Baley no fue capaz de distinguir si las palabras de Giskard le resultaban deprimentes por ellas mismas, o si ello se debía a la luminosidad mortecina y desagradable que bañaba el paisaje.
—¿Ves lo suficiente para pilotar sin problemas, Giskard?
—Desde luego, señor, pero no es necesario. El planeador va equipado con un radar computerizado que le permite salvar los obstáculos por sí solo, incluso en el caso de que, por algún extraño motivo, yo sufriera un fallo en el pilotaje. Este fue el sistema que utilizamos ayer por la mañana, cuando volamos con toda tranquilidad pese a que todas las ventanas estaban cerradas.
—Compañero Elijah —intervino de nuevo Daneel, cambiando de conversación para apartar a Baley del inquietante recuerdo de la tormenta que se aproximaba—, ¿tienes alguna esperanza de que el doctor Amadiro resulte de alguna utilidad?
Giskard detuvo el planeador sobre un amplio césped frente a un edificio grande, aunque no muy alto, cuya fachada, esculpida de modo recargado, era indudablemente muy reciente aunque pretendía imitar algún estilo muy antiguo.
Baley supo que se trataba del edificio de Administración antes de que nadie se lo dijera.
—No, Daneel —respondió a la anterior pregunta del robot—, sospecho que Amadiro será demasiado inteligente para darnos la menor posibilidad de pillarle.
—Y si es así, ¿qué piensas hacer a continuación?
—No lo sé —contestó Baley con la abrumadora sensación de haber pasado anteriormente por aquella misma situación—. No lo sé, pero ya pensaré en algo.
Cuando Baley entró en el edificio de Administración, su primera sensación fue de alivio al dejar atrás la inquietante luminosidad del Exterior. La segunda fue de irónica complacencia.
En Aurora, los establecimientos —es decir, las viviendas privadas— eran todos estrictamente auroranos. Sentado en la sala de estar de Gladia, o desayunando en el comedor de Fastolfe, o charlando en la sala de trabajo de Vasilia, o frente al aparato de triménsico de Gremionis, a Baley le había sido imposible sentirse, aunque sólo fuera por un instante, en la Tierra. Cada uno de los establecimientos que había visitado era distinto de los demás, pero todos ellos tenían ciertos rasgos comunes, totalmente diferentes a los de aquellos apartamentos subterráneos de la Tierra.
El edificio de Administración, en cambio, olía a burocracia y aquello, al parecer, trascendía la normal variedad de gustos de la humanidad. No pertenecía al mismo género arquitectónico que las viviendas auroranas, del mismo modo que los edificios de la ciudad donde vivía Baley no se parecían a los pisos de los barrios residenciales. Sin embargo, los edificios oficiales de ambos mundos, pese a las grandes diferencias que existían entre Aurora y la Tierra, eran extrañamente similares.
Aquél fue el primer lugar de Aurora donde Baley, por un instante, pudo imaginarse que se hallaba en la Tierra. Los mismos pasillos largos, desnudos y fríos, y el mismo mínimo común denominador en el diseño y la decoración, con todos los puntos de luz pensados especialmente para irritar a las menos personas posibles, y para complacer a no muchas más.
Había algunos detalles que no se habrían encontrado en la Tierra; por ejemplo, las plantas, en macetas suspendidas del techo, que crecían con la luz que les llegaba y que estaban provistas de aparatos para el riego automático y controlado, creyó adivinar Baley. Aquel detalle natural no existía en la Tierra, y su presencia no le gustó. Aquellas macetas podían caer sobre la cabeza de alguien, o podían rezumar agua. Y seguramente atraían a los insectos.
Baley también echaba de menos otros detalles. En la Tierra, cuando uno estaba en una ciudad, siempre estaba rodeado por el inmenso y cálido murmullo de la multitud y de las máquinas, incluso en el más frío de los edificios oficiales. Era el «animado zumbido de la fraternidad», según la frase popularizada entre los políticos y periodistas de la Tierra.
En Aurora, por el contrario, todo era silencioso. Baley no había apreciado especialmente el silencio de los establecimientos que había visitado aquel día y la víspera, pues todo cuanto le había rodeado le había parecido tan raro que una cosa extraña más le había pasado inadvertida. De hecho, había prestado más atención al sordo susurro de los insectos del Exterior o al murmullo del viento en la vegetación que a la ausencia del constante «zumbido de la humanidad» (otra frase popular).
En cambio, en aquel edificio que parecía un rincón del planeta Tierra, la ausencia del «zumbido» resultaba tan desconcertante como el matiz claramente anaranjado de la luz artificial, que resaltaba todavía más en el tono blanquecino de las desnudas paredes que entre la recargada decoración habitual de los establecimientos de Aurora.
Baley no pudo seguir soñando mucho tiempo. Se encontraban justo en el interior de la entrada principal y Deneel acababa de extender el brazo para detener a sus dos compañeros. Transcurrieron treinta segundos antes de que Baley, hablando automáticamente en un susurro ante el imponente silencio del lugar, se atreviera a preguntar:
—¿Por qué estamos esperando?
—Porque es aconsejable hacerlo así, compañero Elijah.
—respondió Daneel—. Tenemos delante un campo de hormigueo.
—¿Un qué?
—Un campo de hormigueo, compañero Elijah. En realidad, el nombre es un eufemismo. Es un campo que estimula las terminaciones nerviosas y produce un dolor bastante agudo. Los robots pueden pasar, pero los seres humanos, no. Naturalmente, sea robot o humano el que lo cruce, se dispara una alarma.
—¿Cómo puedes saber que hay un campo de hormigueo? —preguntó Baley.
—Porque puede verse si uno sabe lo que tiene que mirar, compañero Elijah. El aire parece oscilar ligeramente y la pared situada detrás del campo tiene un color levemente verdoso en comparación con las demás paredes.
—Sigo sin estar seguro de distinguirlo —insistió Baley, indignado—. ¿Qué impide que yo, o cualquier visitante inocente, lo cruce inadvertidamente y sea sometido a esa agonía?
—Los miembros del Instituto —explicó Daneel— llevan un aparato para neutralizar el campo. Los visitantes son atendidos casi siempre por uno o más robots que son perfectamente capaces de detectar el campo de hormigueo.
Al otro lado del campo, un robot se aproximaba hacia ellos por un pasillo. (El parpadeo del campo era más fácil de apreciar contra su bruñida superficie metálica.) El robot pareció hacer caso omiso de Giskard pero, durante un instante, titubeó mirando a Daneel, se dirigió a Baley. (Este pensó que quizá Daneel parecía demasiado humano para ser humano.)
—¿Su nombre, señor? —preguntó el robot.
—Soy el detective Elijah Baley, de la Tierra. Me acompañan dos robots del establecimiento del doctor Han Fastolfe, Daneel Olivaw y Giskard Reventlov.
—¿Identificación, señor?
El número de serie de Giskard destacó con cifras levemente fosforescentes en el costado izquierdo de su pecho.
—Respondo por los otros dos, amigo —dijo Giskard.
El robot estudió el número un momento como si estuviera comparándolo con el archivo de sus bancos de memoria. Después asintió y dijo:
—Número de serie aceptado. Pueden pasar.
Daneel y Giskard avanzaron de inmediato, pero Baley lo hizo muy lentamente. Extendió un brazo hacia adelante, como para probar si sentía algún dolor.
—El campo está desconectado, compañero Elijah —le informó Daneel—. Volverá a conectarse cuando lo hayamos cruzado.
«Más vale prevenir que curar», pensó Baley. Continuó avanzando poco a poco hasta que se encontró bastante más allá de donde podia haber estado la barrera electrónica.
Los robots no mostraron el menor signo de impaciencia o de censura y aguardaron a que los temerosos pasos de Baley les alcanzaran.
Ya juntos, los tres se encaminaron a una rampa helicoidal que apenas permitía el paso de dos personas a la vez. El robot de recepción fue delante, solo; Baley y Daneel subieron tras él, uno al lado del otro (la mano de Daneel descansaba ligera, pero casi posesivamente, en el codo de Baley); por último, Giskard cerraba la marcha.
Baley advirtió que sus zapatos apuntaban hacia arriba de modo un tanto incómodo, y sintió vagamente que resultaría bastante fatigoso subir esa rampa tan empinada y tener que inclinarse hacia adelante para evitar un mal resbalón. Hubiera sido preferible que las suelas de sus zapatos, o bien el piso de la rampa (o ambos), tuvieran estrías para agarrarse bien al suelo. Sin embargo, ni unas ni otro las tenían.
—Señor Baley —dijo el robot que encabezaba el grupo, como si quisiera prevenirle de algo, y su mano apretó visiblemente el pasamanos del que estaba asida.
Al instante, la rampa se dividió en secciones que se doblaron unas sobre otras formando escalones. Inmediatamente después, la rampa entera empezó a subir de forma automática. Dio una vuelta completa pasando a través del techo, una parte del cual se había retirado para permitir el paso y, cuando la rampa dejó de ascender, se encontraron en lo que (probablemente) era el segundo piso. Los escalones desaparecieron y los cuatro se apearon de la rampa.
Baley miró hacia atrás con expresión de curiosidad.
—Supongo que esa rampa también servirá para los que quieran bajar, pero ¿qué sucede si durante un rato son más los que quieren subir que quienes desean bajar? Al final, la rampa terminaría por quedarse medio kilómetro en el aire, o bajo el suelo, en el caso opuesto.
—Es una rampa doble. Esta es la espiral de subida, y hay otra distinta de bajada —le informó Daneel en voz baja.
—Pero ¿cómo vuelve a descender la de subida? Porque ha de descender, ¿verdad?
—Se pliega en la parte superior, o en la inferior, según de cual se trate y, durante los períodos en que no se utiliza se desenrolla, por decirlo de alguna manera. Esta espiral de subida está descendiendo ahora.
Baley miró a su espalda. La pulida superficie de la rampa quizás estuviera bajando, pero no mostraba ninguna marca o irregularidad cuyo movimiento pudiera advertirse.
—¿Y si alguien quisiera utilizar la rampa cuando esta ha subido hasta su tope máximo?
—Entonces hay que esperar a que se desenrolle, lo cual lleva menos de un minuto. También hay escaleras normales, compañero Elijah, y la mayoría de los auroranos no es reacia a utilizarlas. Los robots casi siempre usan las escaleras pero, dado que eres un visitante, han tenido la cortesía de ofrecerte la espiral.
Estaban recorriendo nuevamente un pasillo en dirección a una puerta más adornada que las demás.
—¿Así que están tratándome con cortesía? —dijo Baley—. Bien, es una señal esperanzadora.
Quizá fuera otra señal esperanzadora el que un aurorano apareciese en aquel instante por la puerta a la que se dirigía. Era un hombre alto, por lo menos ocho centímetros más que Daneel, quien ya sobrepasaba en unos cinco centímetros a Baley. El recién aparecido también era corpulento, un tanto pesado y tenía un rostro redondo, una nariz un poco bulbosa, cabello oscuro y rizado y la tez morena. Sus labios esbozaban una sonrisa.
Era una sonrisa realmente notable. Amplia y aparentemente nada forzada, mostraba unos dientes prominentes, blancos y bien formados.
—¡Ah, si es el señor Baley, el famoso detective de la Tierra que ha venido a nuestro pequeño planeta a demostrar que soy un terrible criminal! —exclamó el hombre—. Entre, entre. Bienvenido. Lamento que mi buen ayudante, el roboticista Maloon Cicis, le haya dado la impresión de que yo era inaccesible, pero es un hombre muy meticuloso y se preocupa más de mi tiempo que yo mismo.
Se hizo a un lado cuando Baley entró y le dio unos golpecitos en la espalda con la palma de la mano mientras pasaba ante él. A Baley le pareció un gesto amistoso como no los había experimentado todavía en Aurora.
Con precaución (pues no quería dar nada por supuesto), Baley murmuró:
—Supongo que es usted el maestro roboticista Kelden Amadiro.
—Exacto, exacto. El hombre que intenta destruir a Han Fastolfe como fuerza política en este planeta... aunque espero convencerle de que eso no me convierte realmente en un criminal. Después de todo, no intento demostrar que el criminal es el propio Fastolfe sólo por el estúpido acto de vandalismo que cometió en la estructura mental de su propia criatura, el pobre Jander. Digamos solamente que voy a demostrarle que el doctor Fastolfe está... equivocado.
Cuando la puerta se cerró, Amadiro hizo un gesto lleno de jovialidad señalando a Baley un sillón magníficamente tapizado, al tiempo que, con admirable economía, indicaba con la otra mano a Daneel y Giskard dos nichos en la pared.
Baley advirtió que Amadiro observaba con momentánea avidez a Daneel y que, en aquel preciso instante, su sonrisa desaparecía y en su rostro se formaba una expresión casi depredatoria. La tranformación apenas duró unos instantes, y pronto volvió a sonreír como antes. Baley se preguntó si aquel momentáneo cambio de expresión no habría sido fruto de su propia imaginación.
—Dado que parece que vamos a tener un tiempo bastante desagradable, creo que será mejor prescindir de la poca luz natural con que estamos dudosamente bendecidos en el día de hoy.
Baley no pudo seguir exactamente los movimientos que Amadiro hizo en el panel de control que tenía en el escritorio, pero a consecuencia de ellos las ventanas se volvieron opacas y las paredes se iluminaron hasta bañar el despacho con una luminosidad semejante a la de un día soleado.
La sonrisa de Amadiro pareció ensancharse todavía más.
—En realidad, usted y yo no tenemos mucho de qué hablar, señor Baley. He tomado la precaución de ponerme en contacto con el señor Gremionis mientras usted venía hacia aquí. Y a la vista de lo que él me ha dicho, he decidido llamar también a la doctora Vasilia. Al parecer, señor Baley, les ha acusado a ambos, más o menos, de complicidad en la destrucción de Jander. Por otro lado, si le he comprendido bien, también me acusa a mí de ese hecho.
—Yo sólo les he hecho unas preguntas, doctor Amadiro. Igual que pienso hacer ahora.
—Sin duda, pero es usted terrícola y, por tanto, no tiene plena conciencia de la enormidad de sus actos. Por eso lamento de veras que, pese a ello, tenga que sufrir las consecuencias. Quizás esté enterado de que Gremionis me ha remitido un memorándum informándome de que ha intentado usted calumniarle.
—Me ha dicho que lo había hecho, pero creo que malinterpretó mi actitud. Yo no pretendía calumniarle.