Los millonarios (47 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: Los millonarios
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—No lo sé, pero cuando echas un vistazo a lo que hizo en la cuenta de registro y luego con Drew Tanner, es como si las transferencias no existiesen. Olvida lo que dice aquí. En el sistema del banco ni un solo dólar salió de ninguna de estas cuentas. Quiero decir, es casi como si este sistema de registro estuviese convenciendo al ordenador para que vea lo que realmente no… —Siento una opresión en el pecho y me quedo paralizado.

—¿Qué? ¿Qué sucede? —pregunta Gillian.

—¿Estás bien? —añade Charlie, apartándola y apoyando una mano en mi nuca.

—Mierda… —tartamudeo, señalando la pantalla—. Eso es lo que inventó. —Mi voz carretea por la pista iniciando un lento despegue—. Es como la sala de los espejos en un parque de atracciones… te muestra una realidad que no existe.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Quiero decir, ¿de qué otro modo consigues que un crédito coincida con el correspondiente débito? En eso quería invertir el servicio secreto… y eso es lo que Gallo quería para sí. El siguiente paso en el delito económico. La falsificación virtual. ¿Por qué robar dinero cuando, sencillamente, puedes crearlo?

—¿Qué quieres decir con crearlo? —pregunta mi hermano.

—Electrónicamente, me refiero. Convence al ordenador de que existe. Lo construye prácticamente de la nada.

Charlie vuelve a concentrarse en la pantalla.

—Cabrón…

—Espera un momento —interviene Gillian—. ¿Tú crees que mi padre creó todo ese dinero?

—Es lo único que tiene algún sentido. Ello explicaría por qué los tíos del servicio secreto están encargándose de este asunto, en lugar del FBI. Es como dijo Shep, el servicio secreto es el que tiene jurisdicción para investigar las falsificaciones.

—Pero fabricar dinero de la nada… —comienza a decir Gillian.

—… convertiría a un lugar importante como Five Points Capital en papel mojado. Piensa en la forma en que se han desarrollado los acontecimientos: hace seis días, Martin Duckworth tenía tres millones de dólares en su cuenta. Hace tres días, el ordenador dijo que había trescientos trece millones de dólares en esa misma cuenta. Pero cuando les echas un vistazo a estos registros, está claro que eso no sucedió de la noche a la mañana. Estas transacciones se remontan a hace seis meses. Cientos de depósitos. Es como llevar dos libros de contabilidad. El sistema regular siempre dijo que Duckworth tenía tres millones, pero debajo de la superficie su pequeño invento estaba creando silenciosamente los trescientos millones. Entonces, cuando las reservas fueron muy sustanciosas —¡bum!— fueron a por ellas. Pero nosotros nos adelantamos y, cuando transferimos el dinero, el segundo libro se fundió con el primero, y cada uno de sus depósitos falsos ahora se relaciona recíprocamente, de una manera que ignoro, con una transacción real del banco.

—Tal vez es así como funciona el programa —interviene Charlie—. Como los cuarenta millones de pavos que transferimos a Tanner Drew: espera a que se produzca una transacción real, luego coge una suma al azar que no supere el umbral de verificación contable. Al final tienes una realidad absolutamente nueva.

—Es lo mismo que está sucediendo ahora —digo—. El banco cree que la cuenta de Duckworth no tiene un céntimo, pero según estos datos allí hay cinco millones de dólares. Lo absurdo de todo este asunto es que a ninguna de las personas a las que ha cogido el dinero les falta un céntimo.

—Tal vez parece como si no les faltara un céntimo. Por lo que sabemos, cualquier cosa que mi padre haya podido meter en el sistema podría estar dejándoles limpios.

Niego con la cabeza.

—Si eso fuese cierto, Tanner Drew no hubiese podido realizar una transferencia de cuarenta millones de dólares. Y si a Drew le hubiese faltado un solo céntimo, nos hubiéramos enterado en el mismo instante en que eso sucedía. Y lo mismo se aplica a Sylvia Rosenbaum y al resto de los clientes. Cuanto más ricos son, más examinan sus cuentas.

—¿O sea que ése es el gran ultrasecreto? —interrumpe nuevamente Gillian—. ¿Un virus informático que hace ricas a un puñado de personas?

—Nosotros deberíamos tener esa suerte —digo, volviéndome hacia el resplandor azul helado de la pantalla.

Charlie me observa fijamente. Conoce perfectamente ese tono de voz.

—¿De qué estás hablando? —pregunta.

—¿No ves lo que hizo Duckworth? De acuerdo, a pequeña escala inventó un poco de pasta, pero cuando retiras el microscopio es mucho más grande que añadir simplemente unos pocos ceros a tu cuenta bancaria. Para lograrlo no sólo evitó todos nuestros controles internos, sino que también consiguió engañar al sistema informático del banco para que creyera que estaba tratando con dinero real. Y cuando nosotros transferimos ese dinero al exterior, la transacción fue lo bastante buena como para engañar al banco en Londres, al banco en Francia, y a todos los bancos después de ellos. En algunos de esos lugares —incluyendo el nuestro— estamos hablando de sistemas informáticos de última generación, diseñados para usos militares. Y las transacciones imaginarias de Duckworth engañaron a todo el mundo.

—Aún no comprendo qué…

—Llévalo al siguiente nivel, Charlie. Olvídate de los bancos privados y las insignificantes instituciones extranjeras. Coge el programa de Duckworth y véndeselo al mejor postor. Deja que una organización terrorista se apodere de él. Aún peor, ponlo en un demasiado-grande-para-fallar.

—¿Un qué?

—Demasiado-grande-para-fallar. Así es como la Reserva Federal denomina a los aproximadamente cincuenta principales bancos del país. Una vez que el pequeño gusano de Duckworth comienza a cavar allí, tus trescientos millones se convierten súbitamente en trescientos mil millones, y fluye en todas partes, Citibank… First Union… hasta los pequeños bancos familiares a lo largo y ancho del país. El único problema es que, cuando todo está dicho y hecho, el dinero no es real. Y en el momento en que alguien se da cuenta de que el emperador está desnudo, el esquema piramidal se desmorona. Ningún banco confía en sus propios registros, y ninguno de nosotros sabe si nuestras cuentas bancarias son seguras. Todo el mundo forma cola ante las ventanillas de los pagadores y los cajeros automáticos. Pero cuando vamos a retirar nuestro dinero, no hay suficiente metálico real que alcance para todos. Puesto que el dinero es una impostura, todos los bancos se quedan sin fondos. Los demasiado-grandes-para-fallar son los primeros en implosionar, luego los centenares de bancos más pequeños a los que prestaban dinero, luego los centenares de bancos que hay debajo de ellos. Todos estallan al mismo tiempo, todos ellos buscando un dinero que nunca estuvo realmente allí. «Lo lamento, señor, no podemos cubrir su cuenta, todo el dinero del banco ha desaparecido.» Y entonces es cuando comienza el verdadero pánico. Hará que la Depresión parezca sólo una caída temporal en el mercado de valores.

Ni siquiera Charlie puede hacer una broma con respecto a esto.

—¿Crees que lo quieren para eso?

—Sea lo que sea lo que necesiten, hay algo de lo que estoy seguro: la única prueba de lo que sucedió realmente está aquí —digo, golpeando nuevamente la pantalla con el dedo.

Click.

«Saldo: 5 104 221,60 dólares.»

Se oye el sonido del ascensor detrás de nosotros al mismo tiempo que noventa y un mil nuevos dólares nos observan desde la pantalla. Charlie mira el ascensor, pero nadie sale de él.

Mirando por encima de su hombro, yo también lo veo. Llevamos aquí demasiado tiempo.

—Deberíamos imprimir todo esto…

—… y largarnos de aquí —corrobora Charlie.

—Espera —dice Gillian.

—¿Esperar? —pregunta Charlie.

—Yo sólo… deberíamos tener cuidado con este material.

—Por eso precisamente vamos a imprimirlo. Para tener una prueba —dice Charlie, amedrentándola con la mirada. A esta distancia, la mecha de Charlie es más corta que nunca.

Junto al ordenador hay una impresora láser antigua. Aprieto un botón y la máquina cobra vida. Charlie pulsa «Imprimir» en el teclado. En la pantalla se abre una casilla de diálogo gris: «Error en transcripción a LPT1: Por favor inserte una tarjeta de copia.» En la base de la impresora hay una tarjeta escrita a mano que dice: «Todas las copias quince céntimos por página.»

—¿Dónde conseguimos ahora una de esas tarjetas? —pregunta Charlie.

En un rincón hay una máquina. Delante de ella hay dos tíos llenándola de billetes. Charlie no está de ánimo para esperar. A un par de ordenadores de distancia, el chico del porno tiene una tarjeta sobre la mesa.

—Eh, chico —le grita Charlie—. Te doy cinco pavos por la tarjeta.

—La tarjeta ya está cargada con cinco pavos —nos dice.

—Te daremos diez —añado.

—¿Qué tal veinte? —nos reta el chico.

—¿Qué tal si grito «un pervertido sexual» y señalo hacia ti? —le amenaza Gillian.

El chico desliza la tarjeta; yo saco diez pavos.

Cuando me levanto para cerrar el trato, Charlie aprovecha para ocupar mi lugar delante del ordenador. Me inclino sobre su hombro, introduzco la tarjeta en la pequeña máquina unida a la impresora y espero a que el zumbido me confirme que funciona. La pantalla del lector de tarjetas se enciende. «Saldo actual: 2,20 dólares.»

Nos volvemos hacia el chico del porno. Nos mira y huele el billete de diez dólares con una sonrisa presuntuosa. Charlie está a punto de ir a por él.

—Déjalo —le digo y le obligo a girar la cabeza hacia el monitor.

Vuelve a pulsar «Imprimir». Igual que ha sucedido antes, se activa una casilla gris pero ésta es diferente. La fuente y el tamaño de la letra coinciden con las que aparecen en el informe bancario de Duckworth: «Atención: para imprimir este documento, entrar por favor la contraseña.»

—¿Qué coño es esto? —pregunta Charlie.

—¿Qué has hecho? —le digo.

—Nada… sólo he pulsado «Imprimir».

—Lo ves, de esto era precisamente de lo que estaba hablando —dice Gillian.

El chico del porno vuelve a mirarnos. Las puertas del ascensor se cierran en una esquina. Alguien lo ha llamado desde la planta baja.

Charlie trata de activar nuevamente la pantalla del informe bancario de Duckworth, pero no puede ir más allá de la advertencia de la contraseña.

—Pregúntale a la mujer en el mostrador de información —dice Gillian.

—No creo que esto sea de la biblioteca —digo, inclinándome nuevamente hacia la pantalla—. Debe de tratarse de una precaución de Duckworth.

—¿De qué diablos estás hablando?

—En el banco hacemos lo mismo cuando se trata de las cuentas importantes. Si estuvieses escondiendo un arma humeante en el centro de uno de los sitios web más importantes del mundo, ¿no enterrarías un par de minas terrestres para tener un poco de seguridad?

—Espera un momento, ¿o sea que ahora crees que se trata de una trampa? —dice Gillian.

—Lo único que digo es que deberíamos escoger con cuidado la contraseña correcta —le digo casi con indiferencia. Charlie me mira, sorprendido ante mi tono.

—Intenta con «Duckworth» —le digo.

Charlie teclea la palabra «Duckworth» en el teclado y luego pulsa «Enter».

«Fallo en el reconocimiento de la contraseña - Para imprimir este documento, por favor reintroducir contraseña.»

Mierda. Si este sistema es similar al que utilizamos en el banco, sólo tenemos otras dos oportunidades. Tres intentos y quedamos fuera de juego.

—¿Alguna otra idea brillante?

—¿Qué me dices de «Martin Duckworth»? —sugiero.

—Tal vez la contraseña sea algo estúpido, como su dirección —dice Gillian.

—¿Qué me dices de «Arthur Stoughton»? —añade Charlie, recurriendo al primer nombre de la tira de fotos.

Gillian y yo le miramos. Cuando asentimos, teclea rápidamente «Arthur Stoughton» y golpea la tecla «Enter».

«Fallo en el reconocimiento de la contraseña - Para imprimir este documento, por favor reintroducir contraseña.»

—Juro que meteré el pie a través de la jodida pantalla —se queja Charlie.

Sólo nos queda un intento.

—Intenta el nombre del tío con la hendidura en la barbilla —digo.

—Inténtalo con el número de la cuenta de mi padre en el banco —sugiere Gillian.

—Inténtalo con «Gillian» —digo, mi voz y mi seguridad absolutamente vacilantes. No soy el único. La desesperación se instala en el rostro de Charlie. El sabe lo que nos estamos jugando—. «Gillian» —repito.

Charlie se frota la mejilla con los nudillos. La idea no le apasiona ni mucho menos. Sin embargo, no hay tiempo para discutir.

Volviéndose hacia Gillian, estudia sus penetrantes ojos azules y busca la mentira. Pero, como siempre, la mentira no aparece.

—Inténtalo —insisto.

Charlie mira el teclado, escribe la palabra «Gillian» y está a punto de pulsar «Enter». Pero, por alguna razón, justo cuando las yemas de sus dedos rozan la tecla, se detiene.

—Venga, Charlie.

—¿Estás seguro? —pregunta con voz temblorosa—. Tal vez deberíamos…

—Sólo tienes que apretar la jodida tecla —le digo, inclinándome hacia el teclado y pulsándola yo mismo.

Los tres nos quedamos hipnotizados ante la pantalla, esperando la respuesta del ordenador.

Se produce una pausa larga y vacía. A la distancia puedo oír a alguien que hojea una revista. El aparato de aire acondicionado produce un leve zumbido… el chico del porno se ríe tontamente… y para sorpresa de todos nosotros, la impresora láser ronronea suavemente.

—No puedo creerlo —dice Charlie cuando sale la primera página de la máquina—. Finalmente nos han dado un respiro.

Con una amplia sonrisa que le ilumina el rostro, salta de su silla, se lanza hacia adelante y coge la página de la impresora. Pero cuando la tiene en las manos, la sonrisa se desvanece en sus labios. Sus hombros se hunden. Miro la hoja que tiembla en sus manos. Está completamente en blanco.

Ambos nos volvemos hacia la pantalla del ordenador justo a tiempo para ver que la cuenta de Duckworth se vuelve lentamente negra. Hemos entrado en el campo de minas.

—¡Charlie…!

—¡Estoy en ello! —dice. Coge el ratón y pulsa todos los botones que tiene a la vista. No hay forma de detenerlo. Casi ha desaparecido.

—¡Consigue la dirección de la página web…! —grito.

Nuestros ojos se clavan en la dirección que aparece en la parte superior de la pantalla. Yo me encargo de la primera mitad; Charlie memoriza la segunda.

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