Read Los niños del agua Online
Authors: Charles Kingsley
No obstante, Tom era muy feliz en el agua. Había sido tristemente explotado en el mundo de la tierra, de modo que, desde entonces y para compensarlo, durante mucho, mucho tiempo, todo lo que tuvo fueron unas vacaciones en el mundo del agua. Ahora no tenía nada que hacer, salvo disfrutar y observar todas las cosas bonitas que hay que ver en el fresco y transparente mundo del agua, donde el sol nunca calienta excesivamente y nunca hace demasiado frío.
Y ¿de qué vivía? De berros de agua, quizás, o puede que de gachas de agua y leche de agua. Demasiados niños de la tierra hacen lo mismo. Pero no sabemos lo que come ni una undécima parte de seres del agua, así que no somos responsables de los niños del agua.
A veces Tom se acercaba a los caminitos de suave gravilla junto al río, observando a los grillos que entraban y salían entre las piedras, igual que los conejos en la tierra, o trepaba a los salientes de las rocas y contemplaba los tubos de arena flotando a miles, cada uno de ellos con una bonita cabecita y con sus patitas asomándose; o se detenía en una esquina tranquila y miraba cómo las larvas de frigánea comían palitos, con la misma avidez con la que tú te comerías un pudín de ciruelas, y cómo construían sus casas con seda y cola. Eran unas señoritas muy caprichosas, no había día que no cambiaran de material. Una empezaba con algunos guijarros, luego pegaba un trozo de madera verde, luego encontraba una concha y también la pegaba, y la pobre concha estaba viva y no le gustaba en absoluto que se la llevaran para construir casas con ella. Pero la larva de frigánea no le dejaba opinar sobre el asunto, siendo grosera y egoísta como suele ser la gente vanidosa. Después pegaba un trozo de madera podrida, luego una piedra rosa muy elegante y así sucesivamente hasta que quedaba toda llena de parches, igual que el abrigo de un irlandés. A continuación encontraba una pajita alargada —cinco veces más larga que ella— y decía: «¡Hurra! Mi hermana tiene cola y yo también voy a tener una». Se la cargaba a sus espaldas y desfilaba con ella muy orgullosa, a pesar de que, en realidad, era muy poco práctica. Al final, las colas se pusieron muy de moda entre los cebos de larvas de frigánea de ese remanso y el pasado mayo también triunfaron en el extremo del Gran Estanque.
Todas ellas andaban tambaleándose con unas pajitas alargadas que sobresalían de su espalda, entremetiéndoseles en las patitas y cayendo unas encima de otras, haciendo tal ridículo que Tom lloró de risa, igual que nosotros. Pero, verás, tenían bastante razón, pues la gente siempre tiene que ir a la moda, aunque eso implique llevar spoon-bonnets.
Luego, a veces, nadaba hasta un tramo profundo y tranquilo y se ponía a observar los bosques del agua. A ti te habrían parecido sólo unos pequeños hierbajos: pero recuerda que Tom era tan pequeñito que todo le parecía cien veces más grande que él, como te pasa a ti o como le pasa a un pececillo que ve y atrapa las minúsculas criaturas del agua que tú solamente puedes ver a través del microscopio.
En el bosque del agua descubrió a los monos de agua y a las ardillas de agua que tenían seis patas (casi todo en el agua tiene seis patas salvo los tritones y los niños del agua) y, que corrían por entre las ramas con mucha agilidad. También había miles de flores acuáticas y Tom intentaba cogerlas; pero en cuanto las tocaba, se cerraban y se convertían en puñados de gelatina. Entonces, Tom advirtió que todas las cosas estaban vivas —las campanas, las estrellas, las ruedas, las flores de todas las formas y colores—, y que se movían, igual que él. Ahora se dio cuenta de que había muchísimas más cosas en el mundo de lo que le había parecido a primera vista.
También se fijó en un tipo pequeñito y maravilloso que se asomaba por la parte superior de una casa construida con ladrillos redondos. Tenía dos grandes ruedas y una pequeña cubierta con dientes que daban vueltas y más vueltas, como las ruedas de una trilladora. Tom se quedó quieto y lo miró fijamente, para ver qué iba a hacer con su maquinaria. ¿Qué crees que hacía? Fabricaba ladrillos. Con sus dos grandes ruedas barría todo el lodo que flotaba en el agua: separaba lo que era bueno, se lo metía en el estómago y se lo comía; y embutía todo el lodo en la pequeña rueda del pecho, que en realidad era un agujero redondo cubierto con dientes. Luego lo hacía girar hasta convertirlo en un ladrillo compacto, duro y redondo, y después lo cogía, lo pegaba encima del muro de su casa y se ponía a trabajar para fabricar otro. Y bien, ¿era un tipejo inteligente o no?
Tom pensaba que sí; pero, cuando quiso hablar con él, el ladrillero estaba demasiado ocupado y orgulloso de su trabajo como para hacerle caso.
Pues bien, tienes que saber que todos los seres que viven debajo del agua hablan, sólo que no el mismo idioma que nosotros, aunque sí el mismo con el que los caballos, los perros, las vacas y los pájaros charlan entre ellos. Tom pronto aprendió a entenderlos y a hablar con ellos, así que habría disfrutado de una compañía muy agradable sólo con ser un buen chico. Pero siento tener que decir que él también era como otros chiquillos a quienes les gusta mucho cazar y atormentar a las criaturas simplemente por diversión. Hay quien dice que los chicos no lo pueden evitar, que es su naturaleza y que únicamente es la prueba de que todos descendemos originalmente de los animales de rapiña. Pero tanto si es su naturaleza como si no, los chiquillos sí que lo pueden evitar y deben hacerlo. Pues si, por naturaleza, sufren unas tendencias pícaras, bajas y maliciosas, ésa no es razón para que tengan que ceder ante esa conducta típica de los monos, que no saben hacerlo mejor. Por lo tanto, no deben atormentar a las criaturas bobas, porque, si lo hacen, seguro que vendrá cierta anciana y les dará exactamente lo que se merecen.
Sin embargo, eso no lo sabía Tom y, lamentablemente, picoteó y enterró a los pobres animalitos del agua hasta que todos le tuvieron miedo y empezaron a apartarse de él o a arrastrarse hasta sus conchas. Así pues, Tom no tenía a nadie con quien hablar ni jugar.
Claro, a las hadas del agua les dio mucha lástima verlo tan triste y desearon cogerlo, decirle lo malo que era, enseñarle a ser bueno y también a jugar y retozar con él; pero lo tenían prohibido. Tom tenía que aprender la lección por sí solo, a través de la dura y áspera experiencia, como muchos otros bobos, a pesar de que dentro siempre tengan un buen corazón con ansias de imponerse y de enseñarles lo que únicamente ellos mismos pueden aprender.
Finalmente, un día encontró la casa de una larva de frigánea y quiso que ésta se asomara; pero la puerta estaba cerrada. Nunca había visto una larva de frigánea con la puerta de su casa cerrada. Así que, ¿qué esperabas que hiciera un chiquillo entrometido como él, sino abrirla para ver lo que la pobre dama hacía dentro? ¡Qué desgracia! ¿Qué te parecería si alguien irrumpiera en tu dormitorio para comprobar qué aspecto tienes cuando estás en la cama? De modo que el pobre Tom dejó hecha añicos la puerta, que era una pequeña rejilla de seda hermosísima, cubierta con brillantes pedazos de cristal, y cuando miró dentro, la larva de frigánea sacó la cabeza, que había tomado ni más ni menos que la forma de la cabeza de un pájaro. Pero cuando Tom le habló, no pudo contestar, pues su boca y su cara estaban bien encerradas en un nuevo gorro de dormir de una fantástica piel de color rosa. Sin embargo, si bien ella no contestó, las demás larvas de frigánea sí lo hicieron, ya que asomaron sus manitas y chillaron como los gatos de Struw-welpeter: «¡Eh, tú, mocoso inmundo y horrible, otra vez haciendo de las tuyas! Ella se había metido en la cama para dormir quince días y luego habría salido con unas alas muy bonitas, se habría echado a volar y ¡menudos huevos habría puesto! Y ahora le has roto la puerta y ya no la podrá arreglar, porque su boca estará cerrada durante quince días, y se morirá. ¿Quién te ha mandado venir aquí para que nos hagas la vida imposible?».
Así que Tom se fue nadando. Estaba muy avergonzado de sí mismo y se sentía fatal, como los chiquillos que han hecho algo malo y no lo reconocen.
Entonces llegó a un pequeño remanso lleno de truchas y empezó a atormentarlas y a tratar de pescarlas, pero se le resbalaban entre los dedos y salían saltando sin dejar rastro, aterrorizadas. Al perseguirlas, fue a parar a una gran roca oscura bajo la raíz de un aliso, y una inmensa y vieja trucha marrón (con un tamaño diez veces mayor que el suyo) salió disparada directamente hacia él, salpicándolo todo, y lo dejó sin aliento. No sé cuál de los dos se asustó más.
Después Tom prosiguió, enfurruñado y solo, tal como se merecía, y en un bajío descubrió a una criatura sucia y muy fea. Estaba quieta, tenía más o menos la mitad de su tamaño y también contaba con seis patas, una gran barriga y una cabeza muy ridicula, con dos ojos grandes y cara de mono.
—¡Tjy —dijo Tom—, mira que eres feo! —Y empezó a hacerle muecas, acercó mucho la nariz y lo saludó, como los chicos maleducados.
Y entonces... ¡sorpresa! La cara de mono del animalito salió al instante, alargó un brazo que tenía un par de pinzas en la punta y agarró a Tom por la nariz. A éste no le dolió demasiado, aunque lo sujetaba con fuerza.
—¡Uy, uy, uy! ¡Ay, déjame! —gritó Tom.
—Pues entonces, déjame tú a mí —dijo la criatura—. Quiero estar tranquilo. Quiero salir.
Tom le prometió dejarlo en paz y lo soltó.
—¿Por qué quieres salir? —preguntó Tom.
—Porque todos mis hermanos y hermanas han salido y se han convertido en unas criaturas aladas preciosas. Y por eso yo también quiero salir. No hables conmigo. Estoy seguro de que voy a salir. ¡Voy a salir!
Tom se quedó quieto y lo observó. Se hinchó, se abultó, se estiró con rigidez y, finalmente —crac, paf, bang— se le abrió la espalda hasta abajo del todo y luego hasta la punta de la cabeza.
Del interior surgió una criatura esbelta, elegante y suave, igual de suave y tersa que Tom, pero muy pálida y débil, como un niño que ha estado enfermo durante mucho tiempo en una habitación oscura. Movió las patas muy débilmente y miró a su alrededor, medio avergonzado, como una niña que entra por primera vez en un salón de baile. Luego empezó a subir lentamente por el tallo de una hierba hasta la superficie del agua.
Tom se asombró tanto que no pronunció ni una palabra, sino que se quedó mirando con los ojos muy abiertos, y también subió a la superficie del agua para ver lo que iba a pasar.
Cuando la criatura se sentó bajo un sol cálido y brillante, súbitamente experimentó un cambio maravilloso. Se hizo fuerte y firme, y empezaron a aparecerle por el cuerpo los colores y las formas más hermosos: azules, amarillos y negros; manchas, rayas y anillos. De la espalda le salieron cuatro grandes alas de gasa brillante y marrón, y los ojos se le engrandecieron tanto que le abarcaron toda la cabeza y relucían como diez mil diamantes.
—¡Oh, qué criatura más bonita eres! —exclamó Tom, y alargó la mano para cogerla.
Pero el animalito se elevó en el aire —las alas le zumbaban—, se quedó suspendido un instante y luego descendió hacia Tom, sin miedo.
—¡No! —dijo—, no me puedes pillar. Ahora soy una libélula, la reina de las moscas, y bailaré al sol, planearé sobre el río, cazaré mosquitos y tendré una mujer tan hermosa como yo. Ya sé lo que haré. ¡Hurra! —Y se alejó volando por los aires y empezó a cazar mosquitos.
—¡Eh, tú, criatura hermosa, vuelve, vuelve! —gritó Tom—. No tengo a nadie con quien jugar y aquí estoy muy solo. Si vuelves, no voy a intentar atraparte.
—Me da lo mismo tanto si lo haces como si no —respondió la libélula—, porque ya no puedes. Pero cuando haya cenado y haya echado una ojeada a este bonito lugar, volveré y charlaré contigo sobre todo lo que haya visto en mis viajes. ¡Caray, qué árbol más grande y qué hojas más grandes tiene!
No era más que una gran acedera; pero, verás, la libélula no había visto más que árboles del agua pequeñitos, ámelos, ranúnculos acuáticos y cosas así, de modo que le pareció muy grande. Además, era muy miope, igual que todas las libélulas, y no veía a más de un metro de sus narices, como muchísimos otros que no son ni la mitad de guapos.
Después, la libélula regresó y se puso a charlar animadamente con Tom. Era un poco engreída por sus hermosos colores y sus grandes alas. Pero, verás, había sido una pobre criatura sucia y fea toda su vida, así que tenía buenas excusas con las que justificarse. Le encantaba hablar de las cosas maravillosas que había visto en los árboles y los prados, y a Tom le gustaba escucharla, pues lo había olvidado todo acerca de ellos. De modo que, en poco tiempo, se hicieron buenos amigos.
Estoy muy contento de poder decir que aquel día Tom aprendió tan bien la lección que durante mucho tiempo ya no atormentó a las criaturas. En adelante, las larvas de frigánea se volvieron bastante dóciles y solían contarle historias extrañas sobre cómo construían sus casas y cómo mudaban la piel y al final se convertían en moscas aladas, hasta que Tom empezó a desear mudar la piel algún día y tener alas, igual que ellas.
Y las truchas y él se reconciliaron (pues las truchas muy pronto se olvidan de que las han asustado y les han hecho daño). De manera que Tom solía jugar con ellas al ratón y el gato, y se lo pasaban en grande. Intentaba saltar desde el agua, boca arriba, como hacían ellas, antes de que cayera un chaparrón; pero no sé por qué, nunca le salía bien. Sin embargo, le encantaba ver cómo saltaban hacia la mosca artificial cuando nadaban, dando vueltas y más vueltas, bajo la sombra del gran roble, donde los escarabajos se desplomaban sobre el agua y las orugas verdes se descolgaban por cuerdas de seda desde las ranias, sin ningún motivo. Luego, las muy bobas cambiaban de opinión, también sin ningún motivo, y se rescataban a sí mismas árbol arriba, enrollando la cuerda en forma de bola entre sus patitas. Se trata de un número de funámbulo muy peligroso que ni Blondin ni Leotard sabrían hacer; sin embargo, nadie sabe por qué las orugas tienen que complicarse tanto, pues no pueden ganarse la vida, como Blondin y Leotard, intentando romperse la crisma sobre una cuerda.
Muy a menudo, Tom las asía justo cuando iban a tocar el agua. También cazaba las moscas siálidas, frigáneas, moscas de pesca y cachipollas adultas de cola levantada, amarillas, marrones, granates y grises, y se las ofrecía a sus amigas las truchas. Puede que no fuera muy amable con las moscas, pero uno tiene que hacer un buen favor a sus amigos siempre que pueda.
Al final, incluso dejó de cazar moscas, pues conoció a una por casualidad y le pareció una criaturita muy alegre. Así fue cómo ocurrió, es la pura verdad.