Los niños del Brasil (3 page)

Read Los niños del Brasil Online

Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Los niños del Brasil
4.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sonrieron, encogiéndose de hombros.

—Cada uno de ustedes será responsable de los elegidos de uno o de dos países. Tendrán que cumplir de trece a dieciocho misiones cada uno, pero algunos habrán muerto ya por causas naturales. Tienen 65 años. No obstante, la mayoría vivirán aún, ya que a los 52 años gozaban de excelente salud y no mostraban signos de trastornos incipientes.

—¿Todos tienen 65? —preguntó Hessen, con aspecto perplejo.

—Casi todos —respondió el hombre de blanco—. Es decir, los tendrán cuando se aproxime la fecha. Algunos tendrán un año o dos de más o de menos. —Hizo a un lado el papel donde había leído los países y los números, y recogió las otras nueve o diez páginas—. Las direcciones —explicó— son las que tenían en 1961 y 1962, pero no les costará ningún trabajo localizarlos actualmente. Lo más probable es que la mayoría sigan viviendo donde antes. Son personas estables, con familia, en su mayoría funcionarios: inspectores fiscales, directores de escuelas, cosas semejantes; personas de relativa autoridad.

—¿También tienen en común esas condiciones? —preguntó Schwimmer.

El hombre de blanco asintió con un gesto.

—Un grupo notablemente homogéneo —señaló Hessen—. ¿Son los miembros de otra organización que se opone a la nuestra?

—Esos hombres ni siquiera se conocen entre ellos, ni nos conocen a nosotros —declaró el hombre de blanco—. Por lo menos, es lo que yo espero.

—Si tienen 65 años, en este momento estarán jubilados, ¿no es verdad? —preguntó Kleist, mientras su ojo de cristal miraba hacia otro lado.

—Sí, es probable que la mayoría estén jubilados —asintió el hombre de blanco—. Pero si se han mudado, podéis estar seguros de que se habrán preocupado de dejar su nueva dirección. Schwimmer, tú vas a Inglaterra. Trece, el número más pequeño. —Entregó a Kleist una hoja mecanografiada para que se la pasara a Schwimmer—. Esto no significa desconfiar de tu capacidad —sonrió, dirigiéndose a Schwimmer—. Por el contrario, significa reconocerla. Tengo entendido que puedes convertirte en un inglés de quien no sospecharía ni la propia reina.

—Sí que sabe usted cómo halagarle a uno, amigo —articuló Schwimmer en inglés de Oxford, mientras se acariciaba el bigote de color arena y estudiaba la hoja. En realidad, esa buena señora no es tan despierta.

El hombre de blanco sonrió.

—Ese don muy bien puede resultarte útil —dijo—, aunque tu nueva identidad, lo mismo que la de los demás, es la de un súbdito alemán. Como se supone que sois viajantes de comercio, es posible que entre una misión y otra tengáis tiempo para descubrir a la hija de algún agricultor. —Miró la hoja siguiente—. Farnbach, tú irás a Suecia —pasó la hoja hacia su derecha—, y tendrás catorce clientes para tu estupenda mercancía importada.

Farnbach recibió la hoja y se inclinó hacia delante, frunciendo el ceño.

—Todos ellos son antiguos funcionarios —dijo—, ¿y al matarlos cumplimos el destino de la raza aria?

El hombre de blanco le miró durante un momento.

—¿Qué ha sido eso, una afirmación o una pregunta, Farnbach? —interrogó—. Al final me ha sonado un poco a pregunta, y si es así, me sorprende. Porque tú, como todos los otros, has sido elegido para esta operación sobre la base de una obediencia absoluta, al mismo tiempo que por tus otras condiciones y capacidades.

Farnbach se recostó en su asiento; con los gruesos labios cerrados, respiraba con agitación y tenía el rostro arrebatado.

El hombre de blanco volvió a mirar las hojas que tenía en la mano.

—No, Farnbach, estoy seguro de que era una afirmación —continuó—, y en ese caso tengo una pequeña corrección que hacer: al matarlos
preparan el camino
para la realización del destino, etcétera. Eso llegará; no en abril de 1977, cuando muera el último de los 94 hombres, sino en su momento. Limítense a obedecer a las órdenes. Traunsteiner, a ti te corresponde Noruega y Dinamarca —le entregó las hojas—. Diez en una, seis en la otra.

Traunsteiner recibió las hojas. Su rostro cuadrado era una hosca demostración de obediencia absoluta.

—Holanda y la parte superior de Alemania —continuó el hombre de blanco— son para el sargento Kleist. Otra vez dieciséis, ocho y ocho.

—Gracias,
Herr Doktor
.

—Los ocho que hay en Alemania meridional y los nueve de Austria hacen diecisiete para el sargento Mundt.

Mundt, de rostro redondo y cabeza afeitada, con gruesas gafas, sonrió mientras alargaba la mano para recibir las hojas.

—Cuando llegue a Austria —anunció— me ocuparé de Yakov Liebermann, ya que estoy allí.

Traunsteiner, mientras le pasaba las hojas, le sonrió con sus dientes de oro.

—De Yakov Liebermann —anunció el hombre de blanco— se han ocupado ya el tiempo y la mala salud, y la quiebra del Banco donde guardaba su dinero judío. En este momento no anda en persecución de nosotros, sino de conseguir asistentes para sus conferencias. Olvídate de él.

—Claro, si no estaba más que bromeando —respondió Mundt.

—Pues yo no. Para la Policía y para la Prensa, Liebermann no es más que un viejo aburrido y fastidioso con un archivo lleno de fantasmas; si lo matas, lo más probable es que lo conviertas en un héroe olvidado, que aún tenía enemigos a quienes hay que echar el guante.

—Yo jamás he tenido noticias del maldito judío.

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo.

Los hombres se rieron.

El hombre de blanco entregó el último par de hojas a Hessen.

—Para ti hay dieciocho —le dijo, sonriendo—. Doce en los Estados Unidos y seis en Canadá. Cuento con que te muestres digno hermano de tu hermano.

—Pues lo soy, ya verá usted que lo soy —afirmó Hessen mientras levantaba su cabeza plateada, de rasgos agudos y orgullosos.

El hombre de blanco paseó su mirada por el auditorio.

—Ya les he dicho —empezó— que los hombres han de morir en la fecha que figura al lado de sus nombres, más o menos. «En» es mejor que «más o menos», por supuesto, pero sólo ligeramente. Una semana más o menos no dará por resultado una diferencia real, e incluso un mes puede ser aceptable si tenéis razones para pensar que así la misión resultará menos arriesgada. En cuanto a los métodos, quedan a su propia elección, siempre y cuando sean variados y no hagan pensar en premeditación alguna. En ninguno de los países las autoridades deben sospechar que se está llevando a cabo una operación. Eso no ha de resultarles difícil. Tengan presente que se trata de hombres de 65 años, que la vista les falla, sus reflejos son lentos, su fuerza ha disminuido. Es probable que no sean buenos conductores y que atraviesen descuidadamente las calles, que sean propensos a caerse, o ser atacados y robados. Hay docenas de maneras para matar a personas de ese tipo sin llamar indebidamente la atención, y confío en que ustedes las encontrarán —sonrió.

—Si esa parece la mejor manera de llevar a cabo la misión, ¿podemos contratar a alguien para que se haga cargo de ella o colabore? —quiso saber Kleist.

El hombre de blanco separó ambas manos en un gesto de sorpresa.

—Todos ustedes son hombres sensatos y juiciosos —señaló— y por eso los hemos elegido. Hagan el trabajo en la forma que consideren que debe hacerse. Mientras estos hombres mueran en el momento indicado y las autoridades no sospechen que se trata de una operación, tienen total libertad de acción. —Levantó un dedo—. No, no es tan total, lo siento. Hay una condición, y es muy importante. No queremos que los parientes intervengan, ni como víctimas en ningún tipo de accidente, ni como cómplices; pienso en alguna esposa joven que pudiera estar dispuesta a una aventura romántica. Repito: los familiares no han de intervenir de ninguna manera, y en el caso de valerse de cómplices, deben ser de fuera.

—¿Y por qué hemos de necesitar cómplices? —preguntó Traunsteiner.

—Nunca se sabe con qué obstáculos puede uno tropezar —respondió Kleist.

—Yo he viajado por toda Austria —comentó Mundt, mientras miraba una de sus hojas—, y aquí hay lugares de los que jamás he oído hablar.

—Sí —se quejó Farnbach, que también miraba su única hoja—, también yo conozco Suecia, pero nunca he oído mencionar nada que se llamara «Rasbo».

—Es un pueblecito a unos quince kilómetros al noroeste de Upsala —aclaró el hombre de blanco—. Es donde está Bertin Hedin, ¿no? Es el jefe de Correos.

Farnbach le miró, enarcando las cejas.

El hombre de blanco le devolvió la mirada, sonriendo pacientemente.

Y dar muerte al jefe de Correos Hedin —dijo— es una misión tan importante…, corrijo, tan sagrada como les dije que era. Vamos, Farnbach, espero que seas el estupendo soldado que fuiste siempre.

Farnbach se encogió de hombros y volvió a mirar su papel.

—Usted es… el doctor —dijo.

—Exactamente —asintió el hombre de blanco, sin dejar de sonreír, mientras se volvía nuevamente a su cartera.

—Éste sí que suena bien: «Kankakee» —comentó Hessen, mientras miraba sus papeles.

—En las afueras de Chicago —explicó el hombre de blanco, que sostenía entre sus manos abiertas unos sobres de color marrón sacados de la cartera: media docena de sobres grandes y llenos, cada uno con un nombre en un ángulo:
Cabral, Carreras, De Lima
. Los arrojó sobre la mesa, y alguien consiguió rescatar una copa de coñac bajo el pequeño alud.

—Lo siento —se disculpó el hombre de blanco mientras volvía a sentarse. Con un gesto, indicó que fueran distribuidos los sobres, y se quitó las gafas—. No los abran aquí —dijo, mientras se frotaba y se pellizcaba la nariz—. Esta mañana he verificado todo personalmente. Pasaportes alemanes con sello de entrada en el Brasil y el correspondiente visado, permisos de trabajo, permisos de conducir, papel de cartas timbrado; todo está ahí. Cuando vuelvan a sus habitaciones, practiquen las firmas y firmen todo lo que sea necesario. Tienen también ahí los pasajes aéreos, y un poco de dinero en efectivo de los países de destino, por valor de unos miles de cruceiros.

—¿Y los diamantes? —preguntó Kleist, mientras sostenía con ambas manos su sobre, donde se leía el apellido
Carreras
.

—Están en la caja fuerte en el cuartel general. —El hombre de blanco metió las gafas en el estuche bordado—. Los recogerán mañana, camino del aeropuerto, y entregarán a Ostreicher sus pasaportes actuales y sus papeles personales para que se los guarde hasta el regreso de ustedes.

—Y yo que me había acostumbrado a «Gómez» —dijo Mundt y sonrió. Los otros se reían.

—¿Cuánto recibiremos? —preguntó Schwimmer, mientras cerraba la cremallera de su cartera—. En diamantes, quiero decir.

—Unos cuarenta quilates cada uno.

—Auch —se quejó Farnbach.

—No, los tubos son muy pequeños. Más o menos una docena de piedras de tres quilates, y nada más. Cada una vale alrededor de setenta mil cruceiros en el mercado actual, y con la inflación, mañana valdrán más. De manera que tienen el equivalente de unos novecientos mil cruceiros por lo menos para los dos años y medio. Vivirán bien, en el estilo que conviene a vendedores de grandes empresas alemanas, y tendrán dinero en cantidad más que suficiente para cualquier equipo que necesiten. De paso les diré que cuiden de no llevar con ustedes ningún arma en el avión; en estos días revisan a
todo el mundo
. Cualquier cosa que tengan, déjensela a Ostreicher. No tendrán problema para vender los diamantes; en realidad, hasta es posible que tengan que ahuyentar a los compradores. Creo que esto es todo.

—¿Y los informes? —quiso saber Hessen, mientras ponía a un lado su cartera.

—¿No les he hablado de eso? El primero de cada mes, se pondrán en comunicación por teléfono con la sucursal brasileña de la compañía de ustedes… El cuartel general, por supuesto. Háganlo en tono comercial. Tú especialmente, Hessen; estoy seguro de que, en los Estados Unidos, nueve de cada diez teléfonos están intervenidos.

—Desde la guerra no he vuelto a hablar noruego —comentó Traunsteiner.

—Estúdialo —sonrió el hombre de blanco—. ¿Algo más? ¿No? Bueno pues, tomemos un poco más de coñac y ya pensaré un brindis apropiado para desearles buen viaje.

Volvió a tomar su pitillera, la abrió y sacó un cigarrillo. Después la cerró, la miró y, apoyando la manga blanca contra la parte grabada, la pulió con un gesto vivaz.

*

Con una reverencia, Tsuruko dio las gracias al
senhor
. Después se metió los billetes doblados en el cinturón del kimono y casi furtivamente pasó junto a él para dirigirse a la mesa de servicio, donde Yoshiko estaba ocupada en apilar los pequeños tazones de restos que ya empezaban a secarse.

—¡Me ha dado veinticinco! —susurró Yoshiko en japonés—. ¿A ti qué te ha dado?

—No sé —susurró a su vez Tsuruko, en cuclillas, mientras ponía la tapa a su tazón de arroz que estaba debajo de la mesa—. Todavía no me he fijado —con ambas manos levantó el gran tazón plano de laca roja.

—¡Apuesto a que son cincuenta!

—Eso espero.

Tsuruko se levantó y, presurosamente, pasó con el tazón junto al
senhor
y a uno de sus invitados que bromeaban con Mori, para después salir al vestíbulo. En zigzag, se abrió paso entre los demás comensales, que se pasaban unos a otros los calzadores, inclinándose y poniéndose en cuclillas, y con el hombro abrió una puerta de vaivén.

Con el tazón en las manos, bajó una estrecha escalera iluminada por bombillas colgadas simplemente de un cable, y siguió por un no menos estrecho corredor con las paredes de madera enyesada.

El corredor daba a una cocina bulliciosa y llena de humo, donde unos anticuados ventiladores que colgaban del techo giraban lentamente sobre un alboroto de camareras, cocineros y pinches. Con su kimono rosado, Tsuruko se deslizó entre ellos con el gran tazón rojo; pasó junto a un ayudante que cortaba verduras con movimientos rápidos, y a otro que le echó una mirada mientras sacaba de un goteante lavavajillas una bandeja llena de platos.

La muchacha dejó el tazón sobre una mesa donde había una pila de cajas de champiñones, se volvió y sacó de una cesta una servilleta usada, que sacudió antes de desplegarla sobre la mesa metálica. Levantó la tapa del tazón y la dejó a un lado. Dentro del tazón de laca roja había un magnetofón negro y cromado, un «Panasonic» con mandos de fabricación inglesa; por la ventanilla se veían girar uniformemente los dientes de la cassette. La mano de Tsuruko vaciló un momento sobre los botones, y, con un gesto de indecisión, levantó el magnetofón del tazón para ponerlo sobre la servilleta. Después lo envolvió cuidadosamente en ella.

Other books

Love Unspoken by Delilah Hunt
Covet by Tara Moss
Whispers of Betrayal by Michael Dobbs
Changed (The Hunters #1) by Rose J. Bell
Seldom Seen in August by Kealan Patrick Burke
Stuff Christians Like by Jonathan Acuff
Bella's Run by Margareta Osborn
The Stargazey by Martha Grimes