Los Pilares de la Tierra (48 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Al cabo de un momento se dio cuenta de que corría en la dirección equivocada. Por aquel lado de la catedral no había salida. Había cometido una equivocación. Se dio cuenta desolado de que iba a recibir una buena paliza.

La parte superior del extremo oriental se había derrumbado y las piedras estaban amontonadas contra lo que quedaba del muro. No teniendo otro sitio al que ir, Jack subió por aquel motón seguido de cerca por el enfurecido Alfred. Al llegar a la cima vio delante de él una terrorífica caída vertical de unos quince pies. Tanteó temeroso el borde. Estaba demasiado lejos para saltar sin hacerse daño. Alfred intentó agarrarle por un tobillo. Jack perdió el equilibrio. Por un momento permaneció con el pie contra el muro y el otro en el aire, agitando los brazos en un intento de recobrar el equilibrio. Alfred le aferró el tobillo. Jack se sintió caer de manera inexorable por el lado peligroso. Alfred siguió agarrándole todavía un instante, desequilibrando aún más a Jack, y luego lo soltó. Jack cayó en el aire, sin poder enderezarse y se oyó gritar. Aterrizó sobre el costado izquierdo. El impacto fue brutal. Tuvo la mala suerte de golpearse la cara con una piedra.

Por un instante todo se puso negro.

Al abrir los ojos, Alfred se encontraba en pie a su lado, y junto a él, uno de los monjes más viejos. Jack reconoció al monje. Era Remigius, el sub-prior.

—Levántate, muchacho —le dijo Remigius al verle abrir los ojos.

Jack no estaba seguro de poder hacerlo. No podía mover el brazo izquierdo y tenía insensible el lado izquierdo de la cara. Se sentó erguido; había creído que iba a morir y se sorprendió de que pudiera moverse. Utilizando el brazo derecho para poder levantarse, se puso penosamente en pie, descargando casi todo su peso sobre la pierna derecha. A medida que desaparecía la insensibilidad, empezaban los dolores.

Remigius le cogió por el brazo izquierdo. Jack gritó dolorido. Sin inmutarse, Remigius agarró a Alfred por la oreja. Sin duda iba a aplicar a ambos algún horrendo castigo, pensó Jack. Aunque él tenía tantos dolores que poco le importaba.

—¿Y tú, por qué intentabas matar a tu hermano? —dijo Remigius dirigiéndose a Alfred.

—No es mi hermano —contestó Alfred.

Remigius cambió de expresión.

—¿Que no es tu hermano? —dijo—. ¿Acaso no tenéis el mismo padre y la misma madre?

—Ella no es mi madre —dijo Alfred—. Mi madre ha muerto.

La mirada de Remigius se hizo taimada.

—¿Cuándo murió tu madre?

—En Navidad

—¿La Navidad pasada?

—Sí.

Pese a los dolores que sentía, Jack pudo darse cuenta de que por algún motivo Remigius estaba profundamente interesado en aquello.

—¿Así que tu padre hace poco que ha conocido a la madre de este muchacho? —preguntó el monje con excitación reprimida—. Y desde que están juntos ¿han ido a ver a un sacerdote para que bendiga su unión?

—Humm, no lo sé.

Era evidente que Alfred no entendía las palabras utilizadas por el monje, ni tampoco Jack.

—Bueno, ¿tuvieron una boda? —inquirió Remigius con impaciencia.

—No.

—Comprendo.

Remigius parecía satisfecho con aquello aunque Jack pensaba que debería estar enfadado. La expresión del monje era más bien de contento; permaneció por un instante callado y pensativo, y finalmente pareció acordarse de los dos muchachos.

—Bueno, si queréis quedaros en el priorato y comer el pan de los monjes, nada de pelearos, aunque no seáis hermanos. Nosotros, los hombres de Dios, no debemos ver derramamiento de sangre. Ésa es una de las razones de que vivamos una vida retirada del mundo.

Con aquella pequeña parrafada, Remigius dejó a los dos muchachos, dio media vuelta y se alejó. Por fin Jack podía correr junto a su madre.

Había necesitado tres semanas, no dos, pero Tom tenía ya la cripta en condiciones de ser utilizada como iglesia temporal y ese día iba a acudir el obispo electo para celebrar en ella el primer oficio divino. Se habían retirado los escombros del claustro y Tom había separado las partes dañadas. Las estructuras del claustro eran sencillas, únicamente galerías cubiertas, y el trabajo había sido fácil. Casi todo el resto de la iglesia no era más que montones de ruinas y algunos de los muros que todavía seguían en pie corrían peligro de derrumbarse. Pero Tom había despejado un camino que conducía desde el claustro, a través de lo que fuera el crucero sur, hasta las escaleras de la cripta.

Tom miró en derredor. La cripta era espaciosa, alrededor de cincuenta pies cuadrados, lo suficientemente grande para los oficios divinos de los monjes. Era una estancia más bien oscura, con pesadas columnas y un techo bajo y abovedado, pero de construcción sólida, lo que le había permitido resistir el fuego; habían llevado una mesa de caballete para que sirviera de altar, y los bancos del refectorio harían las veces de los sitiales para los monjes. Cuando el sacristán puso su sabanilla bordada sobre el altar y los candelabros incrustados con piedras preciosas, tenía un hermoso aspecto.

Al reanudarse los oficios sagrados se redujeron los efectivos laborales de Tom. La mayoría de los monjes volvieron a su vida contemplativa y muchos de los que se ocupaban de tareas agrícolas o administrativas se incorporaron de nuevo a su trabajo. Sin embargo Tom seguiría utilizando como trabajadores a la mitad, más o menos, de los servidores del priorato. El prior Philip se había mostrado inexorable al respecto. Consideraba que tenían demasiados, y si alguno no se mostraba dispuesto a ser trasladado de sus tareas como mozo de cuadra o pinche de cocina, estaba absolutamente decidido a prescindir de él. Algunos se habían ido, pero la mayoría se quedaron.

El priorato ya debía a Tom el salario de tres semanas. A razón de cuatro peniques diarios, que era el salario de un maestro constructor, la deuda ascendía a setenta y dos peniques. A medida que pasaban los días aumentaba la deuda, y cada vez le resultaría más difícil al prior Philip prescindir de Tom. Al cabo de medio año, Tom pediría al prior que empezara a pagarle. Para entonces le debería dos libras y media de plata, que Philip habría de encontrar antes de poder despedir a Tom. La deuda hacía que Tom se sintiera seguro.

Había incluso la posibilidad, aunque apenas se atrevía a pensar en ella, de que ese trabajo le durara el resto de su vida. Después de todo era una iglesia catedral. Y si quienes podrían hacerlo decidían encargar una construcción nueva y prestigiosa, y eran capaces de encontrar dinero con qué pagarla, sería el proyecto de construcción más amplio del reino, que emplearía a docenas de albañiles durante varias décadas.

En realidad eso era esperar demasiado. Hablando con los monjes y aldeanos, Tom se había enterado de que Kingsbridge jamás había sido una catedral importante. Escondida en una tranquila aldea de Wiltshire, por ella había desfilado una serie de obispos con escasas ambiciones y era evidente que había iniciado un lento declive. El priorato era mediocre y con muy escaso peculio. Algunos monasterios atraían la atención de reyes y arzobispos por su pródiga hospitalidad, sus excelentes escuelas, sus grandes bibliotecas, las investigaciones de sus monjes filósofos y la erudición de sus priores y abates.

Pero Kingsbridge carecía de todas esas calificaciones. Lo más probable sería que el prior Philip construyera una pequeña iglesia, sencilla y más bien modesta, y que su construcción no durase más de diez años.

Sin embargo ello le venía a Tom como anillo al dedo.

Se había dado cuenta, antes incluso de que se enfriaran las ruinas ennegrecidas por el fuego, de que ésa era su oportunidad para construir su propia catedral.

El prior Philip estaba ya convencido de que Dios había enviado a Tom a Kingsbridge. Éste sabía que se había ganado la confianza de Philip por la manera eficiente en que había iniciado el proceso de limpieza y adecuación del priorato para que pudiera reanudar sus actividades. Cuando llegara el momento empezaría a hablar a Philip de los proyectos para una nueva construcción. Si fuera capaz de manejar hábilmente la situación, sería más que posible que Philip le pidiera que hiciese los bocetos. El hecho de que la iglesia nueva fuera más bien modesta ofrecía más probabilidades de que el proyecto pudiera ser confiado a Tom en lugar de a un maestro con una mayor experiencia en la construcción de catedrales. Tom había cifrado sus esperanzas muy altas.

Sonó la campana de la sala capitular. Ésa era también la señal de que los trabajadores legos habían de ir a desayunar. Tom salió de la cripta y se encaminó hacia el refectorio. A mitad de camino le abordó Ellen.

Se plantó en actitud agresiva delante de él, como cerrándole el camino, y en sus ojos había una mirada extraña. Martha y Jack la acompañaban. Éste tenía un aspecto horrible. Uno de sus ojos estaba cerrado, el lado izquierdo de la cara con heridas e hinchado, y se apoyaba sobre la pierna derecha como si la izquierda no pudiera soportar ningún peso. Tom sintió lástima del chiquillo.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.

—Esto se lo ha hecho Alfred —dijo Ellen.

Tom se lamentó en su fuero interno. Por un instante se sintió avergonzado de Alfred, que era mucho más grande que Jack. Pero tampoco Jack era un ángel. Tal vez hubiera provocado a Alfred. Tom miró en derredor buscando a su hijo y finalmente lo divisó dirigiéndose al refectorio, cubierto de polvo.

—¡Alfred! —gritó—. ¡Ven aquí!

Alfred dio media vuelta, vio el grupo familiar y se acercó despacio, con actitud culpable.

—¿Le has hecho tú esto? —le preguntó Tom.

—Se cayó de un muro —repuso Alfred hosco.

—¿Le empujaste?

—Iba persiguiéndole.

—¿Quién empezó?

—Jack me insultó.

—Le llamé cerdo porque se llevó nuestro pan —dijo Jack hablando con dificultad a causa de los labios hinchados.

—¿Pan? —inquirió Tom—. ¿De dónde sacasteis el pan antes del desayuno?

—Nos lo dio Bernard Baker. Fuimos a buscar leña para él.

—Debiste compartirlo con Alfred —dijo Tom.

—Lo hubiera hecho.

—Entonces ¿por qué saliste corriendo? —dijo Alfred.

—Iba a llevárselo a madre —protestó Jack—. ¡Y entonces Alfred se lo comió todo!

Catorce años criando niños había enseñado a Tom que no había la menor posibilidad de saber quién tenía o no razón en las peleas infantiles.

—Vosotros tres id a desayunar, y como hoy haya más peleas, tú, Alfred acabarás con la cara como Jack y seré yo quien te la ponga así. Largaos.

Los niños se alejaron.

Tom y Ellen les siguieron a paso más lento.

—¿Eso es todo lo que vas a decir? —preguntó Ellen al cabo de un momento.

Tom la miró de reojo. Seguía enfadada, pero él nada podía hacer.

—Los dos son culpables, como siempre —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Cómo puedes decir eso, Tom?

—El uno es tan malo como el otro.

—Alfred les cogió el pan. Jack le llamó cerdo. No es como para derramar sangre.

Tom sacudió la cabeza.

—Los chicos siempre se pelean. Podrías pasar toda la vida buscando culpables en sus trifulcas. Lo mejor es dejar que se las arreglen solos.

—Con eso no basta, Tom —dijo Ellen con tono colérico—. No tienes más que mirar las caras de Jack y de Alfred. Eso no es el resultado de una riña infantil. Es el ataque sañudo de un muchacho, casi un hombre, a un niño.

A Tom le molestó su actitud. Sabía que Alfred no era perfecto, pero tampoco lo era Jack. Tom no quería que Jack se convirtiera en el niño mimado de la familia.

—Alfred no es un hombre. Tiene catorce años. Pero está trabajando. Contribuye al mantenimiento de la familia, y Jack no lo hace. Juega todo el día como un niño. A mi modo de ver eso significa que Jack debería mostrar respeto a Alfred. Como habrás podido darte cuenta, es algo que no hace.

—¡No me importa! —exclamó Ellen encolerizada—. Podrás decir lo que te parezca, pero mi hijo ha resultado muy malherido e incluso pudo ser grave y ¡yo no voy a permitirlo! —Se echó a llorar. En voz más baja, pero todavía furiosa añadió—: Es mi hijo y no puedo soportar verlo así.

Tom se compadeció de ella y se sintió tentado de consolarla, pero temía ceder. Tenía la sensación de que esa conversación iba a convertirse en un punto crucial. Al vivir solo con su madre, Jack siempre había estado demasiado protegido. Tom no quería aceptar que hubiera de amortiguarse los choques normales de la vida cotidiana. Ello sentaría un precedente que crearía infinitas dificultades en los próximos años. Tom sabía bien que en esa ocasión Alfred había ido demasiado lejos, y en su fuero interno estaba decidido a obligar a Alfred a que dejara a Jack en paz. Pero no sería prudente decirlo.

—Los golpes forman parte de la vida —dijo a Ellen—. Jack deberá aprender a recibirlos o a evitarlos. No puedo pasarme la vida protegiéndole.

—¡Puedes protegerle de ese hijo tuyo tan pendenciero!

Tom acusó el golpe. Le dolía que Ellen calificara de pendenciero a Alfred.

—Podría hacerlo, pero no lo haré —dijo enfadado—. Jack debe de aprender a ventilárselas por sí mismo.

—¡Vete al infierno! —exclamó Ellen. Y dando media vuelta se alejó.

Tom entró en el refectorio. La cabaña de madera donde los trabajadores legos comían habitualmente había quedado dañada por el derrumbamiento de la torre del suroeste, de manera que hacían sus comidas en el refectorio, una vez que los monjes terminaban las suyas y se iban. Tom se sentó apartado de todo el mundo con pocas ganas de mostrarse sociable. Un pinche le llevó una jarra de cerveza y algunas rebanadas de pan en un cestillo. Mojó un trozo de pan en la cerveza para ablandarlo y empezó a comer.

Alfred era un muchacho muy desarrollado, con excesiva energía, se dijo Tom con cariño. En el fondo de su corazón, Tom sabía que el muchacho era algo pendenciero, pero con el tiempo se tranquilizaría.

Entretanto, Tom no estaba dispuesto a que sus propios hijos dieran un trato especial a un recién llegado. Ya habían tenido que soportar demasiado. Habían perdido a su madre, se habían visto obligados a patear los caminos, habían estado a punto de morir de hambre. No estaba dispuesto a imponerles nuevas cargas si podía evitarlo. Se merecían alguna indulgencia. Lo que Jack tenía que hacer era mantenerse apartado del camino de Alfred. No se moriría por ello.

Los desacuerdos con Ellen siempre hacían que Tom se sintiera triste. Se habían peleado varias veces, por lo general a causa de los niños, aunque ésta había sido su peor disputa hasta el momento. Cuando Ellen tenía aquel gesto duro y hostil, Tom no podía recordar lo que había sido, sólo un poco antes, sentirse apasionadamente enamorado de ella. Le parecía una mujer extraña y furiosa que se había colado de rondón en su tranquila vida.

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