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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (19 page)

BOOK: Los navegantes
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Elcano se levantó pesadamente.

—Bueno —dijo sacudiendo la cabeza—, no digas después que no te he avisado...

La noche, oscura cual boca de lobo, había caído sobre el domingo pascual. El viento seguía soplando helado sobre la superficie de las aguas, tropezando sólo con aquellos cinco obstáculos que se interponían en su camino. El silencio era absoluto, ni una sola ave perturbaba con sus graznidos el descanso de los navegantes.

En la
San Antonio
seguía sin haber ningún marinero de guardia, desobedeciendo las órdenes del capitán general. Si lo hubiera habido y hubiera estado atento, quizá podría haber distinguido un esquife que avanzaba muy lentamente, impulsado por unos remos que no hacían el menor ruido al ser introducidos en las aguas. La estampa era tan misteriosa que parecía fantasmal. El esquife avanzaba con bogar pausado, lento y callado.

Por fin, los tripulantes alcanzaron el costado de la
San Antonio
y tan silenciosamente como habían venido, empezaron a trepar por el costado de la nave. Iban guiados por dos hombres que al llegar a cubierta se adelantaron resueltamente, sin la menor vacilación, hasta la cámara de Mesquita.

El portugués sufrió el despertar más desagradable de su vida. Se vio súbitamente arrancado de la profundidad de un primer sueño para enfrentarse con un grupo de personas armadas.

—¿Quiénes sois? ¿Qué pretendéis?

Antes de que el capitán de la
San Antonio
tuviera tiempo de levantar la alarma, se vio atado y amordazado por los intrusos. Sólo entonces pudo distinguir a Juan de Cartagena, Antonio de Coca y Gaspar de Quesada.

Aunque la acción se había desarrollado con el mayor sigilo, los asaltantes no podían contar con lo imprevisto. Y este imprevisto tomó forma en la blanca sotana del dominico Pedro de Valderrama, que se encontraba confesando a Juan de Elgorriaga.

El clérigo se encaró con Quesada, diciendo:


Cum sancto sanctus eris, e cum perversis perverteris
.
[1]

—¿Quién aprueba eso? —gritó el capitán.

—El profeta David —respondió el capellán.

—Dejémonos por ahora del profeta David, padre —dijo Quesada exaltado.

Juan de Elgorriaga también se enfrentó decididamente a los asaltantes.

—¡Os requiero, de parte de Dios y del rey, nuestro señor don Carlos, que os vayáis de esta nao, porque no es tiempo de andar con hombres armados por los buques, y también os requiero que soltéis a nuestro capitán!

Quesada, no menos furioso que él e irritado por su respuesta, sacó rápidamente del cinto una larga daga y le asestó varias puñaladas en el pecho, mientras rugía:

—¡No dejaremos de hacer lo que debemos por un loco como éste!

El guipuzcoano cayó al suelo bañado en sangre. Mientras tanto, el resto de los asaltantes, espada en mano, aprisionaron rápidamente a todos los extranjeros que figuraban en la dotación del buque. Sólo dejaron libres a los españoles.

Quesada, en su deseo de atraerlos, les ofreció una copiosa ración de pan y vino.

La intentona golpista llevaba visos de tener el mejor de los éxitos con un mínimo derramamiento de sangre, pues toda la vertida se reducía a la del irunés Elgorriaga.

—Encerrad a todos los adeptos al capitán general —ordenó Juan de Cartagena, que no había tomado parte activa en la contienda—. Recoged y guardad las armas.

—Tendremos que poner a alguien al frente de la
San Antonio
—le recordó Quesada.

Cartagena asintió, mientras observaba pálido a Pedro de Valderrama y al cirujano Pedro Olabarrieta transportar el herido a su camarote.

—Llamad a Juan Sebastián Elcano. Él se hará cargo de la nave. Que saque los cañones a cubierta...

Los castellanos partieron de la
San Antonio
con el mismo sigilo y precauciones que a su llegada. Nada podía revelar la menor anormalidad. Para cualquier observador distante, las naos permanecían tranquilas, sin perturbación aparente en medio de la bahía.

Apenas las primeras luces del alba hacían brillar destellos luminosos sobre las tranquilas aguas de la bahía de San Julián, cuando el bote de la
Trinidad
, sin sospechar nada de lo que había sucedido durante la noche, se dirigía a tierra en busca de leña.

Como de costumbre, se detuvo ante cada nao para ir recogiendo hombres que ayudaran en la operación. La primera de aquel día que iba a ser visitada era la
San Antonio
.

La sorpresa de los vigías de la nave capitana fue grande cuando vieron que el esquife volvía a ella bogando como si en ello les fuera la vida. Alarmados, avisaron a Magallanes.

—¿Qué ocurre? —preguntó el portugués a unos temblorosos marineros, cuando éstos subieron a cubierta.

—Señor —respondió uno de ellos todavía jadeante por el esfuerzo de remar—, la escala de cuerda de la
San Antonio
está recogida, y cuando intentamos atracarla alargando el bichero, éste fue rechazado por una alabarda. Pregunté qué pasaba y me respondieron que estaban por el capitán Quesada y que sólo obedecían sus órdenes.

Magallanes se mordió los labios tratando de contener su ira.

—¿Quién está al mando?

—No lo sé, señor, pero el capitán Quesada estaba en el castillo de proa vestido con la armadura. Además, todos los portillos estaban abiertos y los cañones preparados.

Magallanes ya no tenía ninguna duda, la sublevación contra él se había consumado. Ante esta gravísima nueva, no pestañeó ni hizo el menor gesto que delatara sus sentimientos, continuó impávido cual si escuchara la noticia más corriente. Había que proceder con urgencia, pero ante todo precisaba conocer la verdadera magnitud del hecho. ¿Era sólo la
San Antonio
o había más naves complicadas en la sublevación? Esto era lo que primero tenía que averiguar para actuar después en consecuencia.

—Acercaos a los demás barcos —ordenó al marinero encargado del esquife— y averiguad de qué lado están.

Las pesquisas del bote no pudieron ser más desoladoras. La
Concepción
y la
Victoria
habían prohibido al bote acercarse. La cosa estaba clara: frente a él tenía tres naos de las cinco a su mando. No podría imponerse por la fuerza a tres buques con uno solo, pues la
Santiago
, por su insignificante fuerza artillera, era de escasa valía. Magallanes ordenó inmediatamente zafarrancho de combate y mandó que todo el mundo estuviera atento a sus órdenes.

Mientras en la nave capitana se desarrollaba una actividad frenética, no parecía que en las otras naves se hiciera otro tanto. Quizá toda la actividad la habían llevado a cabo durante la noche, a escondidas. Desde lo alto del castillo de proa el portugués contempló en silencio las naves amotinadas. ¿Qué hacer...? Sólo podía esperar. Nadie había roto el silencio y no iba a ser él quien pronunciara la primera palabra. Dejaría que los amotinados pusieran de manifiesto sus intenciones, y entonces daría una respuesta adecuada. Y si intentaban alguna maniobra les haría frente con la mayor energía, a pesar de su inferioridad numérica. Con un dominio total de nervios, el capitán general pensaba en todas las posibilidades que se abrían ante él. Pensó en todo menos en capitular, aun considerando que todas las posibilidades de un triunfo estaban en su contra. Su decisión era firme, no parlamentaría, aunque ello supusiera la muerte... Jamás le había arredrado enfrentarse a ella, y aunque le rozó en más de una ocasión con sus frías alas, no la temía. Había algo mucho peor que la muerte: la deshonra, la pérdida de mando, la destitución, el regreso como prisionero en vez de regresar como triunfador... Ninguna de estas lúgubres consideraciones le hacían flaquear, más bien las rechazaba con indiferencia desdeñosa, lo que ponía de manifiesto la seguridad que tenía en sí mismo y la extraordinaria fortaleza de su temperamento.

No tardó mucho en tener noticias de los que se enfrentaban con su autoridad. Poco antes del mediodía, el batel de la
San Antonio
bogó lentamente sin intenciones hostiles hasta la
Trinidad
. Sus hombres llevaban una carta para el capitán general que su criado Cristóbal se encargó de recoger y entregar.

Magallanes la leyó despacio, examinando lo que podía haber detrás de cada línea.

Señor capitán general:

No es nuestra intención emprender una lucha insensata entre hermanos, a miles de millas de nuestro país.

Somos muy conscientes del juramento prestado en la

iglesia de Sevilla. Los hidalgos abajo firmantes, Juan de Cartagena, Gaspar de Quesada, Antonio de Coca y

Luis de Mendoza, elevados a hombres de confianza del

Rey, tenemos empeño en volver a España con honor, no

mancillados con la traición.

Es por tal que estamos dispuestos a una negociación

pacífica. Con el embargo de la
San Antonio
no hemos querido iniciar una rebelión sangrienta, sino únicamente obtener una respuesta clara sobre el curso que ha de

seguir la flota real en lo sucesivo.

Si Vos os avenís a cumplir, como es vuestro deber,

este justificado deseo no solamente os prestaremos

obediencia, sino que nos pondremos a vuestro servicio con el mayor respeto.

Mientras leía la carta, Magallanes iba ya maquinando un plan. Su orgullo y vanidad le impedían aceptar lo que podía ser una fácil solución para cerrar el caso.

Llamó al alguacil Espinosa y a su cuñado Duarte de Barbosa a su camarote.

—Escuchad muy atentamente —dijo arrojando la carta despectivamente sobre la mesa— porque en ello nos va la vida a todos. Vos —dijo dirigiéndose al alguacil— tendréis doce ducados de oro si aceptáis lo que os voy a proponer.

—Por doce ducados de oro estoy dispuesto a ir al mismo infierno.

—Bien, coged a cinco hombres de absoluta confianza y ofrecedles seis ducados de oro a cada uno. Dirigíos a la
Vitoria
con nuestro esquife. Llevad todos una daga escondida debajo de la ropa. Entregaréis una carta al capitán Mendoza, en la que invitaré a los capitanes a una reunión en la
Trinidad
. Mendoza, naturalmente, se negará e incluso se mofará de mi proposición. Entretenedle lo más posible, pues, por el costado opuesto, Duarte se aproximará en el bote de la
San Antonio
con veinte hombres armados.

»Cuando Mendoza esté distraído, matadlo. Tiene que ser una operación muy rápida y limpia, que no tenga tiempo de dar Órdenes ni pedir auxilio. Con el revuelo que se arme, los hombres de Duarte podrán trepar por el otro costado y tomar la nave, armados como están.

»Una vez que os apoderéis de la nave, levad anclas y acercaos a la
Trinidad
y haced señas a la
Santiago
para que haga lo mismo. Situaremos las tres naves en la entrada de la bahía para que los barcos rebeldes no se puedan escapar.

»Ahora id a elegir a vuestros hombres mientras redacto la carta.

Nadie puso en tela de juicio el alocado plan de su capitán; un plan que, meditado debidamente, habría sido rechazado por el noventa y nueve por ciento de los comandantes de cualquier ejército del mundo por su poca viabilidad. Pero, por la misma razón, los rebeldes no podían ni siquiera sospechar un ataque tan imprevisto como demente, estando ellos tan seguros como estaban de controlar la situación. Nadie dudaba que Magallanes aceptaría la propuesta de los capitanes, pues, al fin y al cabo, lo único que le exigían era que les consultara y no tratara de imponer sus condiciones.

Era evidente que Magallanes era un hombre con suerte. El atrevido plan, que nunca habría tenido éxito en condiciones normales, se vio favorecido por una serie de circunstancias inesperadas. Una bruma se había ido abatiendo progresivamente sobre la bahía, que, si bien no impedía la visibilidad completamente, sí dificultaba la visión, con lo que los hombres de Duarte que bogaban en el bote de la
San Antonio
no fueron reconocidos por los tripulantes de la
Victoria
hasta que ya era demasiado tarde. Por otra parte, Mendoza estaba tan seguro de sí mismo, rodeado de su tripulación, que nunca imaginó que pudiera ser atacado por cinco marineros que, aparentemente, iban desarmados.

El plan de Magallanes más que audaz era pura locura. Además, iba a llevar a cabo una acción bélica sin que hubiera habido una declaración de guerra previa; es más, el «enemigo» había mandado un mensaje de paz y acatamiento.

Nada podía indicar que Magallanes actuaría como lo hizo.

El esquife de la
Trinidad
se acercó lentamente a la
Victoria
por babor, mientras el bote que la
San Antonio
había enviado a la
Trinidad
se alejaba de la nave capitana aparentemente tripulado por los mismos seis hombres que habían llevado el mensaje. Nadie podía ver a los marinos escondidos en el fondo de la barca.

Cuando Gonzalo Gómez de Espinosa llegó al costado de la
Victoria
le dieron el alto desde la nave.

—Traigo un mensaje para el capitán Mendoza —replicó impertérrito.

—Entregadlo.

—Debo dárselo en propia mano.

El capitán Mendoza, picado por la curiosidad, se acercó a la borda. Iba vestido de armadura, pero sin casco.

—Dejadlos subir, no van armados.

Los tripulantes del batel subieron a bordo con la misma parsimonia que habían empleado en su boga hacia la nave.

Mendoza alargó la mano y cogió el pliego de Magallanes, y mientras lo leía, en sus labios se dibujó una burlona e irónica sonrisa. El pliego les invitaba a una reunión en la
Trinidad
para estudiar sus deseos y ver si había alguna forma de acceder a ellos.

—¿Ir a la
Trinidad
nosotros? —preguntó burlón el capitán de la
Victoria
—.

¿Meternos en la ratonera para que Magallanes nos prenda igual que hizo con Juan de Cartagena...? Sería necio caer en una trampa tan burda... Ese luso debe de pensar que somos bobos o es que el trance en que se encuentra le ha hecho perder la lucidez de entendimiento...

Mendoza echó hacia atrás la cabeza para soltar una carcajada. Sin embargo, ésta nunca llegó a salir de su garganta. Espinosa, con la rapidez del rayo, sacó un puñal con la mano derecha y con un rápido movimiento lo clavó en la garganta del capitán español, quien cayó fulminado sin lanzar un solo grito, bajo la mirada atónita de los tripulantes, incapaces de reaccionar. Los otros cinco hombres habían sacado, mientras tanto, sus cuchillos, con los que amenazaban a la tripulación desarmada de la
Victoria
.

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