Los ojos amarillos de los cocodrilos (50 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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—No me faltó de nada. Recibí una buena educación, tenía casa, un padre y una madre, un auténtico equilibrio. Incluso me di cuenta varias veces del amor que mi padre sentía por mí. Pero me faltó… Era como si yo no existiera. No se me tenía en cuenta. No se me escuchaba, no me decían que era guapa, inteligente, graciosa. Eso no se hacía en aquella época.

—Pero se lo decían a Iris…

—Iris era mucho más guapa que yo. Pronto me eclipsó. Mamá la citaba siempre como ejemplo. Yo me daba cuenta de que estaba orgullosa de ella y no de mí…

—Y eso dura todavía, ¿verdad?

Enrojeció, dio un mordisco a su cruasán y esperó a que se deshiciese en la boca.

—No hemos seguido el mismo camino. Pero es verdad que ella es más…

—Pero ¿y ahora, Jo? —interrumpió Philippe—.Ahora…

—Mis hijas me dan un sentido, un objetivo en la vida, pero no me hacen existir, es cierto. Escribir da cierto sentido a mi existencia. Cuando estoy escribiendo, porque cuando me releo… ¡no! Podría tirarlo todo.

—¿Escribir tu informe de habilitación para dirigir trabajos de investigación?

—Sí… —balbuceó, comprendiendo que acababa, una vez más, de meter la pata—. Sabes, yo soy uno de esos seres que se desarrollan lentamente. Me pregunto si no me voy a despertar demasiado tarde, si no voy a dejar pasar mi oportunidad y, al mismo tiempo, no sé qué puede ser esa oportunidad que deseo con todas mis fuerzas…

Philippe sintió el deseo de tranquilizarla, de decirle que se tomaba las cosas demasiado a pecho, que se hacía reproches sin razón. Su actitud rígida, sus ojos fijos expresaban algo demasiado intenso y añadió como si leyera el pensamiento:

—¿Así que crees que has dejado pasar tu oportunidad, que tu vida se ha acabado?

Ella le miró con aire grave y después sonrió para disculparse por estar tan seria.

—En cierto sentido, sí… Pero, sabes, no importa. No será una renuncia desgarradora, sólo un pequeño paso hacia la nada absoluta. El deseo de vivir se va deshaciendo y, un día, nos damos cuenta de que se reduce a casi nada. Tú no sabes nada de eso. Tú has cogido la vida por los cuernos. Nunca has dejado que nadie te imponga su ley.

—Nadie es realmente libre, Joséphine. Y yo no más que cualquiera. Y quizás, en cierto sentido, tú eres más libre que yo… Pero lo ignoras, eso es todo. Un día podrás tocar con tus propias manos tu libertad y, ese día, sentirás pena de mí.

—Como tú la sientes por mí en este momento…

El sonrió y no quiso mentir.

—Es cierto, he sentido pena por ti e incluso, a veces, desagrado. Pero has cambiado. Estás cambiando. Te darás cuenta de tu metamorfosis cuando se haya completado. Siempre somos los últimos en darnos cuenta del camino que hemos recorrido. Pero estoy seguro de que un día, tendrás el tipo de vida que te gusta y, esa vida, la habrás construido tú sola.

—¿Lo crees de veras?

Ella esbozó una sonrisa breve y triste.

—Eres tu enemiga más temible, Jo.

Philippe cogió el periódico, su taza de café y preguntó:

—¿Te molesta si me voy a leer a la terraza?

—En absoluto. Así podré retomar mi ensoñación. ¡Sin Sherlock Holmes a mi lado!

El abrió el
Herald Tribune
pensando en el día anterior. Es tan fácil hablar con Jo. Hablar de verdad. Con Iris, me cierro como una ostra. Ella había propuesto ir a tomar una copa al bar del Royal. El no había querido contrariarla y había aceptado. En realidad, no tenía más que un deseo: volver a ver a Alexandre. Había terminado de escribir su carta. ¡Qué alegría la de Alexandre cuando la recibió! Fue a Babette a la que se lo había contado. ¡Había que verlo! Estaba que parecía que iba a estallar. Se precipitó en la cocina diciéndole: «¡He recibido una carta de mi papá! ¡Una carta en la que me dice que me quiere y que me va a dedicar todo su tiempo! ¿Te das cuenta, Babette? ¿No es genial?». Agitaba la carta en el aire hasta marear. Desde entonces, Philippe había cumplido su palabra. Había prometido a Alexandre enseñarle a conducir, y todos los sábados y domingos por la mañana le llevaba a algún camino poco transitado, le sentaba sobre sus rodillas y le enseñaba a coger el volante.

Iris había pedido dos copas de champán. Una joven vestida de largo tocaba el arpa con sus largos y afilados dedos.

—¿Qué has hecho esta mañana en París?

—He estado trabajando…

—Cuéntame…

—Venga Iris, no es interesante y, además, cuando estoy aquí, no tengo ganas de hablar de mi trabajo.

Se habían situado al borde de la terraza. Philippe observaba un pájaro: intentaba transportar un trozo de pan de molde que había debido de caer del plato que el camarero había depositado al traer las copas de champán.

—¿Y cómo está el hermoso abogado Bleuet?

—Siempre tan eficaz.

¡Y cada vez más pagado de sí mismo! El otro día, en el avión que le llevaba a Nueva York en primera clase, descontento con la cocción de su filete, había redactado un mensaje de protesta que metió en el sobre de Air France para los comentarios sobre el viaje. Antes de cerrar el sobre, había adjuntado su tarjeta de visita y… ¡el filete! Air France dobló sus puntos de fidelidad.

—¿Te importa que me quite la chaqueta y me afloje la corbata?

Ella le había sonreído y le había acariciado suavemente la mejilla con la mano. Una caricia que denotaba cierta costumbre conyugal. Afección, en verdad ternura, pero también una forma de relegarle al rango de niño impaciente. No soportaba que ella le tratase como a un niño. Sí, lo sé, eres muy guapa, eres magnífica, tienes los ojos del azul más profundo del mundo, ojos que son ejemplares únicos, un porte de sultana anoréxica, tu belleza no peligra por ninguna preocupación, reinas, soberana y serena, sobre mi amor y verificas con una palmadita en mi mejilla que todavía te pertenezco. Todo eso, en otro tiempo, pudo emocionarme, embrujarme, tomaba tu condescendencia afectuosa por una muestra de amor pero, ya ves, Iris, ahora me aburro contigo, me aburro porque toda esa belleza está construida sobre mentiras. Te conocí por culpa de una mentira y no has dejado de mentirme desde entonces. Creí, al principio, que iba a cambiarte, pero no cambiarás nunca porque estás satisfecha con lo que eres.

Sonrió ligeramente mordiéndose el labio e Iris interpretó mal su gesto:

—Nunca me dices nada…

—¿Qué quieres que te diga? —preguntó siguiendo los progresos del pájaro, que se había empeñado en el trozo de pan e intentaba cogerlo con su pico.

Iris lanzó un hueso de aceituna sobre el pájaro, que intentó volar llevándose el botín. Sus esfuerzos por despegar eran patéticos.

—¡Qué mala eres! Quizás sea la cena de toda su familia.

—¡Eres tú el malo! Ya no me hablas.

Refunfuñó, se enrabietó, se enfurruñó, pero él le dio la espalda y sus ojos volvieron al pájaro, que, constatando que ya no le atacaban, había depositado su fardo y trataba de cortarlo en dos con pequeños picotazos. Philippe sonrió, se relajó y estiró los brazos soltando un suspiro de alivio.

—¡Ay! ¡Por fin lejos de París!

Ella observó con el rabillo del ojo: seguía enfurruñada. Ya conocía esa actitud que gritaba: ocúpate de mí, mírame, soy el centro de la Tierra. Ya no es el centro de la Tierra. Me he cansado. Me canso de todo: de mis negocios, de mis compañeros de trabajo, del matrimonio. El abogado Bleuet me ha presentado un asunto formidable y apenas le he escuchado. Ya no me gusta la pareja que formamos. Estos últimos meses han sido particularmente tristes y vacíos. ¿Soy yo el que ha cambiado o ha sido ella? ¿Soy yo el que ya no se contenta con las sobras que ella tiene a bien concederme? En todo caso, hay que constatar que ya no pasa nada. Y, sin embargo, continúa. Pasamos el verano juntos, en familia. ¿Estaremos juntos todavía el verano que viene? ¿Habré pasado página? Sin embargo, no tengo nada que reprocharle. Muchos hombres deben envidiarme. Algunos matrimonios segregan un suave aburrimiento que se vuelve una especie de anestesia. Seguimos porque no tenemos la fuerza ni la energía para marcharnos. Hace algunos meses, no sé por qué, me desperté. ¿A causa de mi encuentro con John Goodfellow? ¿O lo encontré precisamente porque me había despertado?

El pájaro había conseguido dividir su comida en dos y voló tan veloz que desapareció del suelo rápidamente. Philippe miró la mitad que había dejado en tierra: volverá, volverá, siempre se vuelve a donde está el botín.

* * *

—¡Papá, papá! ¿Me dejarás conducir hoy? —gritó Alexandre al ver a su padre en la terraza.

—Te lo prometo, hijo. Iremos cuando quieras.

—¡Y nos llevamos a Zoé! No se cree que sé conducir.

—Pregunta a Jo si está de acuerdo.

Alexandre volvió a la cocina y pidió autorización a Joséphine, que se la concedió con alegría. Desde que no estaba permanentemente con Max, Zoé se había convertido en la niñita de antes. Había vuelto a su edad, ya no hablaba de maquillaje ni de chicos. Había vuelto a sus antiguas costumbres con Alexandre; habían inventado un lenguaje secreto que sólo era secreto para ellos.
The dog is barking
significaba atención peligro,
the dog is sleeping
, todo va bien,
the dog is running away
, ¿y si vamos de paseo? Los padres hacían como que no lo entendían y los niños adoptaban un aire misterioso.

Joséphine había recibido una postal de la señora Barthillet. Alberto le había encontrado un apartamento amueblado en la calle Martyrs, cerca de su empresa. Le daba su nueva dirección. «Todo va bien. Hace bueno. Max pasa el verano con su padre, que hace queso de cabra en el Macizo Central con su novia. Le gusta mucho trabajar con los animales y su padre habla de quedárselo, lo que me vendría bien. Le deseo lo mejor, Christine Barthillet».

—¿A qué día estamos hoy? —preguntó Joséphine a Babette, que entraba en la cocina.

—A 11 de julio. Todavía es un poco pronto para tirar petardos.

«Todavía es un poco pronto para tirar petardos». Dos días después sería el aniversario de la muerte de su padre. No olvidaba nunca esa fecha.

—¿Qué hacemos hoy para comer? ¿Tiene usted alguna idea? —preguntó Babette.

—Ninguna. ¿Quiere usted que vaya al mercado?

—No. Ya iré yo, estoy acostumbrada. Era sólo por saber si había algo que le gustase.

Carmen se tomaba las vacaciones en julio. En París. Se ocupaba de su anciana madre, una señora irascible que sufría un enfisema pero que conservaba su cabeza perfectamente. Había reducido a su hija a la esclavitud, le había impedido hacer su vida. Joséphine estaba más a gusto con Babette. Carmen la intimidaba. Sus maneras de gobernanta estilizada la paralizaban. Tenía siempre la impresión de tener la espalda encorvada o un dedo en la nariz en su presencia.

—Es usted muy amable, Babette. ¿Qué tal está su hija?

—¿Marilyn? Está bien. Va a terminar una formación de secretaria de dirección. Tiene el cerebro bien colocado. No como yo.

—Está usted orgullosa de ella…

—¡Todavía no me creo que tenga una hija inteligente! Y buena. Me ha tocado la lotería. Nunca se sabe antes de tenerlos, ¿verdad?

Había abierto el frigorífico para comprobar lo que faltaba. Volvió a sentarse para hacer una lista de la compra, buscó un lápiz, tanteando entre los objetos que había sobre la mesa, de repente recordó que tenía uno con el que se recogía el pelo y lo cogió echándose a reír.

—¡Qué tonta puedo llegar a ser! Me olvido de todo. Anda, eso me recuerda a algo: he encontrado esto en el bolsillo de los vaqueros de su hija. ¡He estado a punto de meterlo en la lavadora!

Exhibía un teléfono móvil que colocó sobre la mesa.

—No deberían llamarse móviles sino «perdibles». Yo ya he tirado dos al agua mientras limpiaba los váteres.

—Debe usted de equivocarse, Babette, mis hijas no tienen móvil.

—No quiero contradecirla, pero este pertenece sin duda a Hortense. Estaba en el bolsillo de sus vaqueros.

Joséphine contempló el móvil extrañada.

—Hágame un favor, Babette, no diga usted nada. Vamos a ver cómo reacciona.

Cogió el teléfono y se lo guardó en el bolsillo. Babette la miró con una sonrisa cómplice.

—No sabe usted de dónde viene, ¿verdad?

—Verdad. Y como no tengo ganas de disparar la primera, voy a esperar a que se descubra.

* * *

El 13 de julio, al final de la mañana, Joséphine volvía de correr por el bosque. La brisa procedente del mar levantaba sus cabellos, que caían en finas colas sobre la punta de su nariz, y su camiseta naranja se le pegaba a la piel, dibujando unas feas manchas de transpiración. El sudor le turbaba la vista y le picaba en los ojos.

Harta de pensar «hace treinta años que murió papá, hace treinta años que murió papá, hace treinta años que murió papá», se había calzado sus playeras y se había ido a correr. ¡Cuarenta y cinco minutos! ¡Había aguantado cuarenta y cinco minutos! Miró su reloj y se felicitó. Correr le ayudaba a pensar. Sus pensamientos se desplegaban a medida que sus zancadas se amplificaban. Había llovido durante la noche. Sentía el olor a tierra mojada, el olor que intensifica todos los olores, los que exhalan el helecho, la madreselva, el musgo, las setas, las hojas muertas en un abanico de aromas y, por encima de todo, una bruma vaporizada en el aire, el olor salado a mar que venía a posarse sobre su rostro y que ella lamía sacando la lengua. Corría escuchando al pájaro que gritaba «fiu, fiu, fiu», y ella escuchaba «deprisa, deprisa, deprisa» y aceleraba el paso. O el que le decía «que sí, que sí, que sí…», y hablaba con su padre. Papá, papaíto, estás ahí, hazme una señal… «que sí, que sí, que sí». ¿Va a responder pronto el editor? ¿Qué está haciendo? Hace quince días que lo ha recibido. «Que sí, que sí…», respondía el pájaro. Estaría bien que diera su respuesta hoy, eso querría decir que velas sobre el manuscrito. Ayer, su madre había llamado y hablado con Iris durante mucho tiempo. «Mamá piensa que Chef tiene una amante», había susurrado Iris a Jo. «¿Te imaginas a Chef en la cama?». Ella se había puesto el dedo en la boca para no hablar delante de los niños y habían conversado las dos en la cocina, cuando todo el mundo se había acostado. «Le encuentra cambiado, excitado, rejuvenecido. Parece ser que se pone cremas de belleza, se tiñe el pelo, ha perdido barriga y duerme fuera de casa. Mamá presiente a la rival. Ha encontrado una foto de Chef abrazando a una mujer. Una morena voluptuosa con escote generoso y largos cabellos negros. Una jovencita. Detrás de la foto, había garabateado un nombre, Natacha, y un corazón. La foto provenía de una cena en el Lido. Parece ser que se arruina con ella y hace pasar las facturas como gastos de representación. ¡A su edad! ¡Te das cuenta!». «¿Qué va a hacer ella?», había preguntado Joséphine, recordando la escena entrevista en el andén de la estación.

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