Los navegantes (47 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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Elcano asintió dando una palmada en el hombro del curandero.

—Tienes razón, Hernando. Y ya que se te ha ocurrido a ti la idea, acércate a la orilla con unos regalos. ¡Juan! —llamó—, arría el bote. Que le acerquen a nuestro cirujano a tener un primer contacto con las belicosas mujeres. A ver si las apacigua...

El éxito de Bustamante fue total. Aunque recelosas, las mujeres más atrevidas se acercaron curiosas para ver qué era lo que el emeritense les ofrecía con grandes gestos amistosos desde una distancia prudencial. El colorido de las chucherías venció por completo la desconfianza de las nativas, y lo que momentos antes había sido una recepción hostil se tornó de repente en saltos y gritos jubilosos al recibir tan preciados regalos.

Poco después, Elcano dio permiso para que el resto de la tripulación desembarcara, quedándose una guardia junto a los cañones para un caso de emergencia.

Al adentrarse en la isla, los expedicionarios observaron que los habitantes vivían en chozas sencillas e iban completamente desnudos, excepto por la pequeña corteza de árbol que cubría sus sexos. Sin embargo, cuando combatían se cubrían el pecho y la espalda con pieles de búfalo adornadas con conchas marinas y colmillos de cerdo. Las pieles se las ataban con rabos de piel de cabra. Tanto ellos como ellas tenían un abundantísimo pelo negro, que llevaban levantado sobre la cabeza por medio de una peineta de caña con largos dientes. Los hombres tenían además la extraña costumbre de envolver la barba con hojas. Eran, ciertamente, los seres más feos que los expedicionarios habían encontrado en todo el viaje.

La isla contaba con grandes extensiones de campos donde pastaban a placer grandes rebaños de cabras. También abundaban los pimenteros, que se extendían en número incontable formando grandes bóvedas vegetales y largos túneles que proporcionaban unos paseos gratos y frescos.

El grumete Juan de Santander llamó a la puerta del capitán antes de abrir.

En la mano llevaba una fuente humeante de carne de cabra asada. Sentados a la mesa del capitán se hallaban Francisco Albo, Hernando de Bustamante y Juan de Acurio.

—La cena, capitán.

—Gracias, Juan —dijo Elcano, ayudándole a depositar la bandeja en la mesa—. A ver si puedes traernos un poco de vino de palmera.

—Enseguida.

Elcano hizo los honores de anfitrión, cortando unos generosos pedazos de carne y sirviéndolos a sus compañeros de mesa.

—¿Qué os parece la isla? —preguntó.

Juan de Acurio cogió la garrafa que le ofrecía el grumete y vertió el vino en los cubiletes.

—Un paraíso, aunque hay que reconocer que las mujeres podrían ser un poco más guapas...

—No puede ser todo perfecto —sonrió Bustamante—. Las jovencitas no son lo bastante atractivas para ti, ¿eh?

—Bueno, es cuestión de no mirarles mucho la cara —intervino Francisco Albo—. He visto fulanas en infinidad de puertos que son bastante más feas; llevan una tonelada de coloretes en la cara y encima te cobran. Éstas, por lo menos, lo hacen gratis... bueno, casi gratis.

Elcano asintió, sonriendo.

—Estaba pensando en carenar la nave. Una buena limpieza del casco le vendría bien, teniendo en cuenta que estamos a 169 grados 40 minutos, es decir, justo al otro lado del globo.

—Eso nos llevaría quince días —calculó el piloto.

—Efectivamente. Pero creo que merece la pena. Podemos examinar las costillas del barco y cambiar alguna cuaderna si hace falta.

—Sí, la broma no es ninguna broma. Y no es ningún juego de palabras —

dijo seriamente Juan de Acurio.

—Esos malditos gusanos de mar se comen la madera como si fuera pastel de manzana. El gracioso que los bautizó con el nombre de «broma» tenía mucho sentido del humor —intervino Albo.

Elcano bebió un trago de vino de palmera y dijo luego:

—El pobre Colón se quedó sin barcos en su última expedición debido a estos moluscos. Seguro que a él no le hizo ninguna gracia...

—¿Y estos bichos sólo viven en estas latitudes? —preguntó Bustamante.

—Afortunadamente —respondió Elcano—, no tenemos nada parecido en nuestro hemisferio. Sólo viven en aguas calientes.

—¡O sea que, dos semanitas en el paraíso, eh! Seguro que a los hombres les encantará —dijo Bustamante levantando su vaso de vino.

Francisco Albo apartó el plato vacío y se arrellanó en su asiento.

—Tenemos que estudiar la derrota del viaje de vuelta con detalle —dijo pensativo.

Elcano se acarició el mentón al tiempo que asentía.

—Sí, durante estas dos semanas tendremos tiempo para hacerlo.

—¿Sigues pensando en evitar las rutas comerciales portuguesas? —preguntó Bustamante.

—¡Qué remedio! —exclamó Elcano—. Si nos descubren los portugueses, lo menos malo que nos puede pasar es que nos metan en alguna lúgubre prisión por tiempo indefinido. Aparte de quedarse con el barco y su cargamento, por supuesto.

—Siempre podríamos volver por el camino por el que vinimos —sugirió el emeritense.

Fue el piloto el que le respondió.

—Podríamos, pero tendríamos que esperar a que cambiaran los vientos. Eso puede ocurrir dentro de tres meses. Además, acuérdate de los ciento y pico de días que estuvimos sin pisar tierra...

—Ciento diez exactamente —puntualizó Elcano—, hasta que llegamos a las islas de los Ladrones.

—¿Y por este lado? —preguntó Bustamante—. ¿Cuánto tiempo estaremos sin ver tierra?

Elcano se mordió el labio inferior al tiempo que movía la cabeza asintiendo.

—Es una buena pregunta. Desde Timor bajaremos derechos al cabo de las Tormentas, la punta sur de África. Ignoro si encontraremos alguna isla en la que desembarcar. La ruta que pienso seguir no ha sido surcada nunca por nave alguna, que yo sepa; no existen derroteros ni mapas, es tan desconocido para nosotros como lo fue el Mar del Sur.

—¿Y qué me dices de ese cabo? He oído cosas terribles de él.

—Los portugueses aseguran que es el cabo más peligroso de todo el planeta

—dijo Juan de Acurio—. Debe de haber corrientes y vientos que se encuentran en ese punto produciendo unas situaciones un tanto problemáticas para la navegación.

Francisco Albo llenó su cubilete de vino de palmera y se lo llevó a los labios.

—Dicen que se puede tardar semanas en doblar el cabo en situaciones adversas.

—He oído todo eso —afirmó Elcano con una sonrisa—. Pero ya pensaremos en ello cuando lleguemos. Ahora, lo que más me preocupa es llegar a la isla de Timor y aprovisionarnos allí hasta que no quepa una sola barrica más abordo.

—¿Has pensado —dijo Bustamante— en que no tenemos sal para salar la carne?

Elcano jugueteó con el cubilete vacío entre los dedos.

—Ése va a ser nuestro gran problema. Trataremos de conseguir todos los cereales que podamos, sobre todo arroz y frutos secos.

Bustamante se estiró ruidosamente y sonrió.

—Os dais cuenta, me imagino, de que navegamos hacia la inmortalidad...

—Efectivamente —asintió Albo—. Hemos abierto una nueva ruta, descubriendo un nuevo paso entre dos océanos, hemos encontrado un archipiélago y tenemos abiertas las puertas de las islas Molucas, una fuente inagotable de riqueza...

—Sí —dijo Bustamante—, pero no me refería a eso. Lo que verdaderamente nos llevará a la inmortalidad es que seremos los primeros en dar la vuelta al mundo.

Elcano asintió, mientras sus labios se desplegaban en una ligera sonrisa.

—Tienes razón, cirujano. Lo único que olvidas es que todavía estamos justo a mitad de camino...

—Espero que con esto quede demostrado de una vez por todas que el mundo es redondo —comentó Albo—. Todavía hay escépticos que no se lo creen.

—Estoy seguro —dijo Bustamante—, de que las generaciones futuras olvidarán la existencia de las islas Molucas y la razón de nuestro viaje, pero habrá dos nombres que se quedarán grabados para siempre en la mente de toda la humanidad: Magallanes, como descubridor del paso que seguramente algún día llevará su nombre, y el hombre que dio primero la vuelta al mundo... y ese hombre serás tú, Juan Sebastián Elcano. Un día me comentaste que en tu pueblo, Guetaria, no había nacido nadie de importancia. Pues bien, estás a punto de convertirte en esa persona que lo haga famoso en todo el orbe.

Elcano asintió pensativo.

—Son curiosos los designios del Señor. Es como si todo estuviera previsto, y los hechos en la vida de una persona, tanto a favor como adversos, van encajando con la visión global del Creador para conseguir que se lleve a cabo lo que Él ya había dispuesto desde toda la eternidad.

—A ver si te vas a convertir todavía en un filósofo —bromeó Bustamante.

Al día siguiente, la
Victoria
fue varada en la playa y los trabajos de carenado empezaron sin dilación. Durante los siguientes quince días, se arrancó del casco hasta al más pequeño de los moluscos, y al mismo tiempo se extendió por toda la superficie de madera una resina para protegerla lo más posible de la broma.

Por las noches, después del pesado trabajo, la tripulación mantenía una magnífica convivencia con los nativos, especialmente las mujeres, que estaban más que dispuestas a ofrecer sus favores a cambio del más insignificante de los regalos. A finales de la segunda semana, el barco estaba ya en excelentes condiciones de navegación.

—No podemos hacer más por él —comentó Juan de Acurio llegando junto a Elcano, que contemplaba los últimos retoques con mirada pensativa.

—Lo pondremos a flote en la próxima marea.

—Bien... —dijo el contramaestre—. A propósito, hay un nativo de Mallua que se ofrece para llevarnos hasta Timor.

—¿Ah, sí? Estupendo. ¿Dónde está?

—Se ha juntado con los nativos que traemos con nosotros desde las Molucas. Parece ser que éstos ya no conocen estos mares muy bien.

—Vamos a verle.

Los dos hombres se acercaron al grupo de trece indígenas que habían traído consigo. Estaban sentados en cuclillas alrededor de una fogata. Entre ellos había un nativo al que Elcano no había visto nunca, un hombre de unos treinta años, de aspecto musculoso y ágil. A pesar de su edad, su cara se encontraba limpia del menor atisbo de barba, como la de un joven de dieciocho años.

Recurriendo al lenguaje mímico, que dominaba ya a la perfección, Elcano le preguntó si estaba dispuesto a conducirles a la gran isla de Timor.

El hombre, que dijo llamarse Arucheto, asintió vigorosamente mostrando una perfecta dentadura blanca. Prometió conducirles no sólo a Timor, sino que, por lo que dedujeron los dos castellanos, les quería llevar a una isla maravillosa donde los víveres abundaban de modo extraordinario. En ella, aseguraba, los habitantes eran liliputienses, su altura no pasaba de un codo y tenían las orejas más largas que todo el cuerpo, de manera que, cuando se acostaban, una les servía de colchón y la otra de manta. Aseguró que esos pigmeos iban desnudos y rapados, tenían voz áspera y corrían por los campos habitando en pequeños subterráneos. Se alimentaban de pescado igualmente pequeño y de unos frutos minúsculos que crecían entre la corteza y la madera de unos pequeños arbustos que llamaban
ambulono
.

—No sé si tú has entendido lo que he creído entender yo —dijo Elcano con una media sonrisa dirigiéndose a Acurio—, pero me parece que este hombre nos está tomando el pelo. Creo que será suficiente con que nos lleve a Timor...

Pigafetta, por su parte, tomaba nota con todo detalle de las narraciones de Arucheto sobre los habitantes de las islas.

El 25 de enero, sábado, levaron por fin anclas, dejando apesadumbrada a la población femenina, que se veía privada de tan preciados regalos. Las mismas mujeres que les habían recibido tan hostilmente quince días antes, se mostraban ahora llorosas ante la partida de los castellanos.

Timor era la última gran isla del archipiélago, y Elcano quiso aprovechar la ocasión que tenían para llenar el barco de provisiones; sobre todo, de cereales y frutos secos, así como de carne fresca y verduras para la primera parte del viaje.

El guipuzcoano envió a tierra a Pigafetta para negociar con el cacique del poblado de Arnabán.

Tres horas más tarde el italiano regresó a bordo, con una expresión de desconsuelo.

—Este rajá es un zorro avaricioso —le dijo a Elcano—. Pide unos precios astronómicos por los avituallamientos. Con todo lo que nos queda no podríamos pagar la mitad de los que nos exige.

Elcano se quedó pensativo durante unos momentos. Su rostro se mostraba hermético y ceñudo. No había contado con este inconveniente de última hora.

Mientras exprimía el cerebro en busca de una solución, algo atrajo su mirada. Un isleño acababa de subir a bordo e, impulsado por la curiosidad, iba fisgoneando por los rincones de la nave sin salir de su asombro. A juzgar por su atuendo, parecía una persona importante.

Elcano tomó una decisión. Llamó a Juan de Acurio.

—Coge a varios marineros armados y apresa a ese hombre. Hazlo con tiento. No le des oportunidad de escapar.

—No te preocupes, no escapará.

El isleño intentó defenderse, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Cuando su cólera cedió, dijo llamarse Balibo y ser un rico terrateniente en la isla. Estaba casado con una de las hijas del rajá.

Elcano trató de hacerle ver que no querían causarle ningún daño, sólo conseguir aprovisionarse. Le pondrían en libertad inmediata si en concepto de rescate les entregaba seis búfalos, diez cerdos y otras tantas cabras. Balibo, temeroso por su vida, dio órdenes de traer a bordo los animales que le solicitaban.

Al recibir las provisiones, Elcano le dejó en libertad, regalándole una tela, un paño indio de algodón, unas hachas y unos cuchillos. El isleño no podía ocultar su alivio y satisfacción por tan ventajoso intercambio. Elcano le expresó su deseo de comprar grano y frutos secos. Balibo asintió, indicando que necesitaría algunos días para conseguirlos.

La estancia en Timor se prolongó desde el 25 de enero hasta la noche del 11 de febrero, fecha en que, por fin, fiel a su palabra, Balibo hizo traer a bordo todo el arroz y frutos secos que había conseguido encontrar en la isla. No era tanto como Elcano hubiera querido, pero tendría que bastar.

Durante ese tiempo, Elcano se encerró en su camarote con Francisco Albo, estudiando el derrotero que debían seguir hasta España. Podría ocurrir que tuvieran que hacer el viaje sin escalas hasta Sanlúcar de Barrameda...

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