectos ni ante los grandes números… Casi era posible que fuesen…, pero los protectores habían dejado de existir hacía mucho tiempo. Tenían que serlo.

—¿Han hecho otras reparaciones?

—El maestro Wilp dice que han estado desatascando las tuberías de drenaje. Hemos visto niebla alrededor de algunas montañas derramadas. ¿No le parece que sería una gran cosa que desbloquearan un tubo de drenaje?

Luis lo pensó.

—Grande, sí. Aunque se lograse volver a poner en marcha las dragas de los fondos marinos… aún faltaría calentar los tubos. Puesto que pasan por debajo del mundo, el limo de los fondos se congelaría dentro de los conductos, supongo.

—Flup —dijo el muchacho.

—¿Cómo?

—La sustancia parda que sale de los tubos se llama flup.

—¡Ah!

—¿De dónde ha salido usted?

Luis sonrió.

—Vengo de las estrellas, en esto —dijo, pasando la mano por encima del hombro del muchacho para indicar, en la pantalla, la manchita que era «La Aguja candente de la cuestión».

El chico puso los ojos como platos.

Con más torpeza que el muchacho, Luis hizo que la vista se deslizara siguiendo el recorrido del módulo desde que abandonara la pared. En la zona donde habían prosperado los girasoles se veía una nube blanca del tamaño de un continente. Más a babor, se observaba un extenso pantano verde, y luego un río que había excavado un lecho nuevo, mientras el antiguo quedaba como una serpiente parda en medio del desierto amarillento. Siguió el curso del lecho seco, y le mostró al muchacho la ciudad de los vampiros.

El chico deseaba creerle. ¡Hombres de las estrellas, venidos para salvarnos! Pero temía parecer excesivamente crédulo. Luis le sonrió con ironía y continuó.

El terreno verdeaba otra vez. La carretera del Pueblo de la Máquina se reseguía con facilidad, ya que separaba zonas muy diferentes en buena parte de su recorrido. Al llegar al punto donde se desviaba el río para retornar a su antiguo curso, aumentó la escala otra vez y pudo contemplar la ciudad flotante.

—Nosotros —dijo.

—Ya lo sé. Hablemos de los vampiros.

Luis titubeó, pero al fin y al cabo, los de la raza del muchacho eran, en aquel mundo, los expertos en relaciones sexuales interespecíficas.

—Pueden obligarte a hacer rishathra con ellos cuando se les antoja, y entonces te muerden en el cuello —explicó, mostrándole la cicatriz en su garganta—. Chmeee mató a la vampiro que… ¡hum!… me atacaba.

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