Pese a todo, el rastro de la inspiración fue haciéndose difuso en su mente. Era evidente que no podía hacerlo surgir a voluntad, igual que no se podía hacer surgir un unicornio en un mundo donde no existían los unicornios.
Era más fácil pensar en Gladia y en cómo se había sentido. Había podido apreciar el suave tacto de su blusa de seda, pero debajo de ella había notado sus brazos delicados y su espalda suave y lisa.
¿Se habría atrevido a besarla si las piernas no hubieran empezado a doblársele? ¿O eso hubiera sido ir demasiado lejos?
Oyó su propia respiración que exhalaba un leve ronquido y, como siempre, se sintió algo avergonzado. Se sacudió un poco para despertarse otra vez, y volvió a pensar en Gladia. Antes de irse, desde luego... pero no, si a cambio ella no obtenía nada... ¿Sería eso un pago por los servicios pres...? Oyó de nuevo el leve ronquido, y esta vez le preocupó menos.
Gladia... No había creído volver a verla nunca... y menos tocarla... y mucho menos abrazarla... abrazarla...
Y Baley no tenía modo de saber en qué momento pasaba de los pensamientos a los sueños.
La tenía de nuevo en sus brazos, como antes... Pero no llevaba blusa... y su piel era cálida y suave... y su mano se movía lentamente sobre su hombro acariciándole la clavícula y los surcos ocultos entre las costillas...
Había en su sueño un aura de absoluta realidad. Todos sus sentidos participaban de ella. Olía su cabello y sus labios saboreaban la piel de ella, leve, levísimamente salada... y de pronto, de algún modo, ya no estaban de pie, ¿Habían estado acostados desde el principio, o se habían tendido en la cama mientras la acariciaba? ¿Y qué había sucedido con las luces?
Notó el colchón debajo del cuerpo y la sábana encima... oscuridad... y ella seguía entre sus brazos, y tenia el cuerpo desnudo.
Se despertó de pronto, sobresaltado.
—¿Gladia?
La inflexión de su voz fue inquisitiva, incrédula...
—Calla, Elijah —murmuró Gladia al tiempo que le ponía suavemente los dedos sobre los labios—. No digas nada.
Era como si le hubieran pedido que detuviera el fluir de la sangre en sus venas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—¿No lo ves? —respondió ella—. Estoy en la cama contigo.
—Pero ¿por qué?
—Porque lo deseo —musitó Gladia al tiempo que apretaba su cuerpo contra el de él. Cogió entre los dedos el tirante de su camisón y la costura que lo sostenía se abrió.
—No te muevas, Elijah. Estás cansado y no quiero que te agotes.
Baley sintió dentro de sí una cálida agitación y decidió no proteger más a Gladia de si mismo.
—No estoy cansado, Gladia —susurró.
—¡No! —contestó ella enérgicamente—. ¡Descansa! Quiero que descanses. No te muevas.
La boca de Gladia estaba sobre la de él como si intentara obligarle a guardar silencio. Baley se relajó y por un breve instante tuvo conciencia de estar siguiendo órdenes, de que realmente estaba cansado y de que prefería dejar hacer, en lugar de tomar la iniciativa. Y con una cierta sensación de vergüenza, pensó que la actitud de ella le permitía diluir su sentimiento de culpabilidad. (Baley se oyó decir a sí mismo: «No pude evitarlo, fue iniciativa de ella.») ¡Jehoshaphat, cuánta cobardía! ¡Qué actitud más intolerablemente rastrera!
Sin embargo, también aquellos pensamientos se diluyeron. Por alguna razón, había una suave música en el ambiente y la temperatura había subido un poco. La sábana había desaparecido, igual que su pijama. Sintió que su cabeza se posaba entre los brazos de ella y apretó el rostro contra la suavidad de su pecho.
Con aire algo distante y sorprendido, advirtió —por la posición de Gladia— que la suavidad que notaba bajo su mejilla era uno de los pechos de ella, y que el pezón quedaba justo a la altura de sus labios, apretado firmemente contra ellos.
Gladia seguía con un suave murmullo la música, una deliciosa y arrulladora tonada que Baley no reconoció.
Se sintió mecido suavemente mientras las yemas de los dedos de Gladia le acariciaban el cuello y la barbilla. Se relajó, contento de no tener que hacer nada, de dejarle a ella la iniciativa para desarrollar toda la actividad. Cuando ella le cogió los brazos, no se resistió y los dejó descansar donde ella los colocó.
No pudo evitarlo y, cuando empezó a responder con una excitación cada vez mayor, fue sólo porque le resultó imposible reaccionar de otro modo.
Gladia parecía incansable y Baley no deseaba detenerla. Además de la sensualidad de la respuesta sexual, Baley volvió a sentir lo mismo que un rato antes, el lujo absoluto de la pasividad infantil.
Y al final, no pudo seguir respondiendo y ella pareció no poder hacer más. Gladia recostó la cabeza en el hueco entre el hombro y el pecho de él y le puso un brazo sobre las costillas mientras con la otra mano acariciaba con ternura el cabello de Baley, corto y rizado.
Le pareció oirla murmurar:
—Gracias... Gracias...
«¿Por qué?», se preguntó él.
Ahora apenas era consciente de la presencia de ella, pues aquel final extrañamente suave de una jornada tan agotadora resultaba un somnífero mejor que el opio. Notó que la conciencia se iba de él, como si sus dedos se soltaran del borde de un acantilado de ruda realidad y cayera, cayera..., atravesando una imperceptible barrera, al océano de los sueños y a su apacible oleaje.
Y mientras lo hacía, aquel pensamiento que antes no había podido evocar se manifestó de nuevo. Por tercera vez, se levantaba el telón y todos los acontecimientos desde que abandonara la Tierra encajaban una vez más. Nuevamente, todo estaba claro. Pugnó por hablar, por oír las palabras que precisaba oír, por concretarlas y convertirlas en parte de sus procesos mentales conscientes. Sin embargo, aunque se agarró a ellas con todas las fuerzas de su mente, sintió que se le escapaban hasta que desaparecieron sin dejar rastro.
Por lo que a aquello se refería, el segundo día de Baley en Aurora terminaba igual que el primero.
Cuando Baley abrió los ojos, descubrió que el sol entraba por la ventana y se alegró de que así fuera. Todavía medio dormido, constató sorprendido que se alegraba de verlo.
El brillo del sol significaba que la tormenta había terminado, y era como si los truenos y relámpagos nunca hubieran existido. La luz del sol no podía considerarse más que desagradable y agobiante si se consideraba únicamente como alternativa a la luz uniforme, suave, cálida y controlada de las Ciudades. Sin embargo, en comparación con la tormenta, el fulgor del astro era una auténtica promesa de paz. Todo era relativo, y Baley se dio cuenta de que nunca más volvería a considerar al sol como algo completamente nocivo.
—¿Compañero Elijah?
Daneel estaba junto a su cama y un poco detrás de él asomaba el rostro de Giskard.
El fino rostro de Baley se iluminó con una rara sonrisa de placer. Tendió sus manos, una a cada robot.
—¡Jehoshaphat, muchachos! —exclamó sin advertir, de momento, lo inadecuado de aquella palabra—, la última vez que os vi juntos no estaba seguro de volver a veros a ninguno de los dos.
—Puedes tener la seguridad —contestó suavemente Daneel— de que ninguno de nosotros habría sufrido daños bajo ninguna circunstancia.
—Ahora que ha salido el sol me doy cuenta de ello —dijo Baley—, pero anoche pensé que esa tormenta iba a matarme, y creí que tú, Daneel, estabas en peligro de muerte. Incluso me pareció posible que Giskard sufriera también algún daño intentando defenderme frente a fuerzas abrumadoramente superiores. Suena muy melodramático, lo reconozco, pero no estaba del todo en mis cabales, ¿sabéis?
—Eramos conscientes de ello —asintió Giskard—. Y fue precisamente su estado de confusión lo que nos hizo difícil abandonarle, pese a sus imperiosas órdenes. Confiamos que ello no le cause disgusto en este momento.
—En absoluto, Giskard.
—Y también sabemos —añadió Daneel— que has recibido buenos cuidados desde que te dejamos.
Hasta aquel instante, Baley no se había acordado de lo sucedido la noche anterior.
¡Gladia!
Alzó la mirada y recorrió con ella la habitación, repentinamente asombrado. Gladia no estaba allí. ¿No habría sido todo fruto de su imaginación...?
No, claro que no. Era imposible.
Volvió a mirar a Daneel con expresión ceñuda, como si sospechara que la observación del robot contenía una cierta intención libidinosa.
Pero no, eso también sería imposible. Por muy humaniforme que fuera, los robots no estaban diseñados para complacerse en indirectas de aquel tipo.
—Unos cuidados perfectos —replicó—. Sin embargo, lo que necesito en este momento es que me acompañéis al Personal.
—Estamos aquí, señor —afirmó Giskard—, para ayudarle y guiarle durante la mañana. La señorita Gladia ha creído que se encontraría usted más cómodo con nosotros que con sus servidores, y ha hecho hincapié en que no descuidemos el menor detalle para que se sienta a gusto.
Baley observó a Giskard con aire dubitativo.
—¿Hasta qué punto llegan esas órdenes? Ahora mismo me siento perfectamente, así que no necesito que nadie me lave ni seque. Puedo cuidar de mí mismo, y espero que ella lo entienda.
—No temas, compañero Elijah —respondió Daneel con la leve sonrisa que, pensó Baley, aparecía en los seres humanos en los momentos en que podría decirse que había surgido un sentimiento de afecto—. Sólo estamos aquí para ayudarte a que te sientas cómodo. Si en algún momento te sientes mejor solo, aguardaremos a cierta distancia.
—Si es así, nos entenderemos perfectamente. Ya estoy listo.
Baley saltó de la cama. Le alegró comprobar que se sentía perfectamente estable sin ayuda de nadie. Las horas de descanso y el tratamiento a que le habían sometido, fuera lo que fuese, habían hecho maravillas con su cuerpo. Y Gladia también.
Baley todavía desnudo y con la piel aún húmeda por la ducha que acababa de darse, se sintió totalmente despierto y en forma. Terminó de peinarse y estudió el resultado con actitud crítica. Parecía lógico tomar el desayuno con Gladia, pero no estaba muy seguro de cómo le recibiría ella. Quizá lo mejor sería actuar como si no hubiera pasado nada y dejarse guiar por la actitud de ella. Y para ello, pensó Baley, quizá fuera conveniente presentarse con un aspecto razonablemente cuidado y agradable, si ello entraba dentro de lo posible.
—¡Daneel!
—¿Sí, compañero Elijah?
Con la boca llena de pasta de dientes, Baley comentó al robot:
—Esa ropa que llevas es nueva, ¿verdad?
—Sí, compañero Elijah, aunque no fue confeccionada para mí, sino para el amigo Jander.
—¿Gladia te ha dejado la ropa de Jander? —exclamó Baley al tiempo que arqueaba las cejas.
—La señorita Gladia no deseaba verme desnudo mientras me lavaban y secaban la ropa. Ahora ya está lista, pero la señorita Gladia me ha dicho que podía seguir con lo que llevo.
—¿Cuándo te lo ha dicho?
—Esta mañana, compañero Elijah.
—Entonces, ya está despierta, ¿no?
—Desde luego. Se reunirá contigo para desayunar en cuanto estés listo.
Baley apretó tos labios. Era extraño que, en aquel momento, le preocupara más tener que encontrarse frente a frente con Gladia que con el Presidente, ante cuya presencia debería acudir un rato después. Al fin y al cabo, el asunto del Presidente estaba en manos del destino. Baley había decidido ya cuál sería su estrategia, y ésta podía dar o no resultado. En cambio, ante Gladia carecía, simplemente, de cualquier estrategia.
Bien, tendría que presentarse ante ella.
—¿Y cómo está la señorita Gladia esta mañana? —preguntó con el tono de voz más indiferente de que fue capaz.
—Parece estar bien —contestó Daneel.
—¿Está alegre? ¿Deprimida?
Daneel titubeó antes de responder.
—Resulta difícil juzgar la actitud interior de un ser humano, pero en su comportamiento no hay nada que indique agitación interna.
Baley dirigió una mirada a Daneel y volvió a preguntarse si el robot se estaría refiriendo a lo sucedido la noche anterior. Sin embargo, descartó de nuevo tal posibilidad.
Tampoco servía de nada estudiar el rostro de Daneel. Uno no podía fijarse en la expresión de un robot para adivinar qué estaba pensando, pues éstos no tenían pensamientos en el sentido humano de la palabra.
Volvió a la alcoba y observó la ropa que habían dejado para él. Permaneció un instante en actitud pensativa y se preguntó si sería capaz de ponérsela toda sin equivocarse y sin precisar la ayuda de los robots. La tormenta y la noche habían pasado y deseaba recuperar el manto de independencia propio de su condición de adulto.
—¿Qué es esto? —preguntó al tiempo que levantaba con una mano un largo fajín cubierto de intrincados arabescos de colores.
—Es un fajín de pijama —contestó Daneel—. Es una prensa puramente ornamental. Se pasa por el hombro izquierdo y se ata a la cintura, en el costado derecho. Es una prenda que se luce tradicionalmente en el desayuno en algunos mundos espaciales, pero en Aurora no es muy popular.
—Entonces, ¿por qué tengo que llevarlo?
—La señorita Gladia ha pensado que te favorecería, compañero Elijah. El sistema para atarlo es bastante complicado, y estaré encantado de ayudarte.
«¡Jehoshaphat», pensó Baley con pesar. Gladia le quería ver guapo y elegante. ¿Qué idea le rondaría por la cabeza?
¡Mejor era no pensarlo!
—No hace falta —contestó al ofrecimiento de Daneel—. Me contentaré con una simple pajarita. Escucha, Daneel, después del desayuno voy a ir al establecimiento de Fastolfe a reunirme con él, Amadiro y el Presidente de la Asamblea Legislativa. No sé si habrá alguien más.
—Estoy al corriente de esa reunión y no creo que esté presente nadie más.
—Bien —asintió Baley, al tiempo que empezaba a ponerse la ropa interior con la suficiente lentitud como para no cometer ningún error y no verse en el trance de tener que solicitar ayuda a Daneel—, entonces cuéntame algo del Presidente. Por lo que he leído, sé que es lo más parecido a un funcionario ejecutivo que existe en Aurora, pero también he deducido de mi lectura que el cargo es puramente honorífico. Si lo he entendido bien, no tiene poder decisorio.
—Me temo, compañero Elijah... —empezó a decir Daneel.
—Señor —le interrumpió Giskard—, creo que yo conozco mejor la situación política de Aurora que el amigo Daneel, pues llevo mucho más tiempo que él en funcionamiento. ¿Prefiere usted que responda yo a su pregunta?