Read Los santos inocentes Online
Authors: Miguel Delibes
quiá, quiá, quiá
y la grajilla rilaba en las pajas,
¡quiá, quiá, quiá!,
y él, el Azarías, cada vez que la grajilla abría el pico, embutía en su boca inmensa, con su sucio dedo corazón, un grumo de pienso compuesto y el pájaro lo tragaba, y, después, otra pella y otra pella, hasta que el ave se saciaba, quedaba quieta, ahíta, pero a la media hora, una vez pasado el empacho circunstancial, volvía a reclamar y el Azarias repetía la operación mientras murmuraba tiernamente,
milana bonita,
murmullos apenas inteligibles, mas la Régula le miraba hacer y le decía confidencialmente al Rogelio,
ae, más vale así, buena idea tuviste,
y el Azarías no se olvidaba del pájaro ni de día ni de noche y en cuanto le apuntaron los primeros cañones, corrió feliz por la corralada, de puerta en puerta, una sonrisa bobalicona bailándole entre los labios, las amarillas pupilas dilatadas,
la milana ya está emplumando,
repetía,
y todos le daban los parabienes o le preguntaban por el Ireneo, menos su sobrino, el Quirce, quien le enfocó su mirada aviesa y le dijo,
y ¿para qué quiere en casa semejante peste, tío?
y el Azarías volvió a él sus ojos atónitos, asombrados,
no es peste, es la milana,
mas el Quirce movió obstinadamente la cabeza y, después, escupió,
¡qué joder!, es un pájaro negro y nada bueno puede traer a casa un pájaro negro, y el Azarías le miró un momento desorientado y, finalmente, posó sus tiernos ojos sobre el cajón y se olvidó del Quirce,
mañana le buscaré una lombriz,
dijo,
y, a la mañana siguiente, empezó a cavar afanosamente en el macizo central hasta que encontró una lombriz, la cogió con dos dedos y se la dio a la grajera y la grajera la engulló con tal deleite que el Azarías babeaba de satisfacción,
¿la viste, Charito? ya es una moza, mañana la buscaré otra lombriz,
le dijo a la Niña Chica, y, paso a paso, la grajilla iba encorpando y emplumando dentro del nido, con lo que, ahora, cada vez que Paco, el Bajo, sacaba al Azarías a correr el cárabo, éste se recomía de impaciencia,
apura, Paco, la milana me está aguardando,
y Paco, el Bajo,
¿diste de vientre?
y el Azarías,
la milana me está aguardando, Paco,
y Paco, el Bajo, inconmovible,
si no das de vientre, te tengo aquí hasta que amanezca y la milana se muera de hambre,
y el Azarías se aflojaba los calzones,
no debes hacer eso,
rutaba, al tiempo que se acuclinaba orilla un chaparro y deyectaba, pero antes de concluir, ya estaba en pie,
venga, Paco, vivo,
se subía apresuradamente los pantalones,
la milana me está aguardando,
y distendía los labios en una húmeda, extraviada, sonrisa y mascaba salivilla con placentera delectación y este episodio se repetía cada día hasta que una mañana, tres semanas más tarde, según paseaba a la grajeta por la corralada sobre su antebrazo, ésta inició un tímido aleteo y comenzó a volar, en un vuelo corto, blando y primerizo, hasta alcanzar la copa del sauce, donde se posó, y, al verla allí, por primera vez lejos de su alcance, el Azarías gimoteaba,
la milana me se ha escapado, Régula
y asomó la Régula
ae, déjala que vuele, Dios la dio alas para volar, ¿no lo comprendes?
pero el Azarías,
yo no quiero que me se escape la milana, Régula,
y miraba ansiosa, angustiadamente, para la copa del sauce y la grajilla volvía sus ojos aguanosos a los lados, descubriendo nuevas perspectivas, y, después, giraba la cabeza y se picoteaba el lomo, despiojándose y el Azarías, poniendo en sus palabras toda la unción, todo el amor de que era capaz, decía,
milana bonita, milana bonita,
encarecidamente,
pero el pájaro como si nada, y tan pronto la Régula arrimó al árbol la escalera de mano con intención de prenderlo y subió los dos primeros peldaños, la grajilla ahuecó las alas, las agitó un rato en el vacío, y, finalmente, se desasió de la rama, y, en vuelo torpe e indeciso, coronó el tejado de la capilla y se encaramó en la veleta de la torre, allá en lo alto, y el Azarías la miraba con los lagrimones colgados de los ojos, como reconviniéndola por su actitud,
no estaba a gusto conmigo,
decía,
y, en éstas, se presentó el Críspulo y, luego, el Rogelio, y la Pepa, y el Facundo, y el Crespo, y toda la tropa, los ojos en alto, en la veleta de la torre y la grajilla, indecisa, se balanceaba, y el Rogelio reía,
cría cuervos, tío,
y el Facundo,
a ver, de que cogen gusto a la libertad,
y porfiaba la Régula,
ae, Dios dio alas a los pájaros para volar,
y al Azarías le resbalaban los lagrimones por las mejillas y él trataba de espantarlas a manotazos y tornaba a su cantinela,
milana bonita, milana bonita,
y, según hablaba, se iba apartando del grupo, apretujado a la sombra caliente del sauce, los ojos en la veleta, hasta que quedó, mínimo y solo, en el centro de la amplia corralada, bajo el sol despiadado de julio, su propia sombra como una pelota negra, a los pies, haciendo muecas y aspavientos, hasta que, de pronto, alzó la cabeza, afelpó la voz y voceó,
¡quiá!
y, arriba, en la veleta, la grajilla acentuó sus balanceos, oteó la corralada, se rebulló inquiera, y volvió a quedar inmóvil y el Azarías, que la observaba, repitió entonces,
¡quiá!
y la grajilla estiró el cuello, mirándole, volvió a recogerlo, torné a estirarlo y, en ese momento, el Azarías, repitió fervorosamente,
¡quiá!
y, de pronto, sucedió lo imprevisto, y como, si entre el Azarías y la grajilla se hubiera establecido un fluido, el pájaro se encaramó en la flecha de la veleta y comenzó a graznar alborozadamente,
¡quiá, quiá, quiá!
y en la sombra del sauce se hizo un silencio expectante y de improviso, el pájaro se lanzó hacia adelante, picó, y ante la mirada atónita del grupo, describió tres amplios círculos sobre la corralada, ciñéndose a las tapias y, finalmente, se posó sobre el hombro derecho del Azarías y empezó a picotearle insistentemente el cogote blanco como si le despiojara y Azarias sonreía, sin moverse, volviendo ligeramente la cabeza hacia ella y musitando como una plegaria,
milana bonita, milana bonita.
Mediado junio, el Quirce comenzó a sacar el rebaño de merinas cada tarde, y, al ponerse el sol, se le oía tocar la armónica delicadamente de la parte de la sierra, mientras su hermano Rogelio, no paraba, el hombre, con el jeep arriba, con el tractor abajo, siempre de acá para allá,
este carburador ratea,
no vuelve el pedal del embrague,
esas cosas, y el señorito Iván, como sin darlo importancia, cada vez que visitaba el cortijo, observaba a los dos, al Quirce y al Rogelio, llamaba al Crespo a un aparte y le decía confidencialmente,
Crespo, no me dejes de la mano a esos muchachos, Paco, el Bajo, ya va para viejo y yo no puedo quedarme sin secretario,
pero ni el Quirce ni el Rogelio sacaban el prodigioso olfato de su padre, que su padre, el Paco, era un caso de estudio, ¡Dios mío!, desde chiquilín, que no es un decir, le soltaban una perdiz aliquebrada en el monte y él se ponía a cuatro patas y seguía el rastro con su chata nariz pegada al suelo sin una vacilación, como un braco, y andando el tiempo, llegó a distinguir las pistas viejas de las recientes, el rastro del macho del de la hembra, que el señorito Iván se hacía de cruces, entrecerraba sus ojos verdes y le preguntaba,
pero ¿a qué diablos huele la caza, Paco, maricón?
y Paco, el Bajo,
¿de veras no la huele usted, señorito?
y el señorito Iván,
si la oliera no te lo preguntaría,
y Paco, el Bajo,
¡qué cosas se tiene el señorito Iván!
y en la época en que el señorito Iván era el Ivancito, que, de niño, Paco le decía el Ivancito al señorito Iván, la misma copla,
¿a qué huele la caza, Paco?
y Paco, el Bajo, solícito,
¿es cierto que tú no la hueles, majo?
y el Ivancito,
pues no, te lo juro por mis muertos, a mí la caza no me huele a nada,
y Paco,
ya te acostumbrarás, majo, ya verás cuando tengas más años,
porque el Paco, el Bajo, no apreció sus cualidades hasta que comprobó que los demás no eran capaces de hacer lo que él hacía y de ahí sus conversaciones con el Ivancito, que el niño empezó bien tierno con la caza, una chaladura, gangas en julio, en la charca o los revolcaderos, codorniz en agosto, en los rastrojos, tórtolas en setiembre, de retirada, en los pasos de los encinares, perdices en octubre en las labores y el monte bajo, azulones en febrero, en el Lucio del Teatino y, entre medias, la caza mayor, el rebeco y el venado, siempre con el rifle o la escopeta en la mano, siempre, pimpam, pim-pam, pim-pam que
es chifladura la de este chico,
decía la Señora, y de día y de noche, en invierno o en verano, al rececho, al salto o en batida, pim-pam, pim-pam, pim-pam, el Ivancito con el rifle o la escopeta, en el monte o los labajos y el año 43, en el ojeo inaugural del Día de la Raza, ante el pasmo general con trece años mal cumplidos, el Ivancito entre los tres primeros, a ocho pájaros de Teba, lo nunca visto, que había momentos en que tenía cuatro pájaros muertos en el aire, algo increíble, que era cosa de verse, un chiquilín de chupeta codeándose con las mejores escopetas de Madrid y ya desde ese día, el Ivancito se acostumbró a la compañía de Paco, el Bajo, y a sacar partido de su olfato y su afición y resolvió pulirle, pues Paco, el Bajo, flaqueaba en la carga y el Ivancito le entregó un día dos cartuchos y una escopeta vieja y le dijo,
cada noche, antes de acostarte, mete y saca los cartuchos de los cañones hasta cien veces, Paco, hasta que te canses,
>y agregó tras una pausa,
si logras ser el más rápido de todos, entre esto, los vientos que Dios te ha dado y tu retentiva, no habrá en el mundo quien te eche la pata como secretario, te lo digo yo,
y Paco, el Bajo, que era servicial por naturaleza, cada noche, antes de acostarse ris-ras, abrir y cerrar la escopeta, ris-ras, meter y sacar los cartuchos en los caños, que la Régula
ae, ¿estás tonto, Paco?
y Paco, el Bajo,
el Ivancito dice que te puedo ser el mejor,
y, al cabo de un mes,
Ivancito, majo, en un amén te meto y te saco los cartuchos de la escopeta,
y el Ivancito,
eso hay que verlo, Paco, no seas farol,
y Paco exhibió su destreza ante el muchacho y,
esto marcha, Paco, no lo dejes, sigue así,
dijo el Ivancito tras la demostración y de este modo, Ivancito por aquí, Ivancito por allá, ni advertía Paco que pasaba el tiempo, hasta que una mañana, en el puesto, ocurrió lo que tenía que ocurrir, o sea Paco, el Bajo, le dijo con la mejor voluntad,
Ivancito, ojo, la barra por la derecha,
y el Ivancito se armó en silencio, tomó los puntos y, en un decir Jesús, descolgó dos perdices por delante y dos por detrás, y no había llegado la primera al suelo, cuando volvió los ojos hacia Paco y le dijo con gesto arrogante,
de hoy en adelante, Paco, de usted y señorito Iván, ya no soy un muchacho,
que para entonces ya había cumplido el Ivancito dieciséis años y fue Paco, el Bajo, y le pidió excusas y en lo sucesivo señorito Iván por aquí, señorito Iván por allá, porque bien mirado, ya iba para mozo y era de razón, mas, con el tiempo, el prurito cinegético le fue creciendo en el pecho al señorito Iván y era cosa sabida que en cada batida, no sólo era el que más mataba, sino también, quien derribaba la perdiz más alta, la más larga y la más recia, que en este terreno no admitía competencia, e infaliblemente le ponía a Paco por testigo,
larga dice el Ministro, Paco, oye ¿a qué distancia tiré yo, por aproximación, al pájaro aquel de la primera batida, el del canchal, el que se repulló a las nubes, aquel que fue a dar el pelotazo en la Charca de los Galápagos, te recuerdas?
y Paco, el Bajo, abría unos ojos desmesurados, levantaba jactanciosamente la barbilla y sentenciaba,
no le voy a recordar, el pájaro perdiz aquel no volaba a menos de noventa metros,
o, si se trataba de perdices recias, la misma copla,
no me dejes de farol, Paco, habla, ¿cómo venía la perdiz aquella, la de la vaguada, la que me sorprendió bebiendo un trago de la bota...?
y Paco ladeaba ligeramente la cabeza, el índice en la mejilla, reflexionando,
sí, hombre,
insistía el señorito Iván,
la que traía el viento de culo, la del madroño, hombre, que tú dijiste, que tú dijiste...
y Paco, de pronto, entornaba los ojos, ponía los labios como para silbar aunque no silbaba, y
también mas recia que un aeroplano,
concluía,
y, aunque en rigor, el señorito Iván desconocía la distancia a que e1 otro había tirado a su perdiz, y como venia de recia la que tiró el de más allá, ineluctablemente las suyas eran más largas y recias y, para demostrarlo, apelaba al testimonio de Paco, el Bajo, y esto, a Paco, el Bajo, le envanecía, se jactaba del peso de su juicio, y se vanagloriaba, asimismo, de que lo que más envidiaran al señorito Iván los amigos del señorito Iván, fueran sus facultades y su disposición para la cobra,
ni el perro más fino te haría el servicio de este hombre, Iván, fijate lo que te digo que no sabes lo que tienes
le decían,
y, con frecuencia, los amigos del señorito Iván requerían a Paco, el Bajo, para cobrar algún pájaro perdiz alicorto y, en tales casos, se desentendían de las tertulias posbatida y de las disputas con los secretarios vecinos y se iban tras él, para verle desenvolverse, y, una vez que Paco se veía rodeado de la flor y nata de las escopetas, decía, ufanándose de su papel,
¿dónde pegó el pelotazo, vamos a ver?
y ellos, el Subsecretario, o el Embajador, o el Ministro,
aquí tienes las plumas, Paco
y Paco, el Bajo
¿qué dirección llevaba, vamos a ver?
y el que fuera,
la del jaral, Paco, tal que así, sirgada contra el jaral,
y Paco,
¿venía sola, apareada o en barra, vamos a ver?
y el que fuera,
dos entraban, Paco, ahora que lo dices, la pareja,
y el señorito Iván miraba a sus invitados con soma y señalaba con la barbilla a Paco, el Bajo, como diciendo, ¿qué os decía yo?, y, acto seguido, Paco, el Bajo, se acuclillaba, olfateaba con insistencia el terreno, dos metros alrededor del pelotazo y murmuraba,