Los navegantes (69 page)

Read Los navegantes Online

Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
13.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Por lo que hemos visto, creo que se puede decir que sí sabemos a qué atenernos —dijo Carquizano mesándose la barba—. Volvemos a la guerra sin cuartel.

El tiempo dio la razón al capitán castellano. Apenas se había difuminado en el horizonte la nave portuguesa rumbo a Malaca cuando Meneses envió una embajada a los castellanos conminándoles al abandono de las Molucas. Los embajadores llegaron en dos navíos acompañados de gran fuerza, con el evidente propósito de amedrentar a Carquizano.

Pero, aunque no consiguieron asustar al capitán castellano en lo más mínimo, sí lograron provocar la deserción de dos hombres, uno de ellos Soto, el que anteriormente intentara sublevarse contra Carquizano y que fue magnánimamente perdonado por éste.

Al día siguiente de la aparatosa llegada de los portugueses, Carquizano reunió a sus oficiales. —Bien, caballeros —dijo apoyándose en la mesa—, ¿cuál es vuestra opinión?

Urdaneta fue el primero en hablar, tras un encogimiento de hombros.

—Este Meneses parece decidido a acabar con nosotros. Habrá que demostrarle de alguna manera que no le será fácil conseguirlo.

—Estamos como al principio —comentó De la Torre—. Sólo que ahora tenemos muchos menos hombres y ellos tienen más. Si antes nos doblaban en número, ahora nos triplican.

Carquizano miró a los demás presentes esperando sus comentarios.

Hernando de Bustamante asintió.

—De la Torre tiene razón. El tiempo va mermando nuestras fuerzas, mientras que las de ellos aumentan sin cesar. Lo único que tienen que hacer es esperar que les manden más gente desde Malaca, mientras que nosotros no contamos con ninguna ayuda. Quizá deberíamos considerar la idea de llegar a un acuerdo con ellos.

—¿Capitular?

—Podrían darnos pasaje hasta Lisboa.

El alguacil general, Gonzalo de Campo, se levantó del taburete en el que estaba sentado.

—¡Me opongo tajantemente a tal propuesta! —dijo en tono alterado—.

Nuestras órdenes son claras: las islas Molucas pertenecen a la Corona castellana y son los portugueses los que tienen que irse. Tarde o temprano, nuestro rey enviará otra armada en nuestro auxilio; lo que tenemos que hacer es mandarles a ellos una embajada nuestra ordenándoles, en nombre del emperador, que se vayan de las Molucas.

Siguió a esta perorata de Gonzalo de Campo una acalorada discusión entre los presentes, que al fin Carquizano zanjó.

—He escuchado a todos —dijo—, y me inclino por seguir la idea de Gonzalo. Mañana enviaremos una embajada de tres personas a Meneses.

El nuevo alcalde de Ternate sonrió complacido cuando le anunciaron la llegada de tres embajadores castellanos. Era, sin duda, la respuesta a su embajada anterior.

Estaba dispuesto a ser magnánimo con las condiciones de rendición.

Cuando introdujeron en su despacho a los tres hombres, saludó con una sonrisa condescendiente y una ligera inclinación primero al que se presentó como Hernando de Bustamante, después al alguacil mayor, Gonzalo de Campo, y por fin a un jovenzuelo con la cara quemada, que dijo llamarse Andrés de Urdaneta.

—Bien, caballeros —dijo ampliando su sonrisa—. Tomen asiento. Espero que acepten un vaso de vino de Oporto. He traído unas barricas conmigo y nunca mejor que una ocasión como ésta para brindar por el futuro de nuestras dos naciones.

Gonzalo de Campo levantó una mano para interrumpirle.

—Me parece —dijo— que os equivocáis con respecto al motivo de nuestra visita. Creo entrever, por vuestra sonrisa de satisfacción, que suponéis que el motivo de que estemos aquí es la capitulación.

Los ojos de Meneses, algo cercanos ya de por sí, parecieron juntarse todavía más al oír al alguacil castellano.

—Pues siento deciros que estáis en un error —continuó Gonzalo de Campo mirando fijamente al portugués—. Hemos venido a exigiros, en nombre del emperador, que salgáis de las islas Molucas, puesto que pertenecen a Castilla por el Tratado de Tordesillas.

Según iba hablando el portavoz castellano, la boca de Meneses se abría incontroladamente. Por fin, con un gran esfuerzo, pareció recuperar el habla.

—Esto es inaudito —dijo—. ¿Tenéis la osadía de decirme, vosotros, un puñado de harapientos aventureros, que me vaya de un territorio que es nuestro por designación expresa del pontífice Alejandro VI...?

Andrés de Urdaneta le interrumpió:

—Nuestros científicos y navegantes demostraron en las reuniones habidas entre los dos países, a raíz de la vuelta de Elcano, que las Molucas están en el hemisferio que el Papa concedió a Castilla para su evangelización.

Meneses negó con la cabeza reiteradamente.

—Elcano no demostró nada. Sus mapas estaban equivocados. Todas las longitudes eran erróneas. Estas islas son nuestras.

La discusión se prolongó sin que ninguna de las dos partes, tal como había sucedido cuatro años atrás en las reuniones de Badajoz y Elvas, llegara a ningún acuerdo. Los emisarios castellanos consiguieron, sin embargo, algo en la reunión: imprimir en Meneses la idea de que estaban dispuestos a morir por sus ideas. El portugués pudo comprobar que no estaba viéndoselas con un grupo de aventureros, sino de gente al servicio del emperador dispuesta a defender lo que consideraba suyo.

Una vez se hubieron ido los embajadores, Jorge de Meneses tuvo tiempo de pensar en la situación. Era evidente que el tiempo jugaba a su favor, los castellanos eran cada vez más escasos y la posibilidad de que recibieran ayuda parecía remotísima. Quizá fuera mejor no arriesgarse y sencillamente esperar a que la fruta cayera de madura. Decidió reiterar la vigencia de la tregua acordada por su antecesor.

Andrés de Urdaneta contempló la nueva cabaña que había levantado con la ayuda de los hermanos de Maluka, una construcción típica de las islas hecha con cañas de bambú y cubierta con grandes hojas de palmera. Eran habitáculos que, evidentemente, no resistían los huracanes que de vez en cuando asolaban las islas, pero que tampoco llevaba mucho tiempo reconstruir.

La joven nativa se acercó a él y le pasó una mano por la cintura. Durante un rato, los dos contemplaron en silencio su hogar. Como otros marineros, Urdaneta había decidido vivir con la joven, sin que ello significara matrimonio bendecido por la Iglesia, o ni siquiera siguiendo los ritos de los indígenas. Por fin, Andrés fue el primero en romper el silencio. Su dominio del idioma había mejorado muchísimo con la ayuda de la nativa.

—¿Qué te parece nuestro hogar, Maluka?

—El más maravilloso del mundo —sonrió la joven—, siempre que estés tú en él.

—Trataré de estar la más posible, aunque, ya sabes, a veces tengo que hacer expediciones por las islas.

Una de las expediciones a que se refería Urdaneta no tardó en presentarse.

Carquizano había recibido noticias de Gilolo y no eran buenas. Mandó llamar al joven guipuzcoano al fuerte.

—He recibido noticias de que en Gilolo hay grandes desavenencias entre mi sobrino y Alonso de los Ríos —dijo preocupado—. Ha habido varias peleas entre los partidarios de uno y de otro en las que se ha llegado a verter sangre. Voy a convocarlos a los dos aquí y quiero que vayas tú y te quedes una temporada al mando del fuerte para poner paz.

—Bueno —dijo Urdaneta—, haré la que pueda...

Carquizano se levantó y dio una palmada en el hombro del guipuzcoano.

—Suerte, hijo.

Cuando Andrés de Urdaneta llegó a Gilolo se encontró que las desavenencias no eran ni tantas ni tan graves una vez que los dos cabecillas se fueron a Tidor. Se trataba más que nada de rencillas ocasionadas por los favores de algunas nativas.

Sin embargo, apenas solucionado esto, ocurrió algo que iba a alterar gravemente el
statu quo
de las islas.

—Llega un grupo de nativos —gritó el centinela desde lo alto de la torre—.

Parecen muy alterados.

Urdaneta salió de su despacho al oír los gritos. Efectivamente, un nutrido grupo de nativos se acercaba corriendo hacia el fuerte y, lo que era más preocupante, el rey de Gilolo, Quinchil, venía al frente de ellos.

—¿Qué habrá pasado? —comentó preocupado el comandante de la guarnición.

No tardaron en saberlo.

—¡Han matado a doce de los nuestros! —jadeó indignado el cabecilla nativo.

Urdaneta trató de calmarle.

—¿Quién?, ¿cómo ha ocurrido?

—¡Los portugueses!, ¡No teníamos que habernos fiado de las treguas! ¡El general de los castellanos nos dio su palabra de que no pasaría nada!, ¿cómo nos vamos a fiar de su palabra?, ¡nos tiene completamente desprotegidos!

El joven guipuzcoano no perdió mucho tiempo haciendo preguntas, sólo había una que importaba en ese momento.

—¿Dónde están los agresores?

El rey extendió el brazo indicando el sur de la isla.

—Allí. Aquel velero.

Efectivamente, a lo lejos se veía una vela que se dirigía a Ternate.

—Necesito un parao de treinta remeros para alcanzarles —dijo Urdaneta.

—Aquí cerca tenemos uno —exclamó el nativo—, yo iré contigo.

Poco después el parao, impulsado por sesenta fuertes brazos, volaba por encima de las aguas en calma. Y dos horas más tarde habían alcanzado al velero, que se desplazaba lentamente en una ausencia casi total de viento.

—Acercaos —dijo Urdaneta—, quiero hablar con ellos.

Pero cuando los nativos se apercibieron de las dos culebrinas que asomaban por la borda del barco portugués, dejaron de bogar y se negaron a seguir avanzando, manteniéndose a una distancia prudencial. El joven guipuzcoano miró a su alrededor y vio el temor reflejado en el rostro de los remeros.

—Muy bien —dijo incorporándose—. Iré sólo.

Urdaneta se lanzó al agua, y, ante la atónita mirada de unos y otros, avanzó con vigorosas brazadas hacia el barco portugués.

—¡Sois unos miserables asesinos! —les apostrofó cuando estuvo a escasos metros del bajel portugués—. ¡Habéis roto la tregua, así que ateneos a las consecuencias!

Los marineros lusitanos se quedaron sin habla ante la audacia de aquel joven. Por fin, uno de ellos, Do Santos, reaccionó y ofreció explicaciones un tanto incoherentes acerca de que no habían podido evitar las muertes, obra de los nativos de Ternate. Sin embargo, hubo otros que se rieron y amenazaron con hacer prácticas de tiro con él. Lentamente, Andrés de Urdaneta se alejó nadando sobre su espalda, dando la cara a sus adversarios.

—Vosotros lo habéis querido —les advirtió—, ahora que os he visto y sé quiénes sois, os aseguro que las consecuencias serán terribles.

Las amenazas de Urdaneta se convirtieron en realidad ocho días más tarde.

Un enviado del rey de Gilolo se acercó al fuerte de los castellanos, preguntando por Urdaneta.

—Los portugueses han organizado un gran convoy de paraos con provisiones —le dijo—. Saldrá de Ternate mañana por la mañana.

—¿Cuántos paraos? —preguntó Urdaneta.

El hombre le mostró las dos manos y dos dedos más.

—Doce —asintió Andrés—. ¿Y cuántos hombres?

El emisario se encogió de hombros, mostrándole las manos siete u ocho veces.

—Bien —dijo el guipuzcoano—, vamos a hablar con tu rey.

El viejo rey Quinchil estaba muy nervioso y con deseos de venganza.

—Tenemos que vengar la injuria —repetía sin cesar—, tenemos que vengar la injuria y matar muchos portugueses.

Urdaneta trató de calmarle.

—¿Cuántos hombres podemos reunir ahora mismo? —le preguntó.

El hombre quedó pensativo un momento, y por fin extendió los dedos de las manos doce veces.

—Ciento veinte —aprobó Andrés sacando un mapa de las islas—. Muy bien. Reúne todos los paraos que puedas. —Señaló un punto de la isla cerca del cual tenía que pasar la expedición lusa—. Les atacaremos aquí. Aprovecharemos las corrientes y la marea a nuestro favor para echarnos sobre ellos rápidamente.

¿Cuántos portugueses vienen?

El emisario que había traído la noticia levantó dos dedos.

—Éstos —dijo.

—Bien, nosotros iremos diez castellanos y bien armados. Les daremos una lección que no olvidarán.

A media mañana, todo estaba preparado. Ciento veinte nativos y diez castellanos se escondían tras un saliente rocoso en una veintena de paraos.

Desde lo alto de una colina un vigía escudriñaba el mar en espera de los portugueses. Por fin agitó los brazos indicando que el convoy estaba ya a la vista.

Al ver el movimiento de brazos del hombre, Urdaneta respiró profundamente, ya no había vuelta atrás. Sin pensarlo dos veces, dio la orden de ataque y los veinte paraos volaron sobre la superficie de unas aguas en calma impulsados por unos brazos deseosos de venganza.

Los portugueses no tuvieron opción. Cogidos casi desprevenidos, apenas tuvieron tiempo de defenderse contra un número muy superior de enemigos. Casi todos se entregaron. Incluso los dos portugueses encargados de la expedición prefirieron dejarse capturar sin disparar sus armas.

Conducidos a Gilolo, no obtuvieron clemencia. Quinchil mandó decapitar a todos los hombres de Ternate. A los dos portugueses los hicieron prisioneros, mientras que a los demás nativos de otras islas los tomaron como esclavos.

La indignación y furia de Meneses no tuvo límites al conocer tales hechos. Envió una nota de protesta a Carquizano responsabilizando del ataque a Urdaneta y reclamando un duro castigo contra él.

El noble temperamento del jefe castellano se sublevó al leer el comunicado portugués, en el que naturalmente se omitía el hecho de que ellos habían sido los primeros en romper la tregua y asesinar a unos pacíficos pescadores.

—Juro, por los clavos de Cristo, que este jovenzuelo pagará caro lo que ha hecho —exclamó enfurecido—. Yo mismo le colgaré de las almenas del fuerte.

¡Quién se ha creído que es, este crío!, pero, ¿es que está loco, o qué?, ¡atacar alegremente un convoy portugués y matar a cuarenta de ellos como si se tratara de un juego! ¡Ya le enseñaré yo a ese mocoso quién es el que da las órdenes aquí!,

¡juro por todos los santos que ésta será su última chiquillada!

Las amenazadoras palabras de su jefe no tardaron en llegar a oídos de Urdaneta. El valeroso joven conocía muy bien el carácter de Carquizano y le creía capaz muy bien de cumplir su palabra.

—Gracias por el aviso, padre —dijo al capellán Juan de Torres, que le había traído la noticia.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó el clérigo.

Other books

El incendio de Alejandría by Jean-Pierre Luminet
Dead on Cue by Deryn Lake
Double Cross by Stuart Gibbs
Breakaway by Rochelle Alers
Faraday 02 Network Virus by Michael Hillier
Forbidden Fruit by Ilsa Evans
The Lost Highway by David Adams Richards