Los muros de Jericó (34 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Los muros de Jericó
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Terminados postre y coñac, extendió la parte central del sillón que conectando con un pequeño asiento frente al suyo se convertía en cama. Apagando sus luces contempló la densa oscuridad exterior. Hizo sus cálculos. Una copa de champaña, unos vasos de buen vino y el coñac. ¿Era sueño lo que sentía o simple sopor etílico?

64

Madrugada del 12 de septiembre del año del Señor de 1213. En el exterior de la tienda de campaña llovía.

Pedro II de Aragón y I de Barcelona, señor del Bearn, del Rosellón, de la Provenza y de Occitania, estaba arrodillado en el suelo velando sus armas. Aquél era el día del juicio de Dios.

Iluminado por un solo candelabro de siete bujías, rezaba a la cruz que formaba su espada clavada en el suelo.

—Señor, buen Dios, hacedme digno de la victoria o matadme en el combate. Si os he ofendido haced que mi castigo sea la muerte en batalla, pero salvad mi alma; y si os soy grato dadme la victoria sobre mis enemigos.

» Señor, Dios verdadero, no sé si sois cátaro o católico. Quizá sois ambos. Dadme valor para salir el primero al combate, para no escudarme ni siquiera en mis caballeros. Hoy lucharé en primera línea.

Pedro se sentía cansado, había sido un largo día lleno de discusiones y diplomacia.

Al fin, en la noche había amado a Corba, la mujer de su vida, su amor, la bruja cátara que lo tenía hechizado. Hicieron el amor como si fuera la última vez que se amaban. Luego, horas antes de la madrugada ella se quedó dormida, rendida por el cansancio. Él no quería dormir, ni podía.

A unos metros de la cruz de su espada descansaban sobre un taburete plegable de campaña su cota de malla, el casco de combate la túnica de guerra. Y, apoyado, el escudo con su insignia de barras en oro y sangre.

Más allá, entre los almohadones, veía la melena, negrísima como ala de cuervo, y parte del bello cuerpo de su amada. La línea perfecta de su brazo desnudo y uno de sus pechos de piel blanca quedaban al descubierto de la fina manta de lana, necesaria en la noche destemplada de septiembre. Parecía relajada.

De día, desde el campamento se distinguían las murallas de Muret, semiocultas entre la vegetación del río Loja y la alameda que marcaba el paso del río Garona.

—Señor, ayudadme en la batalla; pero, si no me dais la victoria, al menos proteged a Corba y haced que se salve.

Aun cansado, Pedro velaba sus armas como las reglas de caballería dictaban a un caballero que se sometía al juicio de Dios.

A principios del año el conde de Tolosa, Ramón VI, envió otro mensaje desesperado pidiéndole su auxilio frente al avance imparable de la Cruzada. Pedro ya había tomado su decisión. Aceptó el juramento de fidelidad que su antiguo enemigo le ofrecía, y todos los cónsules de Tolosa —el padre de Corba estaba entre ellos— en nombre del condado y en el suyo propio ratificaron el juramento de su conde.

Ahora Pedro debía cumplir su obligación como señor feudal y defender Tolosa.

Pero quería evitar, en lo posible, el enfrentamiento con el Papa, y emisarios y embajadores cruzaban el Mediterráneo de Barcelona a Roma en busca de una solución pacífica.

La diplomacia fracasó y, a finales de junio, llegaron a la corte de Pedro dos abades enviados por Simón de Montfort y el propio legado del Papa. Su misión era persuadirle de que no ayudara a los herejes y, al no aceptar Pedro sus razones, el legado papal utilizó su mas poderoso argumento: la amenaza de excomunión. Era la ruptura definitiva.

Pedro llamó a sus caballeros más fieles y se dirigió a Barcelona. La guerra del año anterior contra los invasores almohades le había proporcionado tantas deudas como gloria y, al tener las arcas vacías tuvo que hipotecar las propiedades que le quedaban. Gracias al dinero reunió a toda prisa un nuevo ejército y, avanzando hacia los Pirineos, aprovechó el buen tiempo de agosto para cruzar los montes hasta Gascuña. Allí tomó los castillos ocupados por cruzados que estaban en su camino y, sin detenerse, y ni siquiera llegar a la ciudad de Tolosa, se dirigió a marchas forzadas a Muret donde esperaba chocar con el grueso del ejército enemigo.

La muchedumbre lo recibía por el camino como el salvador de Occitania, y los condes de Foix, Cominges y Tolosa se unieron a él en las afueras de Muret poniéndose bajo sus órdenes como vasallos suyos que eran. Y Pedro tomó el mando como señor de todos ellos.

Corba cabalgó junto a las tropas de Tolosa a la búsqueda de su amado. «Mi caballero, mi amor, mi rey», le dijo cuando se encontraron, con lágrimas de alegría en sus ojos verdes, mientras hincando una rodilla en el suelo le besaba la mano. Delante de los nobles, él aceptó su saludo como rey, pero en la intimidad de su tienda unió sus lágrimas de felicidad a las de ella y le dio mil besos de amante a cambio del aceptado como rey.

Poco tiempo pudo disfrutar del amor de Corba. El ejército estaba formado por gentes venidas de lugares distintos, hablando distintas lenguas, rezando a distintos dioses y opinando distinto en cada ocasión.

Pronto Pedro discutía agriamente con el conde de Tolosa: «¡El cobarde es más cortesano y político que guerrero! ¡Dios quiera que la estirpe de ese tipo de gente jamás gobierne el mundo! ¡Ya lo demostró en el sitio de Castelnaudary! Tenía encerrado a Simón de Montfort, vencido y casi rendido, para al final retirarse sin acabar el trabajo, como si él, Ramón, fuera el verdadero derrotado.»

Ahora el conde de Tolosa, Ramón VI, le pedía que esperara a los ejércitos que acudían a reforzarles desde Provenza, con Sancho, conde del Rosellón, al frente, y desde Bearn al mando del vizconde Guillem de Montcada.

Pedro dijo que no esperaba.

Además, Ramón VI quería fortificar el campamento. Simón de Montfort y su temible caballería cruzada se encontraban tras los muros de Muret, donde habían llegado con sus refuerzos el día anterior. En Muret no había suficientes víveres para que tantos pudieran aguantar un sitio ni por un par de días y por lo tanto, saldrían a la carga el día siguiente. Según el conde, era mejor recibirlos bajo una nube de flechas y piedras lanzadas desde el campamento fortificado. La táctica de Ramón era prudente, pero él no seguiría.

¿Por qué no escuchar el consejo de Ramón, mejor conocedor de los cruzados? ¿Por qué no esperar los refuerzos? ¿Por qué no fortificarse?

Pedro conocía bien la respuesta. Había llegado a marchas forzadas de días enteros de camino hasta esta húmeda llanura en busca de su destino. Y se enfrentaría a él con la gallardía de un rey, en el campo de batalla, al frente de sus tropas y con sus armas de caballero.

Su destino, opaco y misterioso, le esperaba en la oscuridad de la noche lluviosa, en algún lugar entre su tienda de combate y las murallas de Muret. Cumpliría su pacto con Dios.

No podía seguir con su duda; debía saber, y con urgencia, si Dios censuraba su apoyo a los cátaros y su desobediencia al Papa o si estaba con él, el rey de Aragón.

Hoy y aquí, Dios juzgaría al rey Pedro.

Jaime despertó sobresaltado de su ensueño. Lo recordaba todo, tal y como si hubiera ocurrido sólo un momento antes. El pasado y el presente volvían a cruzarse. Y sentía el peligro. Un peligro sólido y palpable más allá del pasado.

Jaime olía el peligro del futuro. De un futuro muy, muy cercano.

DOMINGO
65

El alba apareció en algún lugar entre las nubes por encima del océano Atlántico y poco después empezaron a servir el desayuno. Jaime no había conseguido dormir después de su ensoñación; los pensamientos cruzando su mente, descontrolados, no le dejaron.

Una mezcla de sorpresa excitada y confusión lo invadía; ¡el proceso de recuerdo funcionaba solo! Había vuelto a su vida del siglo xiii por sí mismo, sin necesidad de Montsegur ni del singular cáliz, ni del tapiz, ni de Dubois. Sabía que lo mismo ocurrió con Karen, pero le maravillaba que le pasara a él.

Con el desayuno, su mente fue abandonando la sorpresa en favor de la intrigante historia.

Sentía un deseo irrefrenable de saber si la batalla aconteció, su desenlace y cuál fue el destino de Corba y Pedro. ¿Habrían continuado amándose hasta el fin de sus días?

Pedro, el rey. Pedro, el hombre. Quizá sólo un juguete en las manos de una seductora dama occitana. Roto entre dos fidelidades. Entre dos dioses. Lleno de dudas, acudía al combate dejando al Dios verdadero o quizá al azar la misión de juzgar si estaba en lo cierto o equivocado. Temiendo perder su alma para la eternidad y, a pesar de su miedo, arriesgando perderla con tal de salvar a su amor. Sintió una gran ternura por Pedro.

El caballero heroico que acudía a su dama, dispuesto a darlo todo por ella, enfrentándose a los mayores poderes de su tiempo: el Papa y los cruzados.

La imagen de la tienda de campaña iluminada por el candelabro de siete bujías continuaba en su retina. Quizá fuera el rey más poderoso de su tiempo, pero en la soledad de la noche, rezando arrodillado frente a la cruz de su espada clavada en el suelo, era un hombre más. El hombre eterno. El que había vivido una y otra vez durante miles de años. Sintiéndose solo en la oscura noche, con sus dudas y sus miedos como únicos compañeros y con el peligro acechándole fuera, en las tinieblas, como lobo hambriento. Pero jamás huiría.

Podría cabalgar en el corcel más rápido, llegar a la costa y embarcarse en el bajel más marinero. Podría arribar a la isla de los dragones y de los unicornios y esconderse allí en la gruta más profunda. Pero no escaparía jamás de sí mismo, ni del deseo febril de ser amado por su amada. Y por ello, a pesar del peligro y de su temor, no huiría, y el día siguiente saldría a buscar su destino y se enfrentaría a él, cualquiera que éste fuera. Como tantos y tantos hombres lo habían hecho a través de los siglos. Y tantos hombres y mujeres lo hacían cada día de sus vidas. Vidas anónimas de héroes anónimos que cabalgando en autobuses o automóviles luchaban contra el miedo, enfrentándose a su destino, defendiendo su pequeña libertad, su dignidad, su amor.

Jaime contemplaba las nubes algodonosas por debajo del aparato y sorbía su café. Consultó su reloj. Eran las tres de la madrugada en Los Angeles. Cerró los ojos y no se resistió a sus pensamientos. ¿Hacia dónde le conduciría esta aventura? La actual, la del tiempo presente. Pero ¿cuál era el tiempo presente? El presente para él era el futuro para Pedro. El futuro para Pedro era el pasado para Jaime. ¿Cuántas reencarnaciones habría vivido? ¿En cuántas estaba Karen con él? ¿Cuántas más tendría? Demasiadas preguntas. Ninguna respuesta.

Se sintió angustiado. Pequeño. Confuso. Y deseó algo que hacía tiempo no deseaba. Rezar.

Al Dios católico. Al Dios bueno de los cátaros. Al mismo Dios. O a ninguno.

Empezó a murmurar:

—Padre nuestro, que estás…

«He llegado bien. Un beso. Pedro.»

Se aseguró de que el mensaje salía y borró toda referencia a el en su PC. Era lo acordado. Nada de llamadas telefónicas ni a la Corporación ni a los teléfonos de Karen; comunicarse a través de internet era mucho más seguro. El PC de Karen estaba protegido con doble clave secreta de acceso, y ella borraría de inmediato el mensaje de Jaime tan pronto lo recibiera.

Conectar el ordenador fue lo primero que hizo al entrar en su habitación; era su ritual de llegada a un nuevo hotel. Buscó en su correo. Un par de mensajes. Ninguno de Karen.

Luego miró alrededor, fue consciente de que aquella habitación de muebles Victorianos sería su hogar durante una semana y deshizo su equipaje.

Se sentía muy cansado. La cama lo atraía como un imán pero no iba a caer en la tentación. Se lavó la cara y se puso la gabardina. Un paseo de un par de horas por las calles de Londres o por el melancólico Hyde Park era lo más conveniente. Luego de una ducha y una cena ligera y temprana, sus posibilidades de dormir bien aumentarían. Con suerte quizá hasta no sufriera el
jet lag.

LUNES
66

Se despertó sobresaltado a las cinco de la madrugada; debía de haber soñado algo que no podía recordar pero que le inquietaba. Conectó el ordenador y buscó en su buzón de entrada. Eran las nueve de la noche del domingo en L.A., y Karen no contestaba a su mensaje. ¿Estaría aún en Montsegur? ¿Le ocurriría algo? La ausencia de Karen le dolía en el pecho.

—¡Dios! ¡Un pequeño mensaje para saber que está bien!

Volvió aquella sensación de peligro que le dejaba un regusto amargo en la boca. El peligro se escondía detrás de los muebles Victorianos de su habitación, revoloteaba alrededor de él como un murciélago invisible en la noche. O quizá estaba agazapado detrás de la puerta de su habitación. No lo veía. Pero lo sentía. Algo iba a pasar. Se encontró solo en la noche, como el único individuo despierto en un Londres dormido. Normalmente si se desvelaba por el cambio horario o por alguna preocupación nocturna que le asaltara, recurría a un libro. O trabajaba en su PC o en los dossiers del viaje. Esta noche no podía. Vio por la ventana la calle solitaria abrillantada por la llovizna que continuaba cayendo. Se puso unos pantalones de chándal, un grueso jersey de lana, las zapatillas de
jogging
. Encima la gabardina. Y se lanzó a la calle a medir, a largas zancadas, las aceras de la ciudad.

Su primera reunión del lunes en la oficina fue con el jefe europeo de Auditoría Interna de la Corporación. Luego con uno de los equipos auditores. Revisaron los puntos más significativos de las últimas auditorías externas.

Todo rutinario. Nada que justificara su visita. Las normas y procedimientos eran seguidos en términos generales correctamente y no existía ninguna indicación de que el fraude que ocurría en el área de producción de Estados Unidos afectara a la distribución de las propiedades intelectuales de la Corporación en Europa. Jaime hubiera podido cubrir los puntos más relevantes de las reuniones del día simplemente revisando los informes y discutiendo por teléfono las aclaraciones. O pidiéndolas por e-mail. Estar aquí era una pérdida de tiempo.

Y en los días siguientes tendría que revisar los informes de las divisiones de cine, vídeo, televisión y
merchandising
. También las tiendas propias que con el logo de «Eagle stores» vendían al público camisetas y mil artículos de las películas Eagle. También vería temas de menor importancia y la aplicación de un par de contratos con licenciatarios conflictivos.

Podrían ser asuntos rutinarios pero básicos en su trabajo, y de gran interés para Jaime. Pero hoy no tenían para él la menor importancia.

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