Read Los mundos perdidos Online
Authors: Clark Ashton Smith
—¡Necios! ¡Os habéis atrevido a pedirme un oráculo. Y el oráculo es... muerte!
Nygon y Fustules, conociendo su condena, escaparon en una locura de terror y desesperación. Más allá de los elevados incensarios, de los tomos que se apilaban como pirámides, vieron el umbral en vislumbres intermitentes, como en un remoto horizonte. Pero se retiraba ante ellos, vago e inalcanzable. Jadeaban como resuellan los corredores en un sueño. Detrás de ellos, la pitón bermellón se arrastraba y, alcanzándoles mientras intentaban dar un rodeo por la portada broncínea de uno de los libros de magia, les atacó como a ratones fugitivos.
Al final, sólo hubo una pequeña víbora coralina, que se arrastraba de regreso a su escondite en el seno de Malygris...
Trabajando día y noche, en las criptas bajo el palacio de Gadeiron, con amuletos impíos y conjuraciones malditas, y procedimientos químicos aún más repugnantes, Maranapión y sus siete coadjutores casi habían terminado su brujería.
Habían diseñado una invocación contra Malygris que derribaría el poder del brujo, haciendo evidente a todos el simple hecho de su muerte. Empleando una ciencia atlántida ilegal, Maranapión había creado plasma viviente con todos los atributos de la carne humana, y había hecho que creciese y prosperase, alimentándolo con sangre. Entonces, él y sus ayudantes, uniendo sus voluntades y convocando a fuerzas que era una blasfemia invocar, habían obligado a la masa, palpitante y amorfa, a desarrollar los miembros y el aspecto de un bebé recién nacido, y, en definitiva, le habían dado forma, después de todos los cambios que un hombre experimenta entre su nacimiento y la senectud, en la imagen de Malygris.
Ahora, haciendo avanzar el proceso incluso más, habían hecho que el simulacro muriese de una extremada vejez, como Malygris había aparentemente muerto.
Estaba sentado ante ellos en una silla, orientado hacia el este, y duplicando la misma postura del mago en su asiento de marfil.
Nada quedaba por hacer. Sin fuerzas y agotados, pero con esperanzas, los brujos esperaron los primeros signos de deterioro. Si los hechizos que habían lanzado tenían éxito, un deterioro simultáneo tendría lugar en el cuerpo de Malygris, incorrupto antes de ese momento. Milímetro a milímetro, miembro a miembro, se corrompería en su torre adamantina. Sus familiares le abandonarían, al no estar ya engañados; y todos los que fuesen a la torre conocerían su mortalidad; y la tiranía de Malygris quedaría levantada de Susran, y su nigromancia sería tan nula e impotente como un pentágono roto en Poseidonis.
Por primera vez desde el principio de sus invocaciones, los ocho magos se vieron libres de interrumpir su vigilancia sin poner en peligro o invalidar el hechizo. Durmieron a pierna suelta, sintiendo que se habían ganado bien su reposo. Por la mañana, volvieron, acompañados por el rey Gadeiron, a la cripta en la cual habían dejado la imagen plásmica.
Abriendo la puerta sellada, fueron recibidos por un olor sepulcral, y les agradó notar que la figura mostraba signos inconfundibles de estar en descomposición. Un poco más tarde, consultando el ojo del cíclope, Maranapión verificó el paralelismo de estas marcas con los rasgos de Malygris.
Un gran júbilo, que no dejaba de estar mezclado con alivio, fue sentido por los hechiceros y por el rey Gadeiron. Hasta entonces, no conocedores de los límites de la duración de los poderes controlados por el maestro muerto, habían estado dudosos sobre la eficacia de su propia magia. Pero ahora, les parecía, no había ya razón alguna para dudar.
En ese mismo día, sucedió que unos mercaderes que viajaban por mar fueron ante Malygris para pagarle, de acuerdo con la costumbre, una parte de los beneficios de su último viaje. Incluso cuando se inclinaban ante el maestro, se dieron cuenta, a través de varias señales desagradables, de que le habían traído tributo a un cadáver. Sin atreverse, ni siquiera entonces, dejaron caer el tributo largamente exigido y escaparon del lugar presas del terror. Pronto, en toda Susran, no hubo nadie que dudase ya de la muerte de Malygris. Y, sin embargo, tal era el miedo que había despertado durante muchos lustros, que pocos fueron tan aventurados como para invadir la torre, y los ladrones se mostraban cautelosos, y no intentaron despojarla de sus fabulosos tesoros.
Día tras día, en el monstruoso ojo azul del cíclope, Maranapión vio la putrefacción de su más temido rival. Y sobre él vino entonces un fuerte deseo de visitar la torre y contemplar cara a cara lo que hasta entonces sólo había contemplado a través de visiones. Solamente así sería completo su triunfo. De modo que él y los hechiceros que le habían ayudado, junto al rey Gadeiron, subieron a la torre leonada por los escalones de adamante, y ascendieron por las escaleras de mármol, como Nygon y Fustules antes de ellos, hasta la habitación alta en que estaba sentado Malygris.
... Pero la condena de Nygon y Fustules, no teniendo otro testigo que los muertos, les resultaba del todo desconocida.
Valientemente y sin vacilar, entraron en la habitación. Inclinándose a través de la ventana oriental, el sol de últimas horas de la tarde caía dorado sobre el polvo que se había amontonado por todas partes. Las arañas habían tejido sus redes sobre los incensarios de brillantes joyas, sobre las lámparas talladas y los libros de brujería forrados de metal. El aire estaba estancado con la apestosa podredumbre de la muerte.
Los intrusos avanzaron, sintiendo el impulso que conduce al vencedor a sentirse exultante ante un enemigo vencido. Malygris estaba sentado recto y sin inclinarse, sus dedos negros y en jirones agarrando los brazos del asiento como antes, y sus cuencas vacías orientadas aún a la ventana del este. Su rostro era poco más que un cráneo con barba; y su frente oscurecida era como el ébano comido por los gusanos.
—¡Oh, Malygris, yo te saludo! —dijo Maranapión en voz alta llena de burla—. Concédeme, te ruego, un signo, si tu brujería aún prevalece y no se ha convertido en la dependencia del olvido.
—Saludos, ¡oh, Maranapión! —dijo una voz grave y terrible que partía de los labios comidos por los gusanos—. En verdad, te concederé un signo. Así como yo, en la muerte, me he corrompido sobre mi asiento, a causa de la repugnante brujería que fue fraguada en las cavernas de Gadeiron, así tú y tus compañeros y Gadeiron, con vida, os corromperéis y pudriréis en virtud de la maldición que ahora lanzo sobre vosotros.
Entonces, el cadáver marchito de Malygris les fulminó con las runas de una antigua fórmula atlántida, maldiciendo a los ocho brujos y al rey Gadeiron. La fórmula, en intervalos frecuentes, estaba cadenciada con los nombres fatales de dioses letales, y en ella se decían los apelativos secretos del negro dios del tiempo, y la Nada que habita más allá de las eras; y uso fue hecho de los títulos de muchos demonios que habitan en las tumbas. Pesadas y de sonido hueco eran las runas, y en ellas parecía escucharse el sonido de grandes puertas sepulcrales, y el estrépito de losas que caen. El aire se oscureció como por la caída de una noche inmutable, y, desde allí, como el aliento de la noche, un frío entró en la habitación; y parecía que las alas negras de las edades pasaban sobre la torre, batiendo prodigiosamente de vacío en vacío, antes de que la maldición hubiese terminado.
Escuchando ese escándalo, los brujos se quedaron atontados por lo extremo de su temor, y ni siquiera Maranapión fue capaz de recordar ningún contrahechizo que sirviese de algo contra éste.
Todos habrían escapado del cuarto antes de que la maldición terminase, pero sobre ellos se cernió una debilidad mortal, y sintieron una enfermedad como la próxima llegada de la muerte. Las sombras se tejieron ante sus ojos, pero, a través de la oscuridad, cada uno contempló vagamente la instantánea tiniebla del rostro de sus compañeros, y vio las mejillas hundirse ruinosamente, y los labios retroceder dejando los dientes al descubierto, como los cadáveres largo tiempo muertos.
Intentando correr, cada uno fue consciente de sus propios miembros pudriéndose por debajo de él, paso a paso, el rápido reblandecimiento de la carne pudriéndose hasta el hueso. Gritando con lenguas que se marchitaban antes de que el grito hubiese acabado, cayeron por los suelos de la habitación. Quedaba vida en ellos, junto con el lúgubre conocimiento de su condena, y aún les quedaba algo de vista y oído. En la oscura agonía de su corrupción en vida, se revolvían débilmente de aquí a allá, y se arrastraban por milímetros a través del frío mosaico. Y aún se movían así, lentamente y de una manera más imperceptible, hasta que sus cerebros se convirtieron en un moho gris, y sus articulaciones se deshicieron en sus huesos, y la médula de sus huesos se secó.
Así, en una hora, la maldición se cumplió. Los enemigos del nigromante yacían ante él, tumbados y encogidos, con la postura final de la tumba, como haciendo una reverencia a una muerte entronada. De no ser por las prendas, nadie podría haber distinguido al rey Gadeiron de Maranapión, ni a Maranapión de los hechiceros menores.
El día pasó, declinando hacia el mar, y, ardiendo como una pira real más allá de Susran, al ponerse, el sol arrojó un brillo dorado por la ventana, y entonces se hundió, en rojos rescoldos y cenizas funerarias. Y, en el crepúsculo, una víbora coralilla salió del seno de Malygris y, deslizándose entre los restos que descansaban en el suelo, y escurriéndose en silencio por las escaleras de mármol, se marchó para siempre de la torre.
Hay muchas historias maravillosas, que no han sido contadas, que no han sido escritas, que nunca serán registradas o recordadas, perdidas más allá de todas las adivinanzas y las imaginaciones, que duermen en el doble silencio de los tiempos y espacios remotos. Las crónicas de Saturno, los archivos de la luna durante la flor de su edad, las leyendas de Antillia y Moaria..., estas últimas llenas de maravillas no sospechadas o imaginadas. Y extrañas son las historias multitudinarias, que nos ocultan los años luz, sobre Polaris y la galaxia. Pero ninguna es más extraña, ninguna más maravillosa, que la historia de Hotar y de Evidon y su viaje al planeta Sfanomoë desde la última isla de Atlantis que se hundía. Escuchad, pues sólo yo esta historia os contaré, yo, quien llegué a soñar con un centro inmutable donde el pasado y el futuro son siempre contemporáneos con el presente; y allí vi el verdadero acontecimiento del que hablo, y, al despertar, lo puse en palabras:
Hotar y Evidon eran hermanos por su ciencia, además de por su consanguinidad. Eran los últimos representantes de una larga estirpe de ilustres inventores e investigadores, todos los cuales habían contribuido, más o menos, al conocimiento, sabiduría y recursos científicos de una elevada civilización que había madurado a través de los ciclos. Uno por uno, ellos y sus compañeros sabios habían descubierto los arcanos secretos de la geología, la química, la biología y la astronomía; ellos habían transformado los elementos, habían controlado el mar, el sol, el aire y las fuerzas de la gravedad, obligándolas a servir a los fines del hombre, y, por último, habían encontrado una manera de liberar el poder del átomo semejante a un tifón, para destruir, transmutar y reconstruir las moléculas de la materia según su voluntad.
Sin embargo, a causa de esa ironía que acompaña los triunfos y logros del hombre, el progreso que representaba el dominio de esta ley natural fue acompañado de profundos cambios geológicos y terremotos que causaron el gradual hundimiento de Atlantis. Época por época, evo a evo, el proceso había continuado: enormes penínsulas, litorales completos, elevadas cadenas montañosas, mesetas y llanuras con ciudades, todas ellas se hundieron por turno bajo las olas del diluvio. Con el avance de la ciencia, el tiempo y el lugar de futuros cataclismos fue predicho de manera más precisa, pero nada pudo hacerse para evitarlos.
En los tiempos de Hotar y Evidon, todo lo que quedaba del antiguo continente era una gran isla, llamada Poseidonis. Era bien sabido que esta isla, con sus opulentos puertos de mar, sus monumentos de arte y arquitectura que habían sobrevivido a los evos, sus fértiles valles interiores y sus montañas que levantaban sus cimas, cargadas de nieve, sobre junglas semitropicales, estaban destinados a hundirse antes de que los hijos y las hijas de la actual generación se hubiesen hecho mayores.
Como muchos otros de su familia, Hotar y Evidon se habían entregado durante largos años a investigaciones sobre las oscuras leyes telúricas que gobernaban la inminente catástrofe, y habían tratado de encontrar un modo para prevenirla, o, al menos, retrasarla. Pero las fuerzas sísmicas en cuestión estaban demasiado profundamente asentadas y extendidas como para que su acción resultase controlable en grado o manera algunos. Ningún mecanismo magnético, ninguna zona de fuerza represiva, era lo bastante poderosos como para controlarlas. Cuando los dos hermanos se aproximaban a la madurez, se dieron cuenta de la definitiva inutilidad de sus esfuerzos, y, aunque las gentes de Poseidonis siguieron considerándoles como posibles salvadores, cuyos conocimientos y recursos eran prácticamente sobrehumanos, ellos habían abandonado secretamente todos los esfuerzos para salvar la isla condenada, y se habían retirado de Lephara, la que da al mar, el hogar de su familia desde tiempo inmemorial, a un laboratorio y observatorio privados alejados en las montañas del interior.
Aquí, con la riqueza hereditaria a su disposición, los hermanos se rodearon no sólo de todos los instrumentos conocidos, y los materiales de la experimentación científica, sino además, hasta cierto punto, de lujos personales. Estaban separados del mundo por un centenar de precipicios y acantilados y por muchas leguas de jungla poco recorrida, y consideraban este aislamiento aconsejable para los experimentos que ahora se proponían y cuya auténtica naturaleza a nadie le habían divulgado.
Hotar y Evidon habían ido más lejos que todos los demás de su tiempo en el estudio de la astronomía. El verdadero carácter y las relaciones del mundo: el sol, la luna y el sistema planetario y el universo estelar, habían sido conocidos desde hacía largo tiempo en Atlantis. Pero los hermanos habían especulado de una manera más audaz, habían hecho cálculos con más profundidad y más cuidado que ninguna otra persona. En los poderosos espejos amplificadores de su observatorio, ellos habían prestado especial atención a los planetas vecinos, se habían formado una idea precisa de su distancia de la Tierra, estimando su tamaño relativo, y habían concebido la idea de que varios, o quizá todos, podrían estar habitados por criaturas semejantes a los hombres; o, si no estaban habitados, eran potencialmente capaces de tener vida humana.