Los mundos perdidos (53 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Los mundos perdidos
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Avanzaban por la jungla, que se estaba volviendo empinada. Ante ellos, sobre árboles que aún eran altos y semitropicales, se levantaban las cimas de granito y los desfiladeros de una alta pared montañosa, detrás de la cual se ponía el sol de la tarde desapareciendo en el temprano crepúsculo, al pie de un precipicio aparentemente insuperable.

Knox se despertó en un ardiente amanecer amarillo, para descubrir que su guía había desaparecido, llevándose uno de los sacos de chucherías, que, desde el punto de vista de los salvajes, representaba suficiente capital como para establecer al tipo de por vida. Knox se encogió de hombros y soltó unos pocos tacos. El guía no era una gran pérdida; pero no le gustaba la idea de ver su poder adquisitivo de joyas reducido a la mitad.

Miraba las cumbres sobre él; fila tras fila, se levantaban en el brillo del amanecer, con cimas que apenas podían distinguirse de las nubes que había sobre ellas. De alguna manera, cuanto más miraba, más convencido se quedaba de que éstas eran las paredes que vigilaban la meseta escondida. Con su silencio y eterna soledad, su aire de eterna reserva y distanciamiento, no podían ser otra cosa que los muros del reino de las mujeres titánicas y de los rubíes rojos como la sangre. Se echó al hombro su saco y siguió la pared de granito en búsqueda de un lugar favorable para iniciar la ascensión que estaba decidido a intentar. La roca vertical era tan lisa como una hoja de metal y no ofrecía una agarradera ni para un mono araña. Pero, al cabo, encontró una profunda grieta que formaba el lecho de una catarata seca durante el verano. Empezó a ascender por la grieta, que no era ninguna hazaña sin importancia por sí misma; el lecho era una serie de grandes peldaños, como una escalera gigantesca.

La mitad de las veces colgaba de los dedos sin tener de dónde agarrarse y se ponía de puntillas y tanteaba precariamente en busca de una agarradera. La ascensión era un asunto delicado, con la muerte en la punta de las piedras puntiagudas en el fondo del valle, como el castigo para el menor error de cálculo.

No se atrevía a volver la vista atrás por la distancia que había recorrido en aquel vertiginoso abismo. Hacia el mediodía vio ante él la elevación amenazadora de un enorme picacho, donde la garganta que se estrechaba disminuía hasta una tenebrosa caverna de estrecha boca.

Trepó por el último escalón entrando en la cueva, con la esperanza de que condujese, como era probable, a una entrada superior hecha por un torrente de montaña. A la luz de cerillas encendidas, escaló la resbaladiza cuesta. La cueva enseguida se estrechó; y Knox a menudo fue capaz de apoyarse entre las paredes de la cueva como en el interior de una chimenea.

Después de un largo tanteo para arriba, descubrió un débil brillo enfrente de él, como un alfilerazo en la sólida oscuridad. Knox, casi agotado a causa del esfuerzo se sintió inmensamente aliviado. Pero, de nuevo, la cueva volvió a estrecharse hasta que no pudo escurrirse más con el saco a la espalda. Retrocedió una pequeña distancia y se quitó el saco, que entonces procedió a empujar ante él en un ángulo de cuarenta y cinco grados. En aquellos tiempos, Knox era de estatura medía y algo delgado; pero, incluso así, apenas fue capaz de escurrirse por los últimos diez pies de la cueva.

Dio al saco un último empujón y aterrizó en la superficie del exterior. Entonces, él se escurrió por la abertura y cayó agotado a la luz del sol. Descansaba casi en la fuente del arroyo seco, en un hueco como un plato al pie de una suave cuesta granítica, más allá de la cual las nubes eran blancas y claras.

Knox se felicitó a sí mismo de sus habilidades como alpinista. No tenía la menor duda de haber alcanzado el umbral del reino de los rubíes y las mujeres gigantes.

Repentinamente, mientras descansaba, aparecieron varios hombres recortándose contra las nubes en la elevación frente a él. Ascendiendo como montañeros, se le acercaron con excitados parloteos y gestos de sorpresa; y él se puso de pie para esperarles.

Knox debía ofrecer un raro espectáculo. Su cara y sus ropas estaban cubiertas de suciedad y con las señales del metal de muchos colores adquiridas a su paso por la caverna. Los hombres que se acercaban parecían mirarle con una especie de pasmo.

Estaban vestidos con túnicas de color púrpura rojizo y llevaban sandalias de cuero. No pertenecían a ninguno de los tipos de las tierras bajas; su piel era de un color marrón siena, y sus rasgos eran buenos incluso de acuerdo con los patrones europeos. Todos estaban armados con largas jabalinas, pero parecían amistosos. Con ojos alarmados y aparentemente algo tímidos, se dirigieron a Knox en un lenguaje que no tenía ningún parecido con ninguna lengua melanesia que él hubiera escuchado.

Knox replicó en todos los idiomas que chapurreaba; pero estaba claro que no podían entenderle. Entonces, él desató su saco, cogió un puñado con las dos manos de cuentas de cristal, e intentó transmitirles, mediante una pantomima, la información de que era un comerciante procedente de tierras lejanas.

Los hombres asintieron con la cabeza, indicándole que les siguiese, y volvieron a la cuesta bordeada de nubes. Knox trotó detrás de ellos, sintiéndose bastante convencido de que había encontrado a la gente de la narración del Rajah.

Elevándose por la cuesta, contempló la perspectiva de una larga meseta llena de bosques, arroyos y tierras cultivadas. En el suave sol, él y sus guías descendieron por un sendero entre sauces florecientes y rododendros hasta la meseta. Allí, se convertía en una bien transitada carretera que corría por bosques y campos de trigo. Casas de tosca piedra, con techos de madera, testimonio de una civilización más elevada que la de las chozas de las postas papúes, empezaron a aparecer a intervalos.

Hombres vestidos de la misma manera que los guías de Knox estaban trabajando en los campos. Entonces, Knox se fijó en varias mujeres, juntas en un grupo que no hacía nada. Ahora se vio obligado a creer toda la historia de la gente escondida, porque las mujeres ¡tenían tres metros de altura y eran tan bellas como diosas!

Su complexión no era blanca como la leche, como en la narración del Rajah, sino tostada y cremosa, y mucho más clara que la de los hombres. Knox sintió júbilo cuando volvieron sus calmadas vistas y le contemplaron con el aire de estatuas majestuosas. Había encontrado la legendaria tierra; y mientras miraba las piedras y la hierba a los lados del camino, esperando verlas sembradas a medias con rubíes.

Sin embargo, no había ninguno a la vista.

Apareció una ciudad rodeando un lago del color del zafiro. Con casas de un sólo piso, pero bien construidas, repartidas en calles regulares. Había mucha gente paseando o de pie; y todas las mujeres eran gigantas leonadas y todos los hombres eran de estatura media, con complexión siena o ámbar.

Una multitud se agrupó en torno a Knox, y sus guías fueron interrogados de una manera un tanto perentoria por las titánicas mujeres, quienes contemplaron al piloto con intenciones vergonzosas. Se dio cuenta inmediatamente del respeto y obediencia que los hombres prestaban a estas mujeres, y dedujo la situación superior de la que disfrutaban. Todas tenían la expresión tranquila y segura de una emperatriz.

Knox fue conducido a un edificio cerca del lago. Era mayor y más pretencioso que el resto. El amplio interior estaba tapizado con tejidos de toscos dibujos y amueblado con camas y sillas de ébano. El efecto general era de un rudo sibaritismo palaciego, muy aumentado por la inusual altura de los techos.

En una especie de sala de audiencias, había una mujer sentada sobre una ancha plataforma. Otras varias estaban de pie a su alrededor como una especie de guardia personal. Ella no llevaba corona ni joyas, y su vestido en nada difería de las faldas cortas vestidas por las mujeres. Pero Knox supo que estaba en presencia de una reina. La mujer era más hermosa que las demás, con largo pelo castaño ondulado y finas facciones ovaladas. La mirada que lanzó a Knox estaba llena de una mezcla de ternura femenina y de severidad.

El piloto asumió los modales más galantes, que debieron quedar un tanto anulados por la cara y la ropa llenas de suciedad. Se inclinó ante la giganta; y ella se dirigió a Knox con unas breves palabras en las que éste notó una cordial bienvenida. Entonces, él abrió su saco y seleccionó un espejo y un collar de cuentas azules, que ofreció a la reina. Ella aceptó los regalos con gravedad, sin demostrar placer ni sorpresa.

Después de despedir a los hombres que habían traído a Knox a su presencia, la reina se volvió y se dirigió a sus ayudantes femeninos.

Avanzaron y dieron a entender a Knox que tenía que acompañarlas. Le condujeron a un patio abierto, conteniendo un enorme baño alimentado por las aguas del lago azul. Aquí, a pesar de sus protestas y de sus forcejeos, le desnudaron como si hubiese sido un niño pequeño. Entonces le tiraron al agua y le frotaron fuertemente con trozos de fibra vegetal rígida. Una de ellas le trajo una túnica marrón y unas sandalias, en lugar de sus anteriores prendas.

Aunque estaba algo incómodo y avergonzado ante el sumario tratamiento recibido, Knox no pudo evitar sentirse como un hombre diferente después de cambiarse. Y, cuando las mujeres le trajeron un desayuno de taro, pastel de mijo y pichón asado, servido sobre enormes platos, empezó a perdonarlas por avergonzarle.

Dos de sus hermosas ayudantes permanecieron junto a él durante su comida; y después le dieron una lección en su idioma señalando los distintos objetos y dándoles nombre. Knox adquirió pronto el conocimiento de dichas nomenclaturas domésticas.

La propia reina apareció más tarde y procedió a tomar parte en su instrucción. El nombre de ella era Mabousa, según aprendió él. Knox era un discípulo aventajado; y la lección del día fue claramente satisfactoria para todos los interesados. Knox se dio cuenta, más claramente que antes, de que la reina era una mujer hermosa; pero le hubiera gustado que no fuese tan grande ni que impusiese tanto. Se sentía muy juvenil al lado de ella. La reina, por su parte, parecía considerar a Knox con una seriedad que distaba bastante de ser favorable. Él se dio cuenta de que ella le estaba dedicando muchos de sus pensamientos y de su consideración.

Knox casi se olvidó de los rubíes que había venido a buscar; y, cuando se acordó de ellos, decidió esperar a haber aprendido más del idioma antes de plantear el tema.

Se le asignó un cuarto en el palacio; y dedujo que podía quedarse indefinidamente como invitado de Mabousa. Comía en la misma mesa que la reina y su media docena de ayudantes. Parecía como si fuese el único hombre en el edificio. Las sillas estaban todas diseñadas para gigantas, con una excepción, que parecía una de las sillas altas en las que un niño se sienta a la mesa junto a sus mayores. Knox ocupaba esta silla.

Pasaron muchos días, y aprendió lo necesario del idioma para todos los propósitos prácticos. Era una vida tranquila y lejos de ser desagradable. Pronto se familiarizó con las condiciones generales de vida en el país gobernado por Mabousa, que se llamaba Ondoar. Estaba bastante aislado del mundo exterior, porque se hallaba rodeado por todas partes de montañas que sólo podían escalarse por el punto que tan fortuitamente Knox había descubierto. Pocos extranjeros habían conseguido entrar. La gente era próspera y feliz, llevando una existencia pastoral bajo el benigno, pero absoluto, matriarcado de Mabousa. Las mujeres gobernaban a sus maridos debido a su pura y simple superioridad física; pero parecía haber tanta amistad doméstica como en los hogares en que dominaba la situación inversa.

Knox se hizo muchas preguntas sobre la superior estatura física de las mujeres, que le pareció que era una extraña situación de la naturaleza. De alguna manera, no se atrevió a hacer preguntas; y nadie se ofreció a contarle ningún secreto.

Mantuvo un ojo abierto para los rubíes, y se quedó confundido ante la escasez de estas gemas. Algunos rubíes de calidad inferior, además de pequeños zafiros y esmeraldas, eran llevados por algunos de los hombres como pendientes, aunque ninguna de las mujeres era aficionada a estos ornamentos. Knox se preguntó si tendrían una gran cantidad de rubíes almacenada en alguna parte. Él había ido allí para negociar en busca del rojo corindón y había cargado con un saco del medio requerido de intercambio subiendo por una imposible ascensión de montaña; así que era reacio a abandonar la idea.

Un día se decidió a tratar el tema con Mabousa. Por alguna razón, él nunca supo por qué, le resultaba difícil hablar de estos temas a la digna giganta. Pero los negocios eran los negocios.

Estaba tanteando en busca de las palabras adecuadas, cuando se dio cuenta repentinamente de que Mabousa también tenía algo en mente, se había quedado más silenciosa de lo normal, y la manera en que no dejaba de mirarle resultaba desconcertante e incluso embarazosa. Se preguntó qué era lo que pasaba; y además empezó a preguntarse si esta gente no serían caníbales. Tan ávida y ansiosa era la mirada de ella.

Antes de que pudiese hablar de rubíes, y de lo dispuesto que estaba a cambiarlos por cuentas de cristal, Mabousa le dejó pasmado pidiéndole en matrimonio a las claras. Como mínimo, podría decirse que Knox no estaba preparado. Pero parecía de mala educación, además de una mala política, negarse. Nunca antes de entonces se le había declarado una reina que además fuese una giganta, y pensó que apenas resultaría la etiqueta correcta rechazar un corazón y una mano de semejantes capacidades. Además, como esposo de Mabousa, estaría en una posición más ventajosa para negociar por rubíes. Y Mabousa era innegablemente atractiva, aunque estuviese construida a gran escala. Después de algunos titubeos, aceptó la proposición y fue literalmente levantado de los pies, cuando la dama le atrajo a los gigantescos encantos de su seno.

La boda resultó ser un asunto de lo más simple; un simple asunto de un acuerdo verbal en presencia de varios testigos femeninos. Knox se quedó asombrado con la calma y la rapidez con la que asumía los lazos del sagrado matrimonio.

Aprendió un montón de cosas de su matrimonio con Mabousa. Descubrió, durante el banquete nupcial, que la silla alta que había estado ocupando durante las comidas estaba reservada normalmente para el consorte de la reina. Más tarde, descubrió el secreto del tamaño y estatura de las mujeres. Todos los bebés, niños y niñas, eran de tamaño ordinario al nacer; pero las niñas eran alimentadas por sus madres con una cierta raíz que hacía que aumentasen en estatura y tamaño más allá de los límites naturales.

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