Los ojos amarillos de los cocodrilos (42 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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Se hundió en su parka retomando su ensoñación. Este hombre es realmente friolero, se dijo Joséphine, que pensó inmediatamente en utilizar ese detalle para Thibaut, frágil de bronquios.

Miró por la ventana: ¡se estaba alejando cada vez más! Tenía que ir pensando en volver. Las niñas saldrían del colegio y se extrañarían de no verla en casa. Y pensar que antes siempre estaba allí cuando volvían, atenta, disponible. Me gusta llamar y me gusta que seas tú la que abras la puerta, decía Zoé colgándose de su cuello.

—¿Viene usted a menudo a la biblioteca? —preguntó ella alentándose.

—Siempre que quiero trabajar en paz. Me concentro tanto cuando trabajo que no soporto el menor ruido.

Está casado, tiene hijos, se dijo Joséphine. Tenía que enterarse de más cosas. Se estaba preguntando cómo plantear la pregunta sin parecer demasiado curiosa, cuando se levantó y dijo:

—Me bajo aquí… Nos volveremos a ver seguramente.

La miró con aire confuso. Ella asintió, respondió sí, hasta pronto, y le vio salir. El se fue, sin mirar atrás, con el paso de alguien que piensa en sí mismo y no en el camino que sigue.

A ella no le quedaba otra que coger el autobús en sentido inverso. Había olvidado preguntarle su nombre. No incitaba a la conversación. Para un tipo que posaba en fotos, parecía más bien ceñudo.

En los bajos del edificio había gente reunida. El corazón de Joséphine dio un sobresalto: les ha pasado algo a las niñas. Se precipitó, apartó a los curiosos que contemplaban a la señora Barthillet y a Max, sentados en los escalones del portal.

—¿Qué pasa? —preguntó Joséphine a la vecina del tercero que les contemplaba con los brazos cruzados.

—Han venido del Juzgado. Les han embargado. Deben marcharse. ¡Demasiadas mensualidades sin pagar!

—Pero ¿dónde van a ir?

Se encogió de hombros. No era problema suyo. Lo constataba, eso era todo. Joséphine se acercó a la señora Barthillet que lloraba suavemente, con la cabeza gacha. Cruzó una mirada con Max, sombrío, silencioso.

—¿Sabe usted a dónde ir esta noche?

La señora Barthillet respondió que no.

—Pero no van a dormir en la calle.

—¿Y por qué no? —dijo la señora Barthillet.

—No tienen derecho a echarla ¡con un niño! —Eso no se lo ha impedido.

—Vengan a mi casa. Por esta noche, en todo caso… La señora Barthillet levantó la cabeza y murmuró: —¿Habla usted en serio? Joséphine asintió y tomó a Max del brazo. —Levántate, Max. Cojan sus cosas y síganme. La vecina del tercero sacudió la cabeza con aire sombrío y comentó:

—No sabe lo que hace la pobre. Se ha caído de un guindo.

* * *

—Mamá, ¿cuándo voy a follar?

Shirley dijo algunas palabras en inglés y colgó el teléfono. Tenía que irse. La pregunta de Gary la cogía con prisas.

—Pero, bueno, Gary… ¡Tienes dieciséis años! ¡No es muy urgente!

—Para mí, sí.

Miró a su hijo. Tenía razón, ahora es un hombre. Un metro ochenta y cinco, manos, brazos, piernas como espaguetis. Una voz de hombre, una barba incipiente, media melena de puntas de pelo negro. Se afeita, pasa horas en el cuarto de baño, rehúsa salir cuando descubre un grano, se arruina en cremas y lociones. Su voz ha mudado. Debe de ser turbador sentir cómo crece un hombre en un cuerpo de niño. Recuerdo cuando mis senos comenzaron a crecer, me los vendé, y mis primeras reglas, creía que apretando las piernas…

—¿Estás enamorado? ¿Piensas en alguna chica?

—Tengo tantas ganas, mamá… ¡Tengo un nudo aquí!

Se llevó la mano a la garganta y sacó la lengua de deseo.

—Sólo pienso en eso.

Hacer las maletas, tomar el primer avión a Londres. Pedirle a Joséphine que echase un ojo a Gary. Ciertamente, no era el mejor momento para empezar una discusión sobre la sexualidad de los adolescentes.

—Escucha, cariño, volveremos a hablar cuando estés enamorado.

—¿Es obligatorio estar enamorado?

—Es preferible. No es un acto banal. Y, además, la primera vez, es algo importante. No se debe hacer con cualquiera ni de cualquier forma. Te acordarás toda la vida de tu primera vez.

—Está Hortense, pero no me mira.

Durante las vacaciones de Semana Santa, en Kenia, Gary se había pasado el tiempo detrás de Hortense como una mariposa atraída por la luz. Ella le rechazaba diciéndole: «¡No te pegues a mí, Gary! ¡Hay que ver lo pegajoso que puedes llegar a ser! ¡Lárgate, lárgate!». Shirley se sentía conmocionada. Apretaba los dientes. El comportamiento de Gary había estropeado las vacaciones de Shirley, que observaba la torpeza de su hijo sin poder remediarla. Una noche, ella le había explicado que lo estaba haciendo muy mal: «Una mujer necesita misterio, distancia. Necesita desear al hombre que le gusta, sentirse intrigada, dudar de su poder de seducción, ¿cómo quieres que te desee si la sigues a todos lados como un moscardón? Te adelantas a todos sus deseos, a todos sus caprichos, ¡ya no te respeta!». «Mamá, es más fuerte que yo, ¡me vuelve loco!».

—Escúchame Gary, no es el mejor momento para hablar de eso, tengo que marcharme a Londres, ¡es urgente! Estaré fuera una semana, vas a tener que arreglártelas solo…

El calló, hundió las manos en su pantalón demasiado ancho. Sus calzoncillos sobresalían. Shirley tendió la mano para subirle su pantalón, pero Gary la rechazó.

—¡Nunca es un buen momento para hablarte!

—Eres injusto, cariño. Siempre estoy dispuesta a escucharte, pero ahora no puedo.

Gary resopló ruidosamente y fue a encerrarse en su habitación. Shirley temblaba de rabia. Normalmente se hubiese sentado, habría hecho preguntas, escuchado, propuesto una solución, pero ¿qué puede decirse a un chico de dieciséis años atormentado por la pubertad? Para eso necesitaba tiempo y, precisamente, no lo tenía. Tenía que hacer su maleta, reservar un billete de avión y avisar a Joséphine de su partida.

Llamó a casa de Jo. Fue la señora Barthillet la que abrió.

—¿Está Joséphine?

—Sí… En su habitación.

Shirley se fijó en dos grandes maletas en la entrada y fue a reunirse con Joséphine.

—¿Qué hace aquí la señora Barthillet?

—La acaban de echar de su casa. Le he dicho que venga a mi casa hasta que se organice.

—Me viene fatal. Iba a pedirte un favor.

Joséphine dejó las sábanas que acababa de sacar del armario.

—Venga. Te escucho.

—Tengo que irme a Londres. Una urgencia… ¡de trabajo! Quería pedirte si podías vigilar a Gary durante mi ausencia.

—¿Te vas mucho tiempo?

—Una semana corta.

—No hay problema. ¡Al paso que vamos! Me voy a dibujar una cruz roja en la frente.

—Lo siento, Jo, pero no puedo rechazarlo. Te echaré una mano con la señora Barthillet cuando vuelva.

—Espero que se haya marchado cuando vuelvas. ¡Y mi libro! ¡Sólo me quedan dos meses antes de entregar el manuscrito! Y sólo estoy en el segundo marido. ¡Todavía me quedan otros tres esperando!

Se sentaron las dos sobre la cama de Joséphine.

—¿Va a dormir en tu habitación? —preguntó Shirley.

—Con Max. Voy a instalarme en el salón e iré a trabajar a la biblioteca…

—¿No tiene trabajo?

—Acaban de despedirla.

Shirley tomó la mano de Joséphine, la estrechó y le dio las gracias.

—Te devolveré el favor. Te lo prometo.

Cuando las niñas volvieron del colegio, Zoé aplaudió al saber que Max venía a vivir con ellas. Hortense cogió a su madre aparte en el cuarto de baño y preguntó:

—¿Es una broma?

—No. Escúchame, Hortense… No vamos a dejarlos dormir debajo de un puente.

—¡Joder, mamá!

—Si no te estoy pidiendo nada.

—Sí. Vamos a tener que hacerle sitio a esa familia de retrasados. Ya sabes cómo es la señora Barthillet: un caso social. Ya verás, ¡te vas a arrepentir! En todo caso, ¡no voy a permitir que invadan mi habitación í ¡O que toquen mi ordenador!

—Hortense, son sólo unos días… cariño —murmuró intentando tomarla entre sus brazos—, ¡no seas egoísta! Además, no es TU habitación, también es de Zoé…

—No sabes lo que me joden tus maneras de monjita. ¡Qué pasada estás, pobrecita!

El guantazo partió sin que Joséphine se diese cuenta. Hortense se llevó la mano a la mejilla y fulminó a su madre con la mirada.

—¡Ya no quiero vivir aquí! —gritó Hortense.—¡Estoy harta de vivir contigo! Mi único deseo es largarme de aquí, y te lo advierto…

Recibió otro guantazo y, esta vez, Joséphine puso toda su rabia en él. En la cocina, Zoé, Max y la señora Barthillet preparaban la cena. Max y Zoé ponían la mesa mientras que la señora Barthillet calentaba el agua para la pasta.

—Ahora te calmas y pones buena cara, si no vamos a terminar mal —murmuró Joséphine entre dientes.

Hortense la miró y se dejó caer sobre el borde de la bañera. Después lanzó una risa suave, miró a su madre y soltó con un desprecio lleno de rabia:

—¡Gilipollas!

Joséphine la agarró por la manga de su chándal y la echó fuera del cuarto de baño. Después se dejó caer al suelo y luchó contra la náusea que le subía desde el estómago. Tenía ganas de vomitar. Tenía ganas de llorar. Estaba arrepentida por haberse dejado llevar por su cólera. No se resuelve nada pegando a una niña. Nos declaramos vencidos, eso es todo. Hortense salía siempre victoriosa de esos enfrentamientos. Joséphine se pasó agua por los ojos enrojecidos y fue a llamar a la habitación de Hortense.

—Me odias, ¿verdad?

—Oh, mamá, déjalo. No tenemos nada que decirnos. Me hubiera ido mejor quedándome en Kenia, con papá. Incluso con Mylène me llevaba mejor que contigo. ¡Figúrate!

—Pero ¿qué te he hecho yo, Hortense? Dímelo.

—No soporto lo que representas, tu aire de ñoña, tus discursos estúpidos. Y, además, ya no quiero vivir aquí… Me habías prometido que nos mudaríamos y todavía estamos vegetando en este lugar despreciable, en este barrio despreciable, con gente despreciable.

—No tengo dinero para mudarme, Hortense. Te prometí que lo haría si podía, si eso te hacía feliz.

Hortense la miró con aire desconfiado, y se pasó la mano por la mejilla para borrar el recuerdo doloroso de los golpes. Joséphine se arrepintió de haberla pegado y se excusó.

—No debía haberte pegado, cariño… pero me llevas al límite.

Hortense se encogió de hombros.

—No importa… Voy a tratar de olvidarlo.

Llamaron a la puerta de la habitación. Zoé anunciaba que la cena estaba lista. Sólo faltaban ellas. Joséphine habría querido escuchar a su hija que la perdonaba, habría querido estrecharla en sus brazos, besarla, pero Hortense respondió «ya, ya, ya vamos» y salió de la habitación sin volverse.

Joséphine se rehízo, se secó los ojos y se dirigió a la cocina. En el pasillo, se detuvo y pensó: ya no podré trabajar en la cocina, con los Barthillet, ni en el salón. ¿Dónde voy a poner mis libros, mis papeles y el ordenador? Cuando nos mudemos, elegiré un piso con despacho, para mí… Si el libro funciona, si gano mucho dinero, podremos mudarnos. Suspiró, sintió ganas de anunciar la buena noticia a Hortense, pero se contuvo. Primero debía terminar el libro. Iría a trabajar a la biblioteca. Al lado del hombre de la parka. Ya no tenía edad para enamorarse. Era ridículo. ¿Qué había dicho Hortense? Ñoña. Tenía razón. Hortense siempre tenía razón.

—¿No tenéis tele? —preguntó Max cuando entró en la cocina.

—No —respondió Joséphine—, y vivimos muy bien sin ella.

—Otra idea de mamá —suspiró Hortense encogiéndose de hombros. Ha guardado la tele en el trastero. Prefiere que leamos en la cama, por las noches. ¡Qué bien nos lo pasamos!

—Sí, pero van a echar el gran baile de Carlos y Camila en el castillo de Windsor —dijo la señora Barthillet—, no podremos verlo. Y estará la reina, el príncipe Felipe, Guillermo, Harry y todas las casas reales.

—Iremos a casa de Gary —replicó Zoé—. Ellos tienen tele. Pero nosotros tenemos Internet. Fue mi tía Iris la que lo mandó instalar para que mamá pudiese trabajar. Fue su regalo de Navidad. Ni siquiera necesitamos enchufarnos, ¡es wifi!

—Que nadie toque mi ordenador —gruñó Hortense-o ¡muerdo! Estáis avisados.

—No te preocupes. Conseguí guardar el mío —dijo la señora Barthillet—. Uno que compré en el mercado negro en Colombes, por casi nada…

Era el sótano de una tienda de electrónica en la que se podía comprar, por una tercera parte de su precio, mercancía robada. Joséphine sintió que un escalofrío le recorría la nuca. Sólo faltaba que la policía apareciese en su casa.

—Entonces, ¿os han mangado todo? —preguntó Zoé poniendo cara triste.

—Todo… ¡no nos queda nada! —suspiró la señora Barthillet.

—Bueno, ¡no hay que lamentarse! —intervino Hortense—. Va usted a buscar trabajo y a trabajar. Para los que realmente quieren, siempre hay trabajo. El chico de Babette lo encontró en veinticuatro horas en una agencia de trabajo temporal. Sólo tuvo que entrar por la puerta y elegir. Hay que levantarse temprano, ¡eso es todo! Yo ya tengo respuesta para mis prácticas: Chef me contrata diez días en junio. Me ha dicho que si trabajo bien, además ¡me pagará!

—Está muy bien, cariño —dijo Joséphine—. Te las has arreglado sola.

—¡Había que hacerlo! Venga, ¿la pasta está hecha o no? Tengo mucho trabajo.

Joséphine fue a escurrir la pasta y servirla cuidándose de repartirla equitativamente. Había que poner atención para no herir susceptibilidades.

Comieron en silencio. Hortense cogió queso rallado sin ofrecer a los demás. Joséphine frunció el ceño y ella le lanzó una mirada oscura.

—Hay mucho en el cajón del frigorífico. No es un drama, ¿no? Pueden levantarse y servirse.

Joséphine se preguntó si no había cometido un gran error acogiendo a los Barthillet.

*
* *

Tenían cita con el doctor Troussard a las tres de la tarde. Llegaron a las dos y media, vestidos de domingo, se sentaron en la sala de espera de ese gabinete médico señorial de la avenida Kléber. El doctor Troussard era especialista en problemas de fertilidad. Marcel había obtenido su nombre hablando con uno de los directores de tienda. «Pero ten cuidado, Marcel, nosotros tuvimos tres de golpe. ¡Estábamos agotados! ¡A punto estuvimos de dejar tres huérfanos!». «Tres, cuatro, cinco, me encargaré de todos», había replicado Marcel. El director de tienda puso cara de sorpresa. «¿Es para usted?», había preguntado, curioso. Marcel corrigió: «No, es para mi sobrinita, está desesperada por tener un niño, y verla marchitarse me pone malo. La he criado yo, es como si fuera mi hija, comprende…». «¡Ah! —había dicho el otro riendo—, mejor así, ¡creí que era para usted! Hay una edad en la que es mejor ver la tele que cuidar bebés, ¿no es verdad?».

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