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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (6 page)

BOOK: Los navegantes
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—Me temo que la orden llegará tarde para Magallanes —exclamó el embajador—. Tengo entendido que ya ha adoptado la nacionalidad española.

El rey se quedó pensativo, con los labios apretados, y la mirada fija en un cuadro de su padre, Juan II.

—Si no entra en razón, id a ver al joven rey Carlos. Quizá se lo piense dos veces si sabe que la relación entre nuestras naciones empeorará mucho si lleva a cabo esa expedición. El hecho de aceptar los servicios de un traidor a Portugal entibiará una leal amistad que puede ser muy fructífera para el mundo cristiano.

—Así se lo haré saber, majestad.

El monarca luso continuó su interrumpido paseo por la estancia, pasando junto a un globo terráqueo en el que destacaban las posesiones y rutas portuguesas a las Indias. Unas largas líneas azules indicaban el paso de las naves contorneando todo África y subiendo hasta el océano Índico hasta llegar a la península de Malaca.

—Si es necesario recurrir a la fuerza, hacedlo de un modo discreto; una reyerta en una taberna, o una cuchillada en la oscuridad de una estrecha callejuela... que nadie lo pueda relacionar con Portugal.

—Bien, señor. Así se hará.

Como el embajador se temía, la entrevista con Magallanes fue un fracaso total. El marino le recibió fríamente en la fastuosa mansión de su suegro Diego Barbosa. No se molestó en invitarlo a sentarse.

—¿Qué deseáis?

El embajador exhibió la mejor de sus sonrisas, untuosa y zalamera.

—En primer lugar, quisiera felicitaros por vuestra reciente unión con Beatriz Barbosa. Estoy convencido que una dama tan bella e insigne os llenará de felicidad.

—Gracias —respondió Magallanes impertérrito.

Da Costa, sin arredrarse por el hostil recibimiento, aumentó todavía más la amplitud de su sonrisa.

—Vengo a ofreceros lo que sin duda os corresponde.

El hielo en la mirada de Magallanes se hizo más frío todavía.

—Hablad, ya que estáis aquí. Pero os advierto que estáis perdiendo el tiempo.

—Sé —empezó el embajador— que fuisteis tratado injustamente en la corte de Portugal. El rey Manuel también así lo reconoce y está dispuesto a compensaros. Os ofrece su perdón y un apoyo entusiasta a vuestro proyecto.

—¡Su perdón! —exclamó irritado Magallanes— ¿Qué es lo que me va a perdonar?, ¿la sangre que derramé en los campos de batalla por Portugal?, ¿las heridas que recibí?, ¿los insultos y vejaciones que tuve que aguantar de su...

majestad?

—El rey Manuel está dispuesto a compensaros económicamente por todo ello. Decid la cantidad y se os pagará.

Magallanes negó con la cabeza.

—He prometido fidelidad a mi nuevo rey y yo siempre cumplo mi palabra.

Sólo Dios me impedirá llegar a las Molucas y ofrecérselas a Carlos I.

La sonrisa aduladora desapareció de la cara del embajador.

—Pensad bien lo que estáis diciendo; vuestra terquedad puede representar un desafío a vuestro rey, el rey de Portugal.

Magallanes no movió un solo músculo de la cara.

—Por grande que mi arrogancia fuese, nunca podría llegar al desafío de un tan grande y poderoso monarca como lo es don Manuel. En cuanto a ese rey de que habláis, para mí, nacionalizado español, no hay otro que Carlos I.

—Muy bien; si así lo deseáis, se lo haré saber a mi señor.

El embajador portugués, Álvaro da Costa, hizo una breve y fría inclinación de cabeza y salió de la estancia con la cabeza erguida.

El rey Carlos recibió al embajador portugués con mucha cortesía pero con gran dosis de recelo.

En la misma sala de audiencias en la que Magallanes había expuesto sus planes al rey español, y arrodillado en el mismo cojín de terciopelo rojo, el embajador se dirigió al joven monarca que estaba flanqueado por Adriano de Utrecht, Juan Sauvage y Guillermo de Croix.

—Debo pediros mil perdones, majestad, por abusar de vuestro precioso tiempo, pero creo que el asunto en cuestión es sumamente importante para nuestras naciones.

El joven monarca inclinó la cabeza con una ligera sonrisa que era a la vez cálida y distante.

—Hablad, señor embajador. Me tenéis en ascuas.

—Vengo a expresaros la preocupación de mi señor el rey don Manuel.

Vuestra majestad estará bien al corriente de las cordiales relaciones que han existido y que existen entre nuestros dos países.

—Ciertamente —dijo Carlos de Gante—. Nos congratulamos de unas relaciones que, estoy seguro, mejorarán con el transcurso del tiempo.

—Mi señor así lo entiende también. No obstante, ha llegado a oídos de don Manuel la preparación de un viaje que, a buen seguro, sólo puede traer fricciones y establecer cierta tirantez entre unas relaciones que no deberían empañarse por un proyecto semejante. Un proyecto que, además, carece de la más mínima preparación logística. Los peligros que arrostrarán serán inmensos, mientras que, por el contrario, las posibilidades de regresar airosos son prácticamente nulas.

—¿Creéis, por lo que deduzco, que vuestro rey está preocupado por el viaje que estamos preparando a las Molucas?

—Efectivamente, majestad. Don Manuel cree que el hecho de que dos traidores a su patria ofrezcan sus servicios a otro rey, despreciando la justa oferta que Portugal les hizo en su día, pone muy en peligro los proyectos conjuntos que nuestras dos naciones podrían llevar a cabo en el futuro.

Pese a su corta edad, Carlos no era tan incauto como para prestarse al embaucamiento del ladino diplomático. En realidad las palabras de éste le estaban poniendo en guardia contra sus insidias. No obstante, fingió que meditaba. Si Portugal ponía tan decidido empeño en que Magallanes no efectuara el viaje, era porque, contrariamente a lo que estaba asegurando su embajador, el viaje tenía una importancia excepcional.

—¿Creéis, por lo que veo, que las posibilidades de llegar a las Indias por el oeste son mínimas?

—Lo creo, majestad. Además, a don Manuel le causará un grave disgusto ver que, contra su real voluntad, un soberano amigo y pariente de su particular devoción, acepte los servicios de uno de sus súbditos. Algún cortesano intentará persuadirlo de que el hecho encierra una manifiesta hostilidad contra su persona, lo que puede entibiar una leal amistad... Debéis saber que, incluso en la propia España, muchos descontentos darán en esparcir sus censuras y críticas por ese confiar a extranjeros descubrimientos que muy bien pueden realizar los navegantes expertísimos y conquistadores gloriosos que tanto se prodigan en su propio solar.

Carlos de Gante escuchó la brillante exposición de los hechos del portugués sin inmutarse, pero estaba más decidido que nunca a llevar a cabo el proyecto. Sonrió al embajador con amabilidad.

—Os estoy muy agradecido por todo lo que me habéis expuesto, señor da Costa. Os prometo que estudiaré detenidamente el caso con mis consejeros. En breve os haré saber nuestra decisión. En caso de que nos decidiéramos a abandonar la planificación del viaje, me interesaría saber a qué proyectos os referíais y qué podríamos llevar a cabo conjuntamente.

El embajador fue cogido por sorpresa. No había en realidad ningún proyecto que hubieran planeado compartir con la Corona española, más bien al contrario, la política portuguesa estaba encaminada a conseguir que España no metiese sus narices en las Indias. El mercado de las especias había sido exclusivamente portugués hasta entonces, y así debía continuar.

—Hay varios proyectos que mi señor don Manuel está considerando y que no estoy autorizado a revelar. Sin duda, él mismo os informará de ellos cuando llegue el momento —dijo el embajador elusivamente.

—Estoy seguro de que lo hará —sonrió el joven rey.

Álvaro da Costa tenía muchos años de experiencia en el arte del fingimiento como para no darse cuenta de que había perdido la partida. El joven rey no se dejaba engañar ni amedrentar. Se limitaba a darle largas sin tener la mínima intención de reconsiderar siquiera el proyecto. Decidió quemar su último cartucho:

—Antes de retirarme quisiera hacer una última petición a vuestra católica majestad.

—Vuestra merced dirá —dijo el rey mirando de reojo a su tutor Adriano de Utrecht, que, a su lado, miraba imperturbable al portugués.

—He oído aseverar —mintió el embajador— que tanto Magallanes como Faleiro desean vivamente su regreso a Portugal, lo cual no han podido efectuar por impedírselo la corte española.

Antes de terminar la frase, el portugués notó que su dardo había dado plenamente en el blanco. Carlos de Gante se intranquilizó tan ostensiblemente que sus esfuerzos por ocultarlo hacían más evidente su desasosiego.

—Os aseguro —respondió el joven rey— que nadie ha forzado a nadie a venir a la corte española, ni mucho menos retenemos a nadie en contra de su voluntad.

—Estoy seguro de ello, majestad —dijo el embajador en un tono de voz que dejaba entrever claramente que creía todo lo contrario—. Sin embargo, quizá, para evitar suspicacias y en bien de ambas naciones, sería conveniente aplazar el viaje por lo menos un año.

Carlos I miró al embajador con ojos que comenzaban a ver claro. Ya que no podía evitar que España siguiera adelante con los preparativos, al menos intentaba retrasar la expedición.

—Bien, señor embajador, me parece razonable vuestra propuesta

—respondió con la más cándida de sus sonrisas—. Es mi deseo estrechar más y más las buenas relaciones entre ambas naciones, y como este asunto es superior a mis conocimientos os ruego que lo tratéis con el cardenal Utrecht, aquí presente.

Exponedle vuestras inquietudes por escrito, y muy pronto, os lo aseguro, tomaremos una decisión que satisfará a ambas partes. Os ruego que comuniquéis a vuestro soberano y próximo cuñado mío, don Manuel, mis más sinceros votos de amistad.

El embajador Álvaro da Costa salió de la sala de la audiencia con sensación de fracaso. Sabía que su escrito al cardenal Utrecht tardaría meses en ser examinado, apostillado y que finalmente sería archivado, condenado a perecer asfixiado por el polvo de los siglos.

No obstante, el diplomático no daba por perdida la guerra. Lo que acababa de librar era apenas la primera escaramuza. Quedaban muchas batallas por delante. Mientras se acomodaba en su carruaje pensaba ya en el siguiente paso que iba a dar. Tenía que encontrar el medio de retrasar el viaje lo más posible.

Había que poner trabas en el engranaje de la gran rueda que era la Casa de Contratación. Él conocía la persona o personas adecuadas. Todo era cuestión de poner un precio a «sus servicios».

El obispo Fonseca estaba preocupado. Entregar la flota a dos extranjeros, por mucho que hubieran tomado la nacionalidad española, era algo que le preocupaba.

—Creo, majestad, que no sería conveniente entregar toda la armada a dos portugueses —advirtió al joven monarca. En mi opinión, deberíamos nombrar a un tercer jefe con las mismas atribuciones que Magallanes y Faleiro. Algún hidalgo español, un cumplido caballero de altos merecimientos.

El joven rey meneó la cabeza.

—No puedo hacer eso, eminencia. En la capitulación sólo se menciona que se nombrará un factor y tesorero, un contador y unos escribanos. Designar ahora otro jefe causaría, sin duda desagrado a los capitanes generales. Podrían tomarlo como manifiesta prueba de desconfianza. De todas formas, ¿en quién habíais pensado?

—En mi sobrino Juan de Cartagena, mi señor. Es un hombre de probado valor en el campo de batalla y de una fidelidad ciega a la Corona.

—Lo pensaré, pero no os prometo nada.

Fonseca ocultó su disgusto ante la real negativa, pero aprovechó la coyuntura que le proporcionaba un escrito de su majestad a la Casa de Contratación, con arreglo al cual, Magallanes quedaba facultado para la elección de pilotos con un sueldo de veintitrés mil maravedíes.

—Sería interesante —dijo— que Magallanes llevara a Esteban Gomes como piloto mayor. Es, sin duda, uno de los pilotos más reputados del momento.

—Me parece muy acertado —asintió el rey—. Espero que no le tenga aversión por creer que le han suplantado en el mando de la expedición.

—Estoy seguro de que no tiene tal, mi señor.

El joven rey se levantó de la silla, cruzó su despacho y miró por la ventana.

—He pensado, eminencia, en ofrecer el hábito de Santiago a los dos capitanes generales. ¿Qué os parece?

El obispo Fonseca se sorprendió.

—La concesión del hábito de Santiago implica una renta de cincuenta mil maravedíes anuales a él o a sus herederos. Además, es el mayor honor que se le pueda conceder a un súbdito de su majestad. ¿No sería mejor quizás esperar el regreso de la expedición?

Sin embargo, el joven monarca no podía ocultar la inclinación y entusiasmo por la aventura.

—Estoy seguro de que regresarán con los barcos llenos de especias y de nuevos dominios para nuestra corona —dijo paseando impaciente por la habitación—. He decidido que la fecha de partida sea el próximo diciembre.

—¡EI próximo diciembre! —exclamó Fonseca—. Me parece sumamente difícil, majestad. Hay miles de cosas que preparar. Incluso los barcos hay que comprarlos, calafatearlos, contratar las tripulaciones, comprar provisiones para dos años, adquirir baratijas para los indígenas... ¡Tantas cosas!

—Ordenaré a Magallanes y Faleiro que pongan manos a la obra inmediatamente —dijo el rey contemplando el río Pisuerga, que fluía mansamente por los campos castellanos—. No quiero que mi futuro cuñado se me adelante...

La Casa de Contratación de las Indias, fundada en Sevilla por los Reyes Católicos, era el organismo en el que convergían, desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, los múltiples problemas creados por las empresas ultramarinas. A la Casa de Contratación acudían todos los días noticias de los extremos de la tierra entonces conocida. Naves cargadas de riquezas insospechadas llegaban con frecuencia a los muelles de Sevilla. Los adelantados de las tierras descubiertas enviaban a la Casa de Contratación sus informes y planos secretos. La Domus Indica, además de ser una cámara de comercio, era centro de estudio y reunión de los marinos y cosmógrafos más expertos del mundo. El establecimiento tenía, además del carácter de centro de enseñanza donde se cursaban las ciencias de observatorio, el de taller de instrumentos científicos. Los intrincados problemas planteados cada día por los descubrimientos eran estudiados por los oficiales de la Casa de Contratación, que tenían ante el Estado carácter de cuerpo consultivo.

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