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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (42 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Las principales vigas del tejado estaban hechas de corazón de roble y aunque estaban embreadas, tal vez no se prendieran con la llama de una vela. Pero debajo de los aleros había un montón de astillas y virutas de madera, trozos de cuerda, sacos y nidos de pájaros abandonados, todo lo cual serviría perfectamente de mecha. Lo único que tendría que hacer sería amontonarlo.

La vela se estaba consumiendo.

Parecía muy fácil. Amontonar todos aquellos desperdicios, acercar la llama de la vela e irse. Atravesar el recinto como un fantasma, deslizarse en la casa de invitados, atrancar la puerta, acurrucarse en la paja y esperar a que dieran la alarma.

Pero si le veían...

Si le pillaban en ese momento podría decir sencillamente que estaba explorando la catedral, y sólo le azotarían. Pero si le descubrían pegando fuego a la iglesia harían algo más que azotarle. Recordó al ladrón de azúcar en Shiring y cómo le sangraba el trasero.

Recordaba algunos de los castigos infligidos a los proscritos. A Farad Openmouth le cortaron los labios, Jack Flathat había perdido una mano y a Alan Catface le habían colocado en los cepos y apedreado, y desde entonces nunca pudo volver a andar bien. Aún peor eran las historias de quienes no habían sobrevivido a los castigos. A un asesino lo ataron a un barril tachonado de puntas y lo lanzaron rodando colina abajo, de manera que todas las puntas se le clavaron en el cuerpo, a un ladrón de caballos le habían quemado vivo, a una prostituta ladrona la habían empalado en una estaca en punta. ¿Qué le harían a un muchacho que hubiese prendido fuego a una iglesia?

Empezó a recoger pensativo todos los desperdicios inflamables de debajo de los aleros, amontonándolos en el pasadizo, debajo exactamente de uno de los cabrios más fuertes.

Una vez que los hubo amontonado hasta una altura de un pie se sentó y se quedó mirándolos.

Su vela estaba en las últimas. Dentro de unos momentos habría perdido la oportunidad.

Con un ademán rápido acercó la llama a un trozo de saco. Se prendió. La llama se extendió rápidamente por unas virutas de madera y luego a un nido seco y abandonado de pájaro. Y en un instante la pequeña fogata empezó a arder alegremente.

Aún podría apagarlo, pensó Jack.

Tal vez aquella mecha estuviera ardiendo demasiado deprisa. A ese paso se apagaría antes de que la madera del tejado empezara a quemarse. Jack recogió presuroso más desperdicios añadiéndolos al montón. Las llamas subieron más alto.
Aún puedo apagarlo
, pensó. La brea de la viga empezó a ennegrecerse y a echar humo. Se quemaron los desechos.
Ahora puedo dejar que se apague el fuego
, pensó. Pero entonces vio que el pasadizo estaba ardiendo. Aun así podría ahogar el fuego con mi capa, se dijo. Pero en lugar de ello arrojó más desperdicios al fuego y se quedó mirando cómo subían las llamas. En el pequeño ángulo de los aleros, la atmósfera estaba caliente y humeante, aunque el glacial aire nocturno estaba sólo a una pulgada, al lado del tejado. Algunas vigas más pequeñas a las que estaban clavadas las chapas del tejado empezaron a arder. Y finalmente apareció una llama temblorosa en la maciza viga principal.

La catedral ardía.

Ya lo había hecho. No cabía retroceder.

Jack estaba asustado. Quería estar envuelto en su capa, acurrucado en un pequeño hueco en la paja, con los ojos fuertemente cerrados y escuchando en derredor suyo la tranquila respiración de los otros.

Retrocedió a lo largo del pasadizo.

Al llegar al final miró hacia atrás. Le sorprendió lo rápido que se estaba propagando el fuego, tal vez debido a la brea con que estaba embadurnada la madera. Todas las vigas pequeñas ardían, las grandes empezaban a prenderse y el fuego se extendía a lo largo del pasadizo. Jack le dio la espalda.

Se metió en la torre y bajó las escaleras, luego corrió a lo largo de la galería sobre el pasillo y bajó presuroso la escalera de caracol hasta el suelo de la nave. Alcanzó corriendo la puerta por la que había entrado.

Estaba cerrada.

Entonces comprendió su estupidez. Los monjes la habían abierto con una llave al entrar, cerrándola de nuevo al salir.

El miedo le dejó un amargor de bilis en la boca. Había prendido fuego a la iglesia y ahora se encontraba encerrado dentro.

Luchó contra el pánico y trató de pensar. Desde fuera había probado todas las puertas, encontrándolas cerradas, pero tal vez alguna de ellas lo estuviera por dentro con trancas en lugar de llave y podría abrirse desde el interior.

Atravesó presuroso el cruce hasta el crucero norte y examinó la puerta en el pórtico norte. Estaba cerrada con llave. Cruzó corriendo la nave en sombras hasta el extremo oeste e intentó abrir cada una de las entradas públicas. Las tres puertas estaban cerradas con llave; por último lo intentó con la pequeña puerta que conducía al pasillo sur desde el paseo norte del cuadrado del claustro; también ésa estaba cerrada con llave.

¿Qué voy a hacer?
, se dijo

¿Se despertarían los monjes y correrían a apagar el incendio tan dominados por el pánico que apenas se dieran cuenta de que un muchacho pequeño salía a hurtadillas por la puerta? ¿O le descubrirían de inmediato y le agarrarían, lanzando a gritos acusaciones contra él?; también podía suceder que siguieran dormidos, inconscientes hasta que todo el edificio se hubiera derrumbado y Jack yaciera aplastado por un montón inmenso de piedras.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y deseó no haber acercado jamás la llama de la vela a aquel gran montón de desperdicios. Miró frenético en derredor. ¿Le oiría alguien si se asomara por una ventana y chillara?

Se oyó un estrépito arriba. Al levantar la vista vio que en el techo de madera había un agujero donde una de las vigas había caído sobre él perforándolo. El agujero parecía una mancha roja sobre un fondo negro. Un momento después se produjo otro estruendo. Una inmensa viga atravesó el techo y, girando sobre sí misma en el aire, se estrelló contra el suelo con un golpazo que estremeció las poderosas columnas de la nave; detrás de ella hubo una rociada de chispas y rescoldos ardiendo. Jack escuchó a la espera de gritos, peticiones de ayuda o el tañido de una campana, pero no hubo nada de eso. No habían oído el estruendo. Y si aquello no les había despertado, ciertamente no oirían sus gritos.

Voy a morir aquí
, se dijo en el paroxismo del terror,
voy a achicharrarme o a quedar aplastado a menos que encuentre una salida.

Pensó en la torre destruida. La había examinado desde fuera y no había descubierto hueco alguno para entrar, pero se había mostrado muy cauteloso por miedo a caer y provocar un desprendimiento de tierra. Tal vez si volviera a mirar, esta vez desde dentro, pudiera encontrar algo que se le hubiera pasado por alto. Y acaso la desesperación le ayudara a colarse por donde antes no viera brecha alguna.

Corrió hacia el extremo oeste. Los destellos del fuego que llegaban a través del agujero en el techo, combinados con las llamas de la viga que había caído al suelo de la nave, daban una mayor luz que la de la luna, y el borde de la arcada brillaba dorado en lugar de plateado. Jack examinó el montón de piedras que un día fueran la torre del noroeste; parecían formar un sólido muro. No había forma de salir. Siguiendo un loco impulso abrió la boca y gritó ¡
Madre
!, a pleno pulmón, aunque sabía que no le iba a oír.

De nuevo luchó contra el pánico que le embargaba. Algo se agitaba en el fondo de su mente que no lograba materializar; había logrado entrar en la otra torre, la que todavía estaba en pie, recorriendo la galería que había sobre el pasillo sur. Si ahora la volviera a recorrer pero en sentido contrario sobre el pasillo norte tal vez pudiera encontrar una brecha en aquel montón de escombros, una brecha que acaso no fuera visible desde el suelo. Volvió corriendo al cruce, permaneciendo bajo la protección del pasillo norte por si se estrellaban nuevas vigas encendidas después de atravesar el techo. En ese lado debía de haber una puerta pequeña y una escalera de caracol, como en el otro. Llegó a la esquina de la nave y al crucero norte. No veía puerta alguna. Miró alrededor de la esquina sin descubrir tampoco ninguna. No podía creer en su mala suerte. Era un estúpido, ¡tenía que haber una salida a la galería!

Pensaba denodadamente, luchando por conservar la calma. Había una manera de entrar en la torre derruida, sólo tenía que encontrarla.
Puedo volver al espacio del tejado a través de la torre del suroeste todavía en pie
—se dijo.
Puedo cruzar al otro lado del espacio del tejado. Debe de haber una pequeña abertura en ese lado, dando paso a la torre noroeste derruida. Eso podría proporcionarme una salida
. Miró temeroso al techo. El fuego debía de haberse convertido ya en un infierno. Pero no podía pensar en otra alternativa.

Primero había de atravesar la nave. Miró de nuevo hacia arriba. Hasta donde podía ver no había nada que pudiera desplomarse de inmediato. Respiró hondo y salió disparado hacia el otro lado. Nada le cayó encima.

Ya en el pasillo sur abrió la pequeña puerta y subió corriendo la escalera de caracol. Cuando llegó al final y entró en la galería notó el calor del incendio de arriba. Pasó corriendo la galería, atravesó la puerta que daba a la torre que todavía se conservaba erguida y subió corriendo las escaleras.

Agachó la cabeza y se arrastró a través del pequeño arco hasta el espacio del tejado. Hacía mucho calor y estaba lleno de humo. Toda la madera de arriba estaba en llamas y en el extremo más alejado las vigas más grandes ardían con fuerza. El olor a brea le hizo toser. Vaciló sólo un instante, luego se subió a uno de los grandes travesaños que cruzaban la nave y empezó a caminar por él. En cuestión de segundos quedó empapado de sudor a causa del calor, y los ojos se le pusieron llorosos de tal forma que apenas podía ver a dónde iba. Al toser, uno de los pies se le salió del travesaño, haciéndole dar un traspié de costado. Cayó con un pie en el travesaño y el otro fuera. El pie derecho aterrizó en el techo y se dio cuenta horrorizado que atravesaba la madera podrida. En su mente pasó como un relámpago la altura de la nave y hasta dónde caería si atravesara el techo; gritó mientras volteaba hacia delante, con los brazos extendidos, imaginándose dando vueltas y más vueltas en el aire, como había hecho la viga al caer. Pero la madera resistió su peso.

Permaneció allí petrificado, muerto de miedo, apoyándose en las manos y en una orilla mientras que con el otro pie había perforado el techo. Luego, el calor achicharrante del fuego le hizo volver a la realidad. Sacó el pie del agujero con extremo cuidado. Luego avanzó a gatas hacia delante.

Mientras se acercaba al otro lado, algunas vigas grandes se desplomaron dentro de la nave. Todo el edificio pareció estremecerse y la viga debajo de Jack tembló como la cuerda de un arco. Se detuvo aferrándose a ella. Siguió arrastrándose y un momento después alcanzaba el pasadizo del lado norte.

Si su suposición resultaba equivocada y no había abertura alguna para pasar a las ruinas de la torre noroeste, habría de volver atrás. Mientras permanecía allí en pie, sintió una ráfaga de frío aire nocturno. Debía de haber alguna brecha. Pero ¿sería lo bastante grande para un muchacho pequeño?

Dio tres pasos en dirección oeste y se detuvo en el mismo borde del vacío.

Se encontró mirando a través de un inmenso agujero a las ruinas de la torre derruida iluminadas por la luz de la luna. Se le aflojaron las rodillas por el alivio. Estaba fuera de aquel infierno. Pero se encontraba a gran altura, a nivel del tejado y la parte superior del montón de escombros estaba muy lejos debajo de él, demasiado lejos para saltar. Ahora podía escapar de las llamas pero ¿le sería posible llegar al suelo sin romperse el cuello?; detrás de él las llamas avanzaban rápidas y el humo salía a oleadas por la brecha en la que se encontraba.

Esa torre tuvo un día una escalera adosada al interior de su muro como aún tenía la otra torre, pero casi toda la escalera quedó destruida con el derrumbamiento. Sin embargo, allí donde los peldaños de madera se habían fijado en el muro con argamasa, sobresalían algunos muñones de madera, algunos de tan sólo una o dos pulgadas de largo, y otros algo más. Jack se preguntó si podría bajar por aquellos fragmentos de peldaños. Sería un descenso precario. Se dio cuenta de que olía a quemado. Su capa empezaba a ponerse caliente. Un momento más y se prendería. No tenía elección.

Se sentó y buscó el muñón más próximo. Se aferró a él con ambas manos, y luego alargó una pierna hasta encontrar un apoyo firme para el pie. Luego bajó el otro pie. Tanteando con el pie, descendió un peldaño. Los muñones resistieron. Volvió a intentarlo, tanteando la firmeza del siguiente muñón antes de descargar sobre él su peso.

Éste parecía algo inseguro. Puso el pie con cautela, agarrándose con fuerza por si llegaba a encontrarse colgando de las manos. Cada uno de los peligrosos pasos que daba hacia abajo le acercaba más al montón de escombros. A medida que iba bajando los muñones se hacían más pequeños, como si los de abajo hubieran sufrido más los estragos del derrumbamiento. Puso su bota de fieltro sobre un muñón no más ancho que la punta de su pie y cuando descargó su peso en él, el pie se le escurrió. El otro lo tenía sobre un muñón más grande, pero de repente descargó su peso en él y se rompió. Intentó sujetarse con las manos, pero como aquellos fragmentos eran tan pequeños, le fue imposible agarrarlos con fuerza y sintió aterrado que se deslizaba de su precario asidero y caía por los aires.

Dio con sus huesos en el montón de escombros. Por un instante se sintió tan sobrecogido y aterrado que pensó estar muerto. Pero luego se dio cuenta de que había tenido la suerte de caer bien. Le escocían las manos y con toda seguridad tendría las rodillas llenas de rasguños, pero por lo demás se encontraba bien.

Al cabo de un momento descendió por el montón de escombros salvando de un salto los últimos pies hasta el suelo. Estaba a salvo. El alivio hizo que le flaquearan las piernas. Sentía deseos de volver a gritar; había escapado. Se sentía orgulloso. ¡Menuda aventura que había corrido!

Pero aún no había pasado todo. Donde él se encontraba tan sólo llegaba una vaharada de humo, pero el ruido del fuego, tan ensordecedor dentro del espacio del tejado, allí sólo sonaba como un viento lejano. Únicamente los destellos rojizos detrás de las ventanas revelaban que la iglesia estaba en llamas.

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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