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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (3 page)

BOOK: Los perros de Riga
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Eso era todo.

Wallander sacó un bolígrafo de la chaqueta e hizo algunas anotaciones en una servilleta de papel. Tenía un montón de preguntas que buscaban su respuesta. Se pasó todo el rato manteniendo una conversación interior con Rydberg: «¿Estoy en lo cierto? ¿Olvido algo?». Intentaba imaginarse las respuestas y reacciones de Rydberg, y unas veces lo lograba, y otras solo veía ante sí su cara demacrada en el lecho de muerte.

A las tres y media estaba de vuelta en la comisaría. Hizo venir a Martinson y a Svedberg a su despacho, cerró la puerta y pidió a la centralita que no le pasaran ninguna llamada hasta nuevo aviso.

—Este caso no será fácil —empezó—. Lo único que podemos esperar es que las autopsias y el registro del bote y de la ropa nos revelen algo. Pero, aun así, tengo un par de preguntas a las que me gustaría encontrar respuesta lo antes posible.

Svedberg se apoyaba en una pared con un bloc de notas en la mano. Era un hombre casi calvo de unos cuarenta años, nacido en Ystad, y las malas lenguas decían que solo con abandonar su ciudad ya sufría de añoranza. Muchas veces podía parecer lento y apático, pero era muy minucioso, un rasgo que Wallander valoraba de forma positiva. Martinson era diametralmente opuesto a Svedberg. Apenas había cumplido los treinta, nacido en Trollhättan, y apostaba fuerte por hacer carrera dentro del cuerpo de policía. Además, estaba afiliado al Partido Liberal y, según tenía entendido Wallander, tenía muchas posibilidades de entrar en el ayuntamiento en las elecciones de otoño. Como policía, era impulsivo y un poco descuidado, pero muchas veces tenía buenas ideas y su ambición le llevaba a entregarse por entero si creía que había encontrado una pista para la solución del caso.

—Quiero saber de dónde proviene ese bote —empezó Wallander—. Cuando sepamos el tiempo que esos hombres llevan muertos, tendremos que averiguar la dirección y la distancia que ha recorrido el bote.

Svedberg le miró extrañado.

—¿Es factible esto? —preguntó.

Wallander asintió.

—Tendremos que llamar al Instituto Nacional de Meteorología —prosiguió—. Ellos saben todo acerca del tiempo y de los vientos, lo que nos ayudará a hacernos una idea aproximada del lugar de origen del bote. Después quiero toda la información acerca del bote: dónde ha sido fabricado, qué tipo de barcos usan estos botes, en fin, todo.

Giró la cabeza hacia Martinson.

—De eso te encargarás tú —le indicó.

—¿No deberíamos buscar primero en los ordenadores a ver si a esos hombres les buscaba la policía? —preguntó Martinson.

—Compruébalo tú —dijo Wallander—. Ponte en contacto con los guardacostas y avisa a todos los distritos de la costa sur. Y pregunta a Björk si debemos ponemos en contacto con la Interpol a partir de ahora. Está claro que al principio tendremos que indagar por todas partes si queremos descubrir su identidad.

Martinson asintió e hizo una anotación en una hoja de papel. Svedberg mordía pensativo su bolígrafo.

—Yo mismo registraré la ropa —continuó Wallander—. Tiene que haber alguna pista. Tiene que haber algo.

Llamaron a la puerta y entró Norén. En la mano llevaba una carta marina enrollada.

—Pensé que podría hacer falta —dijo.

Wallander asintió.

Desenrollaron la carta marina sobre el escritorio y se inclinaron sobre ella como si estuviesen planeando una batalla naval.

—¿Qué velocidad puede alcanzar un bote a la deriva en el mar? —preguntó Svedberg—. Las corrientes y los vientos pueden favorecer o actuar en contra.

Contemplaron la carta marina en silencio. Luego Wallander la enrolló y la colocó en el rincón de detrás de su silla. Nadie tenía nada que comentar.

—Bueno, en marcha —dijo—. Nos veremos aquí a las seis para informar sobre lo que tengamos.

Svedberg y Norén salieron del despacho y Wallander le pidió a Martinson que se quedara.

—¿Qué te dijo la señora? —preguntó.

Martinson se encogió de hombros.

—La señora Forsell —precisó—. La señora viuda de Forsell es profesora jubilada del instituto de Ängelholm. Reside en Mossby todo el año junto con Tegnér, su perro. Por cierto, un nombre curioso para un perro
[2]
. Todos los días dan un paseo por la playa. Ayer por la tarde, cuando paseaba por la cima de la duna, no vio ningún bote. Y hoy lo descubrió allí alrededor de las diez y cuarto de la mañana, cuando nos llamó.

—Las diez y cuarto —murmuró Wallander pensativo—. ¿No es un poco tarde para pasear a un perro?

Martinson asintió.

—Yo pensé lo mismo, pero el caso es que había seguido la playa hacia el otro lado cuando sacó al perro a las siete.

Wallander cambió de tema.

—La persona que llamó ayer, ¿qué impresión te dio?

—Ya te lo dije, convincente.

—¿Qué dialecto hablaba? ¿Qué edad te pareció que tenía?

—Hablaba escaniano, como Svedberg. Su voz era grave, como de fumador. Unos cuarenta o cincuenta años de edad. Se expresaba con sencillez y claridad. Podría ser cualquier cosa, desde funcionario a agricultor.

Wallander preguntó:

—¿Por qué razón llamaría?

—He estado pensando en ello —dijo Martinson—. Puede que supiera que el bote iría a la deriva hasta la playa porque él mismo estaba involucrado, o porque fuese el autor del disparo, o porque hubiese visto u oído algo. Existen varias posibilidades.

—¿Qué sería lo más lógico? —continuó Wallander.

—Lo último —respondió Martinson con rapidez—. Puede que viera u oyera algo. Este no parece el tipo de asesinato cometido por un criminal que quiere atraerse a la policía voluntariamente.

Wallander estaba de acuerdo.

—Demos un paso más —prosiguió—. ¿Haber visto u oído algo? Si no está involucrado, no habrá podido ver el asesinato. O los asesinatos. O sea, que lo que habrá visto ha sido el bote.

—Un bote a la deriva —dijo Martinson— solo puede verse si estás en el mar.

Wallander asintió.

—Eso es —afirmó—. Justo eso. Pero si él no es el autor, ¿por qué quiere mantenerse en el anonimato?

—Ya sabes, la gente prefiere no inmiscuirse en nada —manifestó Martinson.

—Quizá, pero puede que haya otra razón, como, por ejemplo, que no quiera tener que vérselas con la policía.

—¿No es un poco rebuscado? —preguntó Martinson indeciso.

—Solo estoy pensando en voz alta —dijo Wallander—. Sea como fuere, tenemos que encontrar a ese hombre.

—¿Hacemos un comunicado pidiendo que vuelva a llamarnos?

—Sí —respondió Wallander—. Pero hoy no. Antes quiero conocer más detalles acerca de los muertos.

Wallander se dirigió al hospital. Pese a haber estado allí en varias ocasiones, le costaba encontrar el camino en el recién construido complejo. Se paró en la cafetería y compró un plátano. Luego fue a la unidad de patología. El médico forense, que se llamaba Mörth, aún no había empezado el minucioso reconocimiento corporal, pero, aun así, podía dar respuesta a la primera pregunta de Wallander.

—A los dos hombres les han disparado de cerca, directo al corazón —reveló—. Parece que esa es la causa de la muerte.

—Quisiera tener el resultado de la autopsia lo antes posible —dijo Wallander—. ¿Puedes decirme cuánto tiempo llevan muertos?

—No —dijo sacudiendo la cabeza—. Y eso ya es significativo.

—¿Qué quieres decir?

—Es probable que lleven muertos bastante tiempo. De ser así, resulta más difícil establecer la hora exacta del fallecimiento.

—¿Dos días? ¿Tres? ¿Una semana?

—No puedo contestarte todavía —dijo Mörth—. Y no quiero hacer conjeturas.

Mörth desapareció hacia la sala de autopsias. Wallander se quitó la chaqueta, se puso unos guantes de látex y empezó a registrar la ropa de los dos cadáveres, colocada sobre algo parecido a un viejo fregadero.

Uno de los trajes estaba confeccionado en Inglaterra, y el otro en Bélgica. Los zapatos eran italianos, y a Wallander le pareció que debían de ser caros. Las camisas, las corbatas y la ropa interior, también de buena calidad y seguramente nada baratos. Cuando Wallander hubo examinado la ropa por segunda vez, comprendió que no encontraría pistas que le permitieran avanzar. Lo único que sabía era que los dos habían tenido dinero. Pero ¿dónde estaban las carteras? ¿Y las alianzas? ¿Y los relojes? Más confuso aún era que ninguno de los dos llevara la chaqueta puesta cuando les dispararon, ya que no había ningún agujero ni rastro de pólvora en ellas.

Wallander intentó visualizar la escena: alguien dispara a dos hombres directo al corazón. Cuando los hombres están muertos, el autor del crimen les coloca las chaquetas antes de echarlos al bote salvavidas. ¿Por qué razón?

Revisó la ropa una vez más. «Hay algo que no veo —pensó—. Rydberg, ¡ayúdame!»

Pero Rydberg estaba mudo. Wallander volvió a la comisaría. Sabía que los resultados de las autopsias tardarían muchas horas, y no tendría un informe preliminar hasta el día siguiente como muy pronto. En la mesa le aguardaba una nota de Björk, donde le sugería que esperara unos días antes de ponerse en contacto con la Interpol. Wallander notó que empezaba a irritarse. A menudo le costaba entender el criterio, prudente en exceso, de Björk.

La reunión convocada a las seis de la tarde fue breve. Martinson informó de que no se buscaba ni investigaba a nadie que pudiera tener relación con los dos cadáveres del bote. Svedberg, por su parte, había hablado largo y tendido con un miembro del Instituto Nacional de Meteorología de Norrköping, que prometió cooperar si la policía de Ystad le enviaba una petición formal.

Wallander relató que sus sospechas de que los dos hombres habían sido asesinados se habían confirmado. Pidió a Svedberg y a Martinson que pensaran en por qué les habían puesto las chaquetas a los dos cadáveres.

—Seguiremos un par de horas más —concluyó Wallander—. Si tenéis otros asuntos pendientes, los aparcáis o delegáis en otros. Este caso será difícil. A partir de mañana procuraré ampliar el equipo de investigación.

Al quedarse a solas en el despacho, Wallander desenrolló la carta marina sobre la mesa. Siguió con el dedo la línea de la costa hasta la playa de Mossby Strand. «El bote puede haber venido de lejos —pensó—. O de cerca. O que haya ido y venido. O ido de acá para allá.»

Sonó el teléfono, y por un momento dudó en contestar. Era tarde y tenía ganas de ir a casa para reflexionar con tranquilidad sobre lo ocurrido. Luego levantó el auricular.

Era Mörth.

—¿Ya has acabado? —preguntó Wallander asombrado.

—No —respondió Mörth—; pero hay algo que creo que es importante, algo que ya puedo decirte ahora.

Wallander contuvo la respiración.

—Esos dos hombres no eran suecos —aclaró Mörth—. Al menos no han nacido en Suecia.

—¿Cómo lo sabes?

—Les he revisado la boca —continuó Mörth—. Sus empastes no están hechos por un dentista sueco; más bien, por uno ruso.

—¿Un ruso?

—Sí. Ruso. O un dentista de los Estados del Este. Ellos utilizan métodos muy distintos a los nuestros.

—¿Estás completamente seguro?

—No te habría llamado si no lo estuviese —contestó Mörth.

Por su voz, Wallander notó que estaba irritado.

—Te creo —aseguró con rapidez.

—Hay algo más que quizá sea igual de importante —continuó Mörth—. Lo más probable es que ambos estuvieran deseando que por fin les pegaran un tiro, si me perdonas el cinismo. Antes de matarlos los habían torturado: los habían quemado, despellejado, y además tenían los dedos machacados... Toda la bestialidad que uno pueda imaginarse.

Wallander se quedó callado.

—¿Sigues ahí? —preguntó Mörth.

—Sí. Sigo aquí. Estaba pensando en lo que has dicho.

—Estoy completamente seguro de lo que afirmo.

—No lo dudo, pero esto no ocurre todos los días.

—Es por lo que he creído importante llamarte enseguida.

—Has hecho bien —dijo Wallander.

—Tendrás el informe completo de la autopsia mañana —afirmó Mörth—. Salvo algunos resultados del laboratorio, que tardarán un poco.

Acabaron la conversación. Wallander salió al comedor y se sirvió las últimas gotas de café que quedaban en la cafetera. La sala estaba vacía, y se sentó a una mesa.

¿Rusos? ¿Alguien de los Estados del Este torturado?

Pensó que hasta Rydberg habría opinado que la investigación pintaba difícil y que sería larga.

A las siete y media dejó el tazón vacío en el fregadero. Luego se sentó al volante y se fue a su casa. El viento había amainado y hacía más frío.

3

Poco después de las dos de la madrugada, Kurt Wallander se despertó con un dolor en el tórax tan terrible que, sumido en la oscuridad, pensó que se moría. El constante y arduo trabajo de policía le exigía ahora su tributo: había que pagar el precio. Sentía desesperación y vergüenza porque todo acabase, porque todo en la vida acabase. Se quedó inmóvil mientras crecían la angustia y el dolor. Más tarde, no podría explicar cuánto tiempo estuvo así, incapaz de dominar el miedo que le invadía, pero poco a poco se obligó a reconquistar el control sobre sí mismo.

Se levantó de la cama con cuidado, se vistió y bajó hasta el coche. El dolor ya no era tan intenso, iba y venía en pulsaciones como una corriente, y se ramificaba por los brazos, por lo que parecía perder algo de su primera y violenta intensidad. Se sentó en el coche, se conminó a respirar pausadamente y luego condujo por las calles desiertas hasta la entrada de urgencias del hospital. Una enfermera de mirada amable le recibió, escuchó todo lo que tenía que explicarle y no le despachó como si se tratara de una persona histérica con sobrepeso, ni consideró su angustia fruto de la imaginación. Desde una sala de reconocimiento oyó un grito, como el rugido de un borracho. Tumbado en la camilla, a Wallander le pareció que el dolor iba y venía. De pronto, un joven médico se plantó ante él, y volvió a explicar que tenía dolores en el pecho. Llevaron la camilla a una sala de tratamiento y le hicieron un electrocardiograma. Le tomaron la presión arterial y el pulso; a la pregunta de si fumaba, movió la cabeza negativamente. Hasta ahora nunca había tenido dolores repentinos en el pecho, y por lo que él sabía no había casos de enfermedades coronarias en su familia. El médico contemplaba el diagrama del electro.

—No es nada importante —dijo—. Todo parece normal. ¿Qué crees
[3]
que puede haberte provocado la angustia?

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