Los milagros del vino (11 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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El sacerdote miró hacia otra parte y balbució entre dientes palabras incomprensibles.

Podalirio, suspirando, dijo con suavidad, como intentando quitar importancia a su advertencia:

—Si no nos ocupamos de estas cosas cuanto antes, la gente seguirá murmurando… Daremos pie a que piensen que verdaderamente hay problemas entre nosotros…

Epafo contestó malhumorado:

—¿Ahora eres tú quien decide aquí cuándo hay que hacer las cosas?

—Ha sido sólo una sugerencia —respondió Podalirio con amargura.

El hierofante golpeó el suelo con el bastón y frunció el ceño, iracundo.

—¡Sugerencias! Las mismas sugerencias que le haces cada día al procónsul cuando te emborrachas con él…

Podalirio, respirando profundamente, replicó:

—Si volvemos a estas discusiones no llegaremos a ninguna parte. He venido a hablar contigo acerca de Higea. No te empeñes en arrastrarme a otra bronca, pues no lo toleraré.

—¡Ah, no lo tolerarás! —gritó Epafo, lleno de cólera—. Ya veo que estás dispuesto a mandar aquí.

—Y yo veo que esto no tiene remedio —contestó Podalirio, dándose media vuelta para terminar con la disputa y regresar a su casa.

Pero, el hierofante mudó de forma inesperada de actitud. Su mirada se enrareció y puso un gesto sumamente compungido. Lanzó una especie de gemido que se le ahogó en la garganta y agarró al sacristán por el manto, reteniéndole con brusquedad.

Podalirio se volvió y dijo con voz tonante:

—¡Eso sí que no! ¡No te consentiré ninguna violencia! ¡Suéltame ahora mismo!

Epafo alzó el bastón amenazadoramente.

El sacristán le clavó unos ojos furibundos que no reflejaban el más mínimo temor.

El hierofante vaciló entonces, bajó el bastón y empezó a temblar. Luego se arrojó al suelo de hinojos.

—¡Está bien! —sollozó—. ¡Por Asclepio!, no me arrebates el puesto… ¡Haré lo que digas! Te has propuesto ocupar mi cargo y veo que ya nada puedo hacer. ¿Qué quieres de mí?

Podalirio le miraba estupefacto, sin saber qué hacer. Desconcertado, contestó:

—No pienses eso. Te juro por el dios que jamás he aspirado a ocupar el cargo de hierofante. Estoy bien así.

Pero Epafo, llorando, se arrastraba a sus pies y suplicó:

—¡Te lo ruego, no me perjudiques! ¡Haremos un trato! ¡Te pagaré todo lo que me pidas! ¡La mitad de las ganancias del templo…!

Podalirio trató de levantarle del suelo.

—No, no, no… ¡Nada de eso!

—¡Todo, todo para ti…! —gritaba el hierofante—. ¡Será un secreto entre nosotros! Ni siquiera se lo diré a Erictonio… Ni a mi mujer… Nadie lo sabrá. ¡Te lo juro! Déjame seguir en el puesto a los ojos de todo el mundo, aunque luego se hará lo que tú digas… ¡No me destruyas!

Una vez más, Podalirio se daba cuenta de que el sacerdote estaba sumido en la confusión de su locura, que sería imposible hacerle entrar en razón. Forcejeaba con él, intentaba serenarlo. Pero Epafo tenía los ojos en blanco, echaba espumarajos por la boca y se revolcaba por el suelo.

El sacristán se apartó sobrecogido y pensó en marcharse de allí. Pero entonces pensó en acudir como último remedio a la intervención del dios. Y se le ocurrió que tal vez Epafo hubiese sido poseído por algún demonio o algún ser sobrenatural que le impedía ver las cosas como realmente eran.

En ese momento, como llevado por un impulso súbito y poco meditado, agarró al sacerdote con fuerza, le obligó a ponerse en pie y le llevó casi a rastras hasta el interior del templo. Una vez delante de la estatua del dios, imploró con desesperación:

—¡Oh, Asclepio! ¡Haz algo por este pobre hombre que está sumido en la ofuscación! ¡Expulsa los demonios fuera de él!

El hierofante, que de ninguna manera esperaba que los acontecimientos fueran por esos derroteros, alzó una mirada llorosa hacia la estatua y se quedó como sobrecogido, paralizado.

Al verlo, Podalirio acarició la esperanza de que se obrara un milagro. Quizás Asclepio, compadecido, estuviese dispuesto a sacar al sacerdote de su falta de reflexión.

Sin embargo, Epafo, lejos de cobrar sensatez, comenzó a agitarse con mayor brusquedad y se zafó de la presa que hacía en él el sacristán. Huyendo despavorido, gritaba:

—¡Tú sí que tienes un demonio! ¡Apolo te castigará por esto! ¡No me tratarás como a un maldito poseso! ¡Socorro! ¡Auxilio!

—¡Epafo, vuelve aquí! —corrió tras él Podalirio—. ¡Detente!

Atravesaron el patio, las antesalas y las demás dependencias del Asclepion. Ya en el exterior, se toparon con un nutrido grupo de fieles que aguardaban a que se abrieran las puertas para solicitar la curación de sus enfermedades y ofrecer sacrificios. Se quedaron estupefactos.

—¡Socorro! —seguía gritando el hierofante—. ¡Que me mata!

Se oyó un murmullo de inquietud.

Podalirio se detuvo y, durante unos instantes, sus ojos pasaron revista a los rostros de los que estaban allí. Después, sacando cuanta serenidad podía, explicó:

—Un demonio le posee. Estoy tratando de detenerle para presentarle ante el dios. Pero… ¡Ya veis! ¡Ayudadme!

Aquella gente era de confianza: fieles a los que Podalirio conocía muy bien, porque frecuentaban el Asclepion; benefactores, enfermos o sencillos devotos que sabían cómo se las gastaba Epafo. Vacilaron al principio. Pero, como el sacristán insistiera con firmeza, terminaron comprendiendo que algo extraño sucedía y algunos de ellos se adentraron por el bosquecillo para dar alcance al hierofante.

—¡Cuidado, no le hagáis daño! —les rogaba el sacristán—. ¡Tratadle con delicadeza y respeto!

Había allí unos cuantos jóvenes, esclavos y parientes de los enfermos, que dieron alcance pronto al fugitivo y lo trajeron asido por todas partes. El hierofante gritaba como un loco y se revolvía de tal manera que ya nadie dudó de que, en efecto, estuviese poseído por espíritus malignos.

—¿Qué hacemos con él? —preguntaban aterrorizados.

—¡Al templo, rápido! —ordenó Podalirio, yendo por delante de ellos hacia la cella del Asclepion—. ¡Hay que hacer un exorcismo!

Entraron todos formando un gran alboroto y se dirigieron detrás de él con el endemoniado, hacia el lugar donde se guardaban las serpientes sagradas, en cuya proximidad se aplicaban los remedios curativos.

—Sujetadle bien ahí mientras voy a preparar una medicina —les indicó Podalirio—. ¡Hay que obrar con rapidez y entereza!

Nadie dudaba en hacer lo que mandaba el sacristán.

Excepto Epafo, que se revolvía profiriendo los más horribles insultos.

—¡Asesinos! ¡Malditos! ¡Pagaréis por esto! ¡Soltadme…!

Cualquier servidor de Asclepio que se hubiera iniciado en el gran santuario de Epidauro sabía muy bien lo que debía hacerse en esos casos. Y Podalirio recordaba todos los remedios y rituales que aprendió allí para el caso en que un fiero demonio se apropiase de alguien. Fue a la botica y reunió varias clases de plantas adormideras, tanto hojas como flores y frutos, las mezcló adecuadamente con vino y añadió algunas sustancias puras de las que producían mayores efectos. Hecho el cocimiento, regresó y se dispuso a dárselo a Epafo:

—¡No! ¡Socorro! —gritaba el perturbado—. ¡Asesinos!

Le abrieron la boca y le colocaron una especie de embudo, por el cual, aunque a duras penas, lograron hacerle tragar la dosis suficiente. Después le envolvieron en la piel de una oveja que había sido sacrificada el día antes en el ara y le ataron fuertemente con cuerdas. Le introdujeron en el cuarto oscuro destinado a la incubación y le acostaron en la yacija. Podalirio, además, quemó en un pequeño brasero hierbas que dispensaban humos dormideros. También le colocó un paño rojo sobre el rostro del hierofante y puso sobre su cuerpo un par de serpientes sagradas.

—¡No tengo ningún demonio! ¡Soltadme! —gritaba el sacerdote, que sabía muy bien la finalidad de todo aquel ritual—. ¿Por qué me hacéis esto? ¡Podalirio!

A medida que las medicinas fueron haciendo efecto, sus frases se volvieron inconexas y se le vio sumirse en una especie de sopor. Después quedó profundamente dormido, a la vista asombrada de los presentes.

Entonces Podalirio retiró los sahumerios, para que no le causasen mayores perjuicios, se aseguró de que las cuerdas y ataderos no quedaban demasiado tensos y esparció esencias aromáticas. Luego hizo una invocación con potente voz:

—¡Demonio que estás en el cuerpo de Epafo, te conjuro por el temible Apolo, cualquier espíritu que seas, a salir de él e ir al Hades!

La gente se estremeció. Pero el durmiente ni siquiera se inmutó.

Permanecieron todos expectantes, conteniendo el aliento, pendientes del sacristán.

—Bien —dijo éste—. Ahora es el dios quien debe actuar. Nosotros ya no podemos hacer nada. Regresad a vuestros asuntos, que hoy el templo permanecerá cerrado. Yo iré a dar parte a las autoridades de todo lo que ha pasado, como manda la ley que se haga en estos casos.

No había terminado de decir estas palabras cuando irrumpió en el templo la mujer del hierofante. Miró preocupada entorno y empezó a gritar:

—¿Qué le habéis hecho a mi esposo? ¡Epafo! ¿Dónde está Epafo?

Los presentes, al verla tan alarmada, intentaron darle explicaciones para convencerla de que el hierofante había sido poseído por demonios. Pero ella se fue directamente hacia Podalirio con las manos crispadas:

—¡Yo te mato, sinvergüenza! ¡Todo esto es cosa tuya! ¿Qué le has hecho a Epafo?

Podalirio la sujetó por las muñecas, temiendo que le arañara, mientras los fieles contemplaban atónitos el forcejeo.

Hasta que uno de los devotos exclamó:

—¡Ella también tiene un demonio! ¡Mirad!

Sin pensárselo, el sacristán aprovechó la circunstancia para añadir:

—Seguramente es el mismo espíritu que atormentaba a su esposo. ¡Ayudadme!

Los fieles se abalanzaron sobre ella y se la quitaron de encima. Luego, sin necesidad de que nadie hiciera ninguna otra indicación, se pusieron a repetir idéntico ceremonial que con el hierofante: piel de oveja, cuerdas, adormideras, brasero, paño, serpientes…

No habían terminado de completar el exorcismo, cuando se presentó también el esclavo Erictonio, que regresaba del mercado. Al ver a sus amos allí, maniatados y dormidos, prorrumpió asimismo en gritos de espanto:

—¡Ay! ¿Qué habéis hecho? ¿Qué les pasa a mis amos? ¡Socorro!

Todas las miradas se dirigían ahora hacia el recién llegado.

—¡A por él! —ordenó Podalirio con determinación.

Los fieles se abalanzaron sobre el esclavo. Y no es necesario detenerse a explicar lo que sucedió a continuación.

Cuando yacían los tres, matrimonio y sirviente, envueltos en pieles de oveja, maniatados y sumidos en profundo sueño, el sacristán volvió a pedir a los que le habían ayudado que se dispersasen, para poder ir él a poner en conocimiento de la autoridad todo lo sucedido. Pero tuvo la precaución de rogar a algunos de los presentes que le acompañasen como testigos. Cerró con llave el templo y se encaminó hacia el ágora, con el fin de hacer las declaraciones pertinentes ante el tribunal.

En ausencia del procónsul, les atendió el magistrado que estaba de guardia, el cual escuchó con atención el relato de Podalirio e interrogó con detenimiento y asombro a los testigos. Luego observó circunspecto:

—Es sin duda un asunto muy complejo, por ser tema religioso.

—He obrado como manda mi oficio en estos casos —dijo el sacristán—. Esta clase de locura no puede curarse de otra forma. Temí que ocurrieran males mayores… Si se trata de espíritus, como creo, será el dios quien actuará con su poder.

—Así lo espero —proveyó el funcionario—. ¡Él nos ampare! Ordenaré que un par de guardias vaya al Asclepion para vigilar, y más tarde acudiré personalmente con el fin de inspeccionar. —Miró con ojos comprensivos a Podalirio y añadió—: No te preocupes. Esto es algo que se veía venir. ¿Quién en Corinto no tenía noticias de la falta de juicio del hierofante?

Capítulo 11

Enseguida toda la ciudad se enteró de lo sucedido en el Asclepion. Los fieles que lo habían presenciado salieron desaforados a propagar la noticia. No era muy normal que el hierofante, su esposa y su esclavo hubieran sido poseídos casi a la vez por los demonios, hasta el punto de que se hallasen sumidos en los sueños sagrados de Asclepio. Así que no se hablaba de otra cosa en Corinto. Y como suele suceder en estos casos, la gente empezó a obsesionarse. Durante las horas siguientes, proliferaron las exageraciones y las historias más descabelladas: ya había quienes hablaban de espíritus vistos en forma de llamaradas azules, voces tenebrosas, truenos, seres infernales, muertos vivientes… La gente acudía llena de curiosidad y rodeaba el templo por todas partes, deseosa de ver acontecimientos tan extraordinarios. Y Podalirio, que era de suyo un hombre tímido y poco amante de la fama, se amedrentó al saber que su nombre estaba en boca de todo el mundo. Escondido en su casa, sumido en las preocupaciones, se negaba a dar la cara para satisfacer la curiosidad de cuantos empezaron a llegar para enterarse de los detalles del asunto.

Pasaban las horas y los endemoniados seguían encerrados y dormidos en el templo, mientras las puertas eran custodiadas por los guardias.

Nana, que también estaba muy intranquila, le preguntó a su esposo a medio día:

—¿Qué vas a hacer? Tienes a ésos ahí encerrados…

—Todavía estarán dormidos —supuso Podalirio cauteloso.

—Pero despertarán… ¿Y entonces? ¡Algo tendrás que hacer, Podalirio! No sabemos si aún tienen el demonio dentro…

Él la miró con cara de perplejidad y refunfuñó:

—¡Qué demonio ni que…! ¡Déjame pensar, por Zeus!

Por la tarde se presentó allí el magistrado y pidió entrar en el templo para hacer la inspección. Entonces no le quedó más remedio al sacristán que ir a abrir la puerta.

Cuando salió de casa, se encontró con un gran gentío congregado para curiosear. Le miraban con miedo y reverencia, cuchicheando, como si estuvieran ante alguien con verdadero poder para someter las fuerzas sobrenaturales. El se alarmó aún más y temió que sus problemas empeorasen.

Cuando llegaron frente a la puerta, le dijo al magistrado:

—Entraré yo solo primeramente. Hay que poner sumo cuidado, pues se trata de algo muy delicado.

—Esperaré aquí —contestó el juez con respeto obediente—. Que se haga todo como tú ordenes, puesto que eres el que más sabe de estas cosas.

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