Se echó hacia atrás, parpadeó, tomó un saludable trago de vino y volvió a mirar.
La cara del muro seguía siendo la suya. Pero estaba equivocada, completamente retorcida. Sus mejillas estaban hinchadas como si se tratase de un cerdo. Su sonrisa era la propia de una deshonesta mirada de reojo. Su aspecto era imposiblemente malévolo.
Intranquilo, rodeó el tanque para inspeccionar los demás castillos. Las imágenes eran algo distintas, pero en último término no había grandes diferencias.
Los anaranjados no se habían detenido demasiado en detalles, pero el resultado seguía pareciendo monstruoso, grosero. Una boca brutal y unos ojos estúpidos.
Los rojos le habían dado una especie de sonrisa satánica y crispada.
Las comisuras de sus labios adoptaban formas extrañas y desagradables.
Los blancos, sus favoritos, habían tallado un dios cruel e idiota.
Kress, colérico, arrojó el vino al suelo.
—Vosotros lo habéis querido —dijo entre dientes—. Ahora estaréis una semana sin comer, asquerosos… —Su voz se convirtió en un chillido—. Os arrepentiréis.
Tuvo una idea. Salió corriendo de la habitación y regresó un momento después con una antigua espada de acero en sus manos.
El arma medía un metro de largo y la punta conservaba su filo.
Kress sonrió, se subió en el sofá y abrió la tapa del tanque, lo justo para poder meter la mano, dejando al descubierto un rincón del desierto. Se inclinó y hundió la espada en el castillo blanco que estaba bajo él. La movió de un lado al otro, destrozando torres, baluartes y muros. La arena y la piedra se vinieron abajo, enterrando a los confundidos móviles. Un ligero golpe de su muñeca eliminó los rasgos de la insolente e insultante caricatura en que los reyes de la arena habían convertido su rostro. A continuación mantuvo en equilibrio la punta de la espada sobre el agujero oscuro que llevaba a la cámara del vientre. Clavó el arma con toda su fuerza, encontrando cierta resistencia. Escuchó un sonido tenue como de chapoteo. Todos los móviles se estremecieron y desplomaron.
Satisfecho, sacó la espada.
Observó por un instante, preguntándose si habría matado al vientre. La punta de la espada estaba húmeda, viscosa. Pero finalmente los reyes blancos empezaron a moverse de nuevo. Débil, lentamente, pero se movían.
Iba a poner la tapa en su lugar y acercarse a otro castillo cuando sintió que algo se arrastraba por su mano.
Gritó, soltó la espada, y de un manotazo apartó de su carne al rey de la arena. La criatura cayó en la alfombra y Kress la aplastó con el tacón, machacándola mucho tiempo después de estar muerta. Había crujido al pisarla. Después de eso, sus manos temblorosas cerraron el tanque. Se apresuró a ducharse y examinarse con todo cuidado. Metió su ropa en agua hirviente.
Más tarde, tras beber varios vasos de vino, volvió a la salita. Se sentía algo avergonzado por el modo en que el rey de la arena lo había aterrorizado. Pero no estaba dispuesto a abrir el tanque de nuevo. A partir de aquel momento, la tapa permanecería cerrada de forma permanente. Y sin embargo, debía castigar a los demás.
Decidió lubricar sus procesos mentales con otro vaso de vino. Mientras lo apuraba, tuvo una inspiración. Se acercó al tanque y efectuó algunos ajustes en los controles de humedad.
Cuando se quedó dormido en el sofá, el vaso de vino todavía en la mano, los castillos de arena estaban fundiéndose bajo la lluvia.
Violentos golpes en la puerta despertaron a Kress.
Se levantó, mareado y sintiendo palpitaciones en la cabeza. Las borracheras de vino siempre eran las peores, pensó. Se aproximó dando tumbos a la entrada de la casa. Cath m'Lane se encontraba al otro lado.
—¡Monstruo! —gritó la mujer. Su rostro estaba hinchado y surcado por las lágrimas—. He llorado toda la noche, eres abominable. Pero esto se ha acabado, Simon, esto se ha acabado.
—Tranquila —dijo Kress, agarrándose la cabeza—. Tengo resaca.
Cath le maldijo, le dio un empujón y entró en la casa. El
shambler
apareció en un rincón para comprobar a qué se debía el ruido. La mujer lo abofeteó y penetró en la salita, con Kress siguiéndola inútilmente.
—Espera —dijo—. ¿Dónde…? No puedes… —Se detuvo, repentinamente paralizado por el terror. Cath llevaba un pesado martillo en la mano izquierda—. No.
Cath avanzó resueltamente hacia el tanque de los reyes de la arena.
—¿Te gustan mucho estos encantadores pequeños, eh, Simon? En este caso, vive con ellos.
—¡Cath! —chilló.
Asiendo el martillo con ambas manos, la mujer golpeó con todas sus fuerzas el lateral del tanque. El sonido del impacto provocó punzadas de dolor en la cabeza de Kress, que lanzó un débil gemido de desesperación. Pero el plástico resistió.
Cath golpeó de nuevo. En esta ocasión se produjo un crujido y una red de finas líneas apareció en la pared del recipiente.
Kress se lanzó hacia ella cuando levantaba el martillo para dar un tercer golpe. Ambos cayeron juntos y rodaron por el suelo. Cath perdió el martillo y trató de agarrar por el cuello a Kress, pero éste se liberó y mordió a la mujer, haciéndola sangrar. Los dos se pusieron de pie de modo vacilante, respirando con dificultad.
—Deberías verte ahora, Simon —dijo sombríamente Cath—. Con la sangre goteando de tu boca pareces uno de tus animalitos. ¿Te gusta el sabor…?
—Lárgate. —Kress vio la espada, todavía en el mismo lugar donde había caído la noche pasada, y la tomó—. Vete —repitió, agitando el arma para dar fuerza a sus palabras—. No te acerques otra vez a ese tanque.
Cath se rió de él.
—No te atreverías —le dijo.
Se inclinó sobre el martillo. Kress gritó y se abalanzó hacia ella. Antes que se diera cuenta, la hoja de acero había penetrado limpiamente en el abdomen de la mujer. Cath m'Lane le miró inquisitivamente y luego contempló la espada. Kress retrocedió.
—No pretendía… —gimoteó—. Yo sólo quería…
Cath se quedó inmóvil. Sangraba, agonizaba, pero no cayó al suelo.
—Eres un monstruo —logró decir, pese a que su boca estaba llena de sangre.
De un modo increíble, se volvió y golpeó el tanque con sus últimas fuerzas. La torturada pared se astilló y Cath m'Lane fue enterrada por una avalancha de plástico, arena y barro.
Kress emitió pequeños gritos de histeria y gateó hasta el sofá.
Los reyes de la arena estaban emergiendo de la tierra amontonada en el suelo de la salita. Se arrastraban sobre el cadáver de Cath. Algunos se aventuraron con precaución a pisar la alfombra. Otros muchos los imitaron.
Observó que se formaba una columna, un cuadrado viviente contorsionante de reyes de la arena que llevaban algo… algo viscoso y deforme, un trozo de carne cruda tan grande como la cabeza de un hombre. Empezaron a llevarse el vientre lejos del tanque. La masa de carne palpitaba.
Fue entonces cuando Kress no pudo más y se echó a correr.
En lugar de lograr hacer acopio de valor para regresar a su hogar, Kress corrió hacia su helicóptero y voló hasta la ciudad más próxima, a cincuenta kilómetros de distancia, casi enfermo de miedo. Una vez lejos y a salvo, encontró un pequeño restaurante, bebió varias tazas de café, tomó dos pastillas contra la resaca, desayunó en abundancia y, poco a poco, fue recuperando su compostura.
Había sido una mañana terrible, pero seguir recordándola no iba a resolver nada. Pidió más café y consideró su situación con frío raciocinio.
Cath m'Lane había muerto y él era el culpable. ¿Podía dar parte del hecho y argumentar que se había tratado de un accidente? Más bien no.
Al fin y al cabo, él era el asesino y ya había dicho a aquella mujer policía que se iba a encargar de ella. Tendría que desembarazarse de las pruebas y confiar en que Cath no hubiera contado a nadie lo que planeaba hacer aquel día. Era poco probable que hubiera hecho tal cosa. Ella no habría recibido el regalo hasta última hora del día anterior y había dicho «he llorado toda la noche». Y estaba sola cuando se presentó. Perfecto, Kress tenía un cadáver y un helicóptero de los que disponer.
Quedaban los reyes de la arena. Podrían representar más de un problema. Sin duda ya se habrían escapado todos. El pensamiento de aquellas criaturas ocupando su casa, su cama y sus ropas, infestando su comida… le hizo sentir un hormigueo en la piel. Se estremeció y superó su repulsión. En realidad no debería ser demasiado difícil matarlas, se recordó. No debía ocuparse de todos los móviles.
Simplemente los cuatro vientres, eso era todo. Podía hacerlo. Eran grandes, ya lo había visto. Los encontraría y los mataría. El era su dios.
Ahora sería su destructor.
Fue de compras antes de regresar a su hogar. Adquirió un traje de plástico que lo cubriría de pies a cabeza, varias bolsas de pastillas de veneno para ratas y un atomizador de un insecticida ilegalmente potente. También compró un accesorio para remolcar vehículos.
Cuando aterrizó en su casa aquella misma tarde, inició su tarea de modo metódico. En primer lugar enganchó el helicóptero de Cath al suyo utilizando el accesorio que había comprado. Registrando el aparato de la mujer muerta tuvo su primer golpe de suerte. En el asiento delantero se hallaba la hoja de cristal con la grabación holográfica que había efectuado Idi Noreddian de la lucha de los reyes de la arena. A Kress le había preocupado este detalle.
Cuando los helicópteros estuvieron dispuestos, Kress se puso el traje de plástico y entró en la mansión para recoger el cadáver de Cath.
No lo encontró.
Husmeó con todo cuidado en la arena, que se secaba rápidamente, y no le quedó duda alguna: el cuerpo había desaparecido.
¿Acaso Cath se habría alejado de allí arrastrándose? Muy improbable, pero Kress igual investigó. Una investigación superficial de su casa no le permitió descubrir el cadáver o algún rastro de los reyes de la arena. No tenía tiempo para realizar una investigación más completa, no con el delatador helicóptero frente a la entrada. Decidió continuar las pesquisas después.
A setenta kilómetros al norte de la mansión de Kress se extendía una cadena de volcanes activos. Voló hacia allí, remolcando el helicóptero de Cath. Sobre el cono incandescente del mayor de los volcanes desconectó el accesorio de remolque y vio como el helicóptero de Cath caía verticalmente y se desvanecía en la lava.
Estaba anocheciendo cuando regresó a su casa. Esto le permitía tomarse un descanso. Rápidamente meditó si le convenía o no volar otra vez a la ciudad y pasar la noche allí. Desechó la idea. Tenía trabajo pendiente. Todavía no se hallaba a salvo.
Diseminó las pastillas venenosas alrededor de su casa. Nadie recelaría de tal acción. Siempre había tenido problemas con los animales de las rocas. Una vez terminada esta tarea, Kress preparó el atomizador de insecticida y se aventuró a entrar en la mansión.
Recorrió toda la casa, habitación por habitación, encendiendo la luz por todas partes donde pasaba hasta que se vio rodeado por un resplandor de iluminación artificial. Hizo una pausa para limpiar la salita, utilizando la pala para volver a poner en el tanque la arena y los fragmentos de plástico. Los reyes de la arena se habían escapado todos, tal como había temido. Los castillos estaban contraídos y deformados, convertidos en escoria por el bombardeo acuoso que Kress les había infringido, y lo poco que quedaba de ellos se desmoronaba al irse secando.
Kress frunció el entrecejo y siguió su inspección, con el atomizador de insecticida sujeto a su espalda.
Abajo, en la bodega, vio el cadáver de Cath m'Lane.
Estaba tendida al pie de un tramo de escaleras con las piernas torcidas, como si hubiera caído. Móviles blancos pululaban a su alrededor y, mientras Kress los contemplaba, el cuerpo se movió de un tirón en el suelo extremadamente sucio.
Kress rió y puso la iluminación al máximo. En el rincón más alejado, entre dos estantes de botellas de vino, se veía un castillo achatado, formado en parte por barro, y un oscuro agujero. Kress vislumbró un tosco rasgo de su rostro en el muro de la bodega.
El cadáver cambió de posición por segunda vez, moviéndose algunos centímetros hacia el castillo. Kress tuvo una repentina visión del vientre blanco esperando ansiosamente. El vientre podría meterse un pie de Cath en la boca, pero nada más. Demasiado absurdo. Se rió de nuevo y comenzó a bajar a la bodega, con un dedo fijo en el disparador de la manguera que serpenteaba a lo largo de su brazo derecho. Los reyes, cientos de ellos moviéndose al unísono, abandonaron el cadáver y adoptaron la formación de batalla, una muralla blanca entre Kress y el vientre de los móviles.
De repente, Kress tuvo otra inspiración. Sonrió y bajó la mano con la que pensaba disparar.
—Cath siempre fue difícil de tragar —dijo, complacido por su ingenio—. En especial para alguien de vuestro tamaño. Bien, permitidme que os ayude. ¿Para qué están los dioses, sino?
Se retiró a la planta, regresando poco después con un hacha. Los reyes, pacientes, esperaron y observaron a Kress mientras desmenuzaba a Cath m'Lane en trozos pequeños y fácilmente digeribles.
Kress durmió aquella noche con el traje de plástico encima y el insecticida a mano, pero no tuvo problemas. Los blancos, saciados, permanecieron en la bodega y Kress no vio rastro alguno de los demás.
Por la mañana concluyó la limpieza de la salita. Cuando terminó, no quedó más traza de la pelea que el tanque destrozado.
Comió un poco y reemprendió su caza de los reyes que faltaban. A plena luz del día no tuvo dificultades. Los negros se habían establecido en su jardín rocoso y construido un castillo repleto de obsidiana y cuarzo. Los rojos estaban en el fondo de la piscina, largo tiempo en desuso, que se había ido llenando de arena con el paso de los años. Vio móviles de ambos colores recorriendo sus tierras, muchos de ellos cargados con pastillas de veneno que llevaban a sus vientres. Kress estuvo a punto de ponerse a reír. Decidió que su insecticida era innecesario. ¿Para qué arriesgarse a una pelea, si le bastaba que el veneno surtiera su efecto? Los dos vientres habrían muerto por la tarde.
Sólo quedaba encontrar a los reyes anaranjados. Kress circundó la mansión varias veces, describiendo una espiral cada vez más amplia, mas no encontró un solo vestigio de ellos. Al comenzar a sudar bajo su traje de plástico —era un día caluroso y seco—, pensó que el asunto no era tan importante. Si los anaranjados se encontraban allí, probablemente su vientre estaría comiendo las pastillas venenosas, igual que los otros.