Los navegantes (79 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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Castilla necesita personas como vos. Venid conmigo a Guatemala y os aseguro que pronto os hallaréis en posesión de grandes riquezas. Estoy planeando también armar otra expedición más adelante a China. Las posibilidades de inmensas fortunas en estas expediciones son inconmensurables.

Urdaneta lo sabía, aunque también sabía que las probabilidades de sobrevivir eran escasas. No obstante, la idea de nuevas aventuras le atraía como un imán. Encontraba la vida en su villa natal un tanto aburrida. Se había convertido en un simple escribano, y ahora que había terminado sus relatos, no le quedaba ni siquiera ese quehacer.

Había también otro motivo que le impulsaba como un resorte a buscar su futuro allende de los mares. Ninguna de las jóvenes con las que había crecido y jugado en su niñez le otorgaban su amistad, más bien le rehuían a la vista de sus cicatrices.

La despedida de Andrés de Urdaneta de sus padres e hija fue muy emotiva. Los ancianos sabían que sería muy difícil que volvieran a ver a su hijo de nuevo. Sin embargo, ambos se daban cuenta de que Andrés no era feliz en aquel ambiente plácido y sosegado, era evidente que necesitaba algo que llenara más su vida. Por otro lado, doña Gracia sentía una profunda amargura al ver que ninguna joven se atrevía a relacionarse con su hijo.

Pero fue, quizá, la joven Maika, o María de las Mercedes, como la llamaban ahora, la que más sintió la decisión de su padre. Sin embargo, las promesas de él de llevarla consigo cuando estuviera establecido supusieron un pronto consuelo en la mente de la joven.

—Pronto te vendré a buscar, hija. Te llevaré conmigo y viviremos en un gran palacio lleno de sirvientes.

—¿Cuándo será eso, papá?

—Pronto, hija. Ahora tienes que aprender todo lo que te enseñan tus tutores y convertirte en una joven de posición.

—¡Ya sé leer y escribir!, ¡la abuela dice que me va a enseñar a bordar!

—Sí, hija. Tienes que aprender eso y muchas otras cosas más.

La flota en que viajó Pedro de Alvarado salió de Sevilla en los últimos días de octubre de 1538. Con él viajaban, entre soldados, empleados y mujeres, más de cuatrocientas personas. Entre éstas se encontraban Martín de Islares, intrépido soldado y camarada de Urdaneta en el Moluco, y Juan Ochoa de Zavala, hijo de Ochoa de Zavala y Margarita de Urdaneta, su hermana.

El joven Juan, de diecisiete años, había podido convencer a sus padres para acompañar a su tío, tal como Andrés había hecho años atrás con Elcano.

La llegada de la expedición a Guatemala supuso un enorme acontecimiento, sobre todo porque Alvarado había embarcado a más de cien mujeres dispuestas a casarse con aquellos famosos conquistadores que tanto prestigio tenían en Castilla y que mucho se habían enriquecido. Se hicieron en el pueblo muchas fiestas y regocijos, y en su casa muchas danzas y bailes que duraron días y noches.

En uno de los saraos, una de las damas contemplaba la fiesta desde una terraza que tomaba la sala a lo largo. Desde su atalaya se podía vislumbrar a medio centenar de los famosos conquistadores con los que habían venido a casarse. No pudo reprimir el comentario que estaba en boca de todas.

—¡Por todos los santos!, ¿con estos viejos podridos nos hemos venido a casar? ¡Cásese quien quiera, que yo, por cierto, no me pienso casar con ninguno de ellos. Doilos al diablo, pues parece que escaparon del infierno según están estropeados! ¡Quien no es cojo es manco, al que tiene las dos orejas le falta un ojo, y al que tiene ojos le faltan orejas. Hay quien tiene media cara, y el mejor librado tiene la cara cruzada dos veces!

Era evidente que Urdaneta, quemado por la pólvora en dos ocasiones, se encontraba entre los que la dama se refería.

Pocos meses después de su llegada a Nueva España, se produjo un encuentro entre dos viejos conocidos. El alcalde de la ciudad de México, Miguel López de Legazpi, se hallaba en su despacho cuando le anunciaron la visita de un viejo paisano suyo, Andrés de Urdaneta.

—¡Andrés de Urdaneta! —repitió asombrado—. Hazle pasar inmediatamente.

Al entrar el de Villafranca, Legazpi salió a su encuentro con los brazos extendidos.

—¡Andrés!, ¡viejo bribón!

—¡Miguel! ¡Por todos los santos, qué bien te conservas!

—¡Así que tenemos aquí nada menos que al héroe de las Molucas!

—¡No me digas que tú también te has enterado de aquellas escaramuzas!

—¡Y quién no!, eres poco menos que un héroe nacional. Y ahora has venido a Nueva España...

—Sí, de la mano de Pedro de Alvarado.

—Un gran hombre. Sin duda harás fortuna con él. Ten cuidado, sin embargo, porque es un poco impulsivo.

—Lo sé. Tendré en cuenta tu consejo. Pero dime, Miguel, cuéntame algo de tu vida. Después de tantos años... La última vez que nos vimos éramos poco más que unos rapazuelos que le pedimos a Juan Sebastián Elcano que nos dejara embarcar con él.

—Así es —asintió Legazpi—, y tú lo conseguiste. Yo, en cambio, me tuve que quedar en tierra a causa de una enfermedad.

—Diecisiete años tenía yo. Tú, un poco menos.

—Quince exactamente.

Urdaneta miró con asombro la estancia.

—Y, por lo que veo, te ha ido muy bien: secretario del Cabildo, funcionario de la Casa de la Moneda y ahora alcalde de la capital...

—Veo que estás bien informado.

—No tanto. Cuéntame algo de tu vida. ¿Estás casado?

—Sí. Mi esposa se llama Isabel.

—¿Cuántos hijos tienes?

—Cuatro, de momento. Los mayores, Felipe y Juan, son ya unos mozos. No tardarán mucho en cumplir la edad que teníamos nosotros cuando fuimos a ver a Elcano en Guetaria... Pero, bueno —exclamó—, es hora de comer. Ven, te invito a mi casa, así conocerás a mi familia. Además, tienes que contarme todo sobre ti y tus andanzas.

En el año 1535, sitiado en Lima por los incas y en situación bastante apurada, Francisco Pizarro envió un aviso a Nueva España solicitando socorro a su paisano Hernán Cortés. Al recibo del aviso, Cortés, aunque por aquel entonces estaba desposeído del cargo de gobernador de los territorios conquistados por él, envió de su exclusiva cuenta los socorros pedidos a bordo de los navíos que salieron al año siguiente del puerto de Acapulco. Las naves iban al mando de Hernando de Grijalva, la
Santiago
, de 120 toneladas, y el patache
Trinidad
de 90 toneladas. En ellos, Cortés enviaba sesenta hombres de armas, diecisiete caballos, ballestas, cotas de malla, herraje y al mismo tiempo obsequios magníficos y abundantes, tales como vestidos de seda, ropa de martas, sitiales y almohadas de terciopelo.

Hernando de Grijalva, una vez llegado al puerto de Paita, pasó aviso a Pizarro de su llegada, pero Pizarro había vencido ya para entonces a sus enemigos y se hallaba en posesión de una inmensa fortuna. Tanto era así que devolvió los barcos a Cortés cargados de espléndidos regalos de oro y plata, aunque, eso sí, se quedó con los caballos y los pertrechos de guerra.

Hernando de Grijalva era un hombre ambicioso que creía que la diosa Fortuna le había sido esquiva hasta ese momento. Ahora, sin embargo, veía que la ocasión era inmejorable para alcanzar la fama. Ya en alta mar, propuso a los tripulantes de las dos embarcaciones dirigirse al oeste para descubrir nuevas tierras en el océano Pacífico.

—Es una ocasión única en nuestras vidas —les arengó—. Tenemos la oportunidad de descubrir nuevas islas o quizá un nuevo continente. Pensad en la fortuna que han amasado Hernán Cortés y sus oficiales. Mirad lo que han conseguido Pizarro y los suyos. ¿Por qué no hemos de hacer nosotros lo mismo?,

¿quién nos impide volver a Nueva España o a Castilla con el barco cargado de oro después de haber descubierto nuevos territorios?

El capitán de la
Trinidad
se negó en redondo.

—No estamos preparados para semejante empresa —exclamó—. Es una verdadera locura. Pueden pasar meses antes de tocar tierra. Yo me vuelvo a Acapulco. El que quiera venir conmigo que pase a mi nave.

Aproximadamente la mitad de la dotación de las naves se dejó convencer por las persuasivas palabras de Grijalva. La otra mitad se metió en el patache, que aproó hacia el norte, hacia Nueva España.

Una vez separadas las dos naves, la
Santiago
navegó durante cinco meses a la buena ventura sin lograr descubrir otra cosa que pequeñas islas deshabitadas.

Al cabo de ese tiempo, defraudado en sus anhelos, escaso de víveres, casi sin agua y con una embarcación destrozada por los elementos, Grijalva tomó la dolorosa decisión de volver atrás. En aquellas condiciones era imposible seguir adelante.

La ración diaria consistía en seis onzas de galleta carcomida por los gusanos con unos sorbos de agua putrefacta. La mortandad entre la tripulación alcanzó enormes proporciones.

Sin embargo, cuando estaban a punto de dar la vuelta, sobrevino la muerte del piloto, con lo que los supervivientes perdieron sus últimas esperanzas de alcanzar las costas de Nueva España.

Sólo quedaba una solución; aproar a las Molucas. La nao continuó navegando todavía otros cuatro meses más, completamente desarbolada, con dos mástiles rotos y con una tripulación sin fuerzas para arriar las velas.

A los nueve meses de navegación errática y zigzagueante murió Grijalva.

Su cadáver fue arrojado por la borda sin que nadie prestara mucha atención a la sangre que todavía manaba de la herida que presentaba en la espalda.

Diez meses después de su salida de Paita, la
Santiago
avistó las islas Papúas, pero la pérdida de un ancla impidió el fondeo. Con la escasa tripulación completamente exhausta, era imposible arriar el bote. Los supervivientes decidieron seguir hasta una isla que se divisaba en la lejanía, y dos días más tarde alcanzaron la isla de Meumcum, donde, por fin, encontraron una playa de fina arena en la que dejaron que la nave embarrancara.

Para entonces, la tripulación de una docena de esqueletos vivientes era incapaz de mantenerse en pie.

Los nativos, que no podían creer en su buena suerte, capturaron a los supervivientes y los convirtieron en esclavos.

El virrey de Nueva España, don Antonio de Mendoza, era un hombre de mediana edad, y porte espléndido. Lucía una cuidada perilla y un increíble bigote puntiagudo. Hombre ambicioso, ponía todo su empeño en conseguir nuevas tierras para la Corona de Castilla. Su amigo el obispo de México Juan de Zumárraga coincidía en la mayoría de sus puntos de vista, aunque con la salvedad de que el obispo veía en estas expediciones un motivo para salvar almas de herejes, que de otra manera se condenarían irremediablemente, mientras que don Antonio se preocupaba más por aumentar su poder y riqueza.

—Creo que ya va siendo hora de que pongamos manos a la obra para preparar otra expedición hacia el Pacífico —comentó el Virrey.

—¿Queréis decir la de Pedro de Alvarado?

—Sí, claro. En cada carta el rey insiste en que debemos descubrir nuevas tierras allende del Pacífico.

Su ilustrísima asintió.

—Yo creo que su majestad no termina de digerir la pérdida de las Molucas.

—Pues fue él quien las vendió.

—Sí, pero creo que no tardó mucho en arrepentirse. Las especias que Portugal consigue de esas islas valen verdaderas fortunas.

Mendoza se acarició la perilla.

—Tiene que haber, sin duda, tierras tan ricas como ellas por aquellos lares.

—El archipiélago que descubrió Magallanes dicen que es riquísimo.

—Y más al sur hay tierras que avistó la
Florida
en uno de sus fallidos intentos de vuelta.

El obispo Zumárraga se revolvió en la repujada silla de madera.

—Sería una gloria para Castilla poder atraer al redil de la Iglesia a tanta oveja descarriada.

El virrey carraspeó.

—Y tampoco le vendría mal a las arcas de la Corona un poco del oro que está esperando ser recogido por aquellas islas.

—El problema —dijo el obispo preocupado— es la vuelta. Todavía no ha conseguido nadie volver de allá. Primero fue la
Trinidad
de Espinosa; después la
Florida
en dos ocasiones.

—Y me temo que Grijalva no haya tenido mejor suerte. Hace ya dos años que se le vio por última vez.

—Pues no perdamos más tiempo y empecemos a preparar una gran escuadra. La más grande que haya cruzado los mares del Sur. Pienso aderezar seis navíos con medio millar de hombres.

El virrey paseó por la estancia con las manos en la espalda y se detuvo ante el gran ventanal que daba a la bahía de Acapulco.

—Necesitamos a un cosmógrafo o piloto que conozca aquellos mares.

Alguien que haya estado allí.

—¿Estáis pensando en alguien en especial?

El virrey asintió.

—Un joven intrépido, paisano vuestro, Andrés de Urdaneta. He oído cosas increíbles de él.

—¿Uno que tiene la cara quemada?

—Sí, estuvo cerca de ocho años en las Molucas luchando contra los portugueses. Además, dicen que es un gran cosmógrafo.

—¿Y le habéis pedido que vaya?

Mendoza asintió.

—Se lo he pedido, pero insiste en que las Molucas pertenecen al rey de Portugal.

—Pero no se trata de ir a las Molucas, sino del archipiélago descubierto por Magallanes...

—Insiste en que toda esa área geográfica cae dentro de la jurisdicción portuguesa.

—¿Y se niega a ir?

—Se niega rotundamente.

—Pues es una pena. Alguna persona así nos vendría muy bien para este viaje.

El virrey se volvió a atusar el bigote.

—Y hablando de personas, ¿qué os parece Alvarado para una expedición semejante?

El obispo se acarició el mentón.

—Pues ahora que lo mencionáis..., no estoy demasiado seguro de que sea la persona indicada. Es un tanto impulsivo, y en un viaje de exploración como éste quizá sería interesante poner al frente a alguien más cabal y templado.

Mendoza asintió lentamente.

—Estaba pensando en Villalobos. ¿Lo conocéis?

—Ruy López de Villalobos, claro que lo conozco, un experto navegante.

Una persona muy apropiada para la empresa.

—Pues estoy pensando seriamente en nombrarle a él capitán general de la expedición.

Aunque a Pedro de Alvarado le sentó muy mal la decisión del virrey de Nueva España, un hecho extraño aunque no insólito cambió de momento su estado de ánimo y la meta de sus aspiraciones.

El capitán Cristóbal de Oñate, gobernador de Nueva Galicia, sabedor de la presencia de Alvarado en tierras mexicanas, envió a llamarle con toda urgencia.

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